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Toda esta noción del descubrimiento, claro está es europea, eurocéntrica. En el momento en que Colón descubría a los indígenas de América, los americanos, para bien y para mal, descubrían a Colón y a sus compañeros. Tampoco existía de parte de Colón una voluntad de descubrir nuevos mundos. Por el contrario, trataba de llegar a mundos conocidos por otros caminos y se encontró a boca de jarro (como decimos todavía en América), con lo desconocido. Fueron encuentros fortuitos, choques, con mucho de encontronazo. La primera invención, en consecuencia, es la idea misma del descubrimiento, y es una idea que nos persigue hasta el día de hoy.
Primer equívoco: los europeos descubren América y se supone que desde ese mismo instante América comienza a existir. Lo anterior a la llegada de Cristóbal Colón seria el caos primigenio, la prehistoria. Se sabe, sin embargo, que los indígenas americanos tenían estadísticas, conocimientos almacenados, nociones claras sobre su presente y su pasado. Entramos al Museo de Arte Precolombino de Santiago de Chile y encontramos un quipu incásico desplegado en un muro. El Museo, en muchos sentidos ejemplar, nos hace una advertencia, nos entrega un signo. El quipu es un gran tejido de lana parecido a un sol con sus rayos, o a un pulpo, lleno de cuentas y de nudos de diferentes colores. Cada brazo o cada rayo representa un sector determinado de la sociedad, de la economía, de la defensa, de los transportes, de la población. Cada nudo indicaba una cantidad, un número. ¿Comenzó a existir esa civilización por el mero hecho de la llegada al Cuzco, al ombligo de la tierra inca, de un campesino extremeño, Francisco Pizarro, y de sus seguidores?
Lo curioso es que la noción de descubrimiento persigue a los americanos, ¿latinoamericanos?, ¿iberoamericanos?, desde hace quinientos años. Europa nos olvida y cada cierto tiempo nos descubre o nos redescubre. Y pretende que cada descubrimiento es un comienzo, una fundación. La visión europea de la historia americana está hecha de largos paréntesis, de periodos de prolongada y densa oscuridad, y de súbitas apariciones luminosas. Aparece Tenochtitlán ante los ojos deslumbrados de Hernán Cortes y en seguida desaparece. Aparecen las repúblicas americanas después de las guerras de la independencia, con toda la fuerza del nacionalismo romántico, y pronto se sumergen en la noche del siglo XIX. Surge de la nada, aparentemente, la gran novela latinoamericana, el "boom", y al cabo de pocos años la transitoria explosión ha dejado algunas huellas, algunos ecos, algunos nombres célebres, aparte de recuerdos más bien confusos.
Los propios latinoamericanos caemos en una trampa al acomodarnos a este punto de vista europeo de nuestras cosas. Los escritores del "boom" que actuaban en los comienzos, en la década de los sesenta, como grupo más bien cerrado, aceptaron y hasta promovieron la idea de que eran los fundadores de la narrativa latinoamericana. Partían de la nada. Eran nuestros primeros novelistas verdaderamente creativos. Presentarse así es una especie de obsesión latinoamericana, pero creo que corresponde a una exigencia europea, sobre todo francesa. En esos foros de los años sesenta, mientras era diplomático profesional y escritor bisiesto, siempre insistí en la conexión entre los novelistas que surgían y una literatura anterior: la de Ricardo Güiraldes en Argentina, la de Horacio Quiroga en Uruguay, la de los realistas chilenos, la de Machado de Assis en el Brasil.
Insistimos en años anteriores en el concepto de la generación espontánea, del milagro estético, y creo que ahora nos toca observar los fenómenos en su continuidad, en su desarrollo gradual. Borges está relacionado con Shakespeare, con Kafka, con Francisco de Quevedo y muchos otros, pero pertenece también al mundo del tango y al de la poesía gauchesca. Tenemos que entender estas contradicciones y esta síntesis, aunque sea rudimentaria, para entendernos a nosotros mismos.
En la historia y en la política sucede algo muy parecido. Europa acepta
para ella la noción de la gradualidad, de la reforma, del progreso posible, y
suele pensar que América es el continente de los comienzos espectaculares,
comienzos que tienen como inevitable reverso los finales apocalípticos. Así
ha sucedido hasta hace muy poco, por lo menos. En los años sesenta y setenta,
parecía que la Revolución Cubana iba a ser un equivalente y una segunda
etapa, más lograda, de las revoluciones de la independencia. Se hablaba de
nuestra segunda independencia. Se hablaba sin conocer bien la primera, con
esquemas simples y con ilusiones excesivas.
Las ideas europeas sobre el movimiento iniciado en 1810 también fueron simples, optimistas, ilusorias. Después de poco tiempo vino un rápido desengaño. Leamos ahora el ensayo de Carlyle sobre el Doctor Francia del Paraguay. Recordemos que la reina Victoria de Inglaterra ordenó borrar a Bolivia, la Bolivia del general Melgarejo, del mapa. Las cosas no han cambiado demasiado. En America siempre hemos luchado entre la barbarie cultural, política, económica, y la ilustración, la racionalidad, el deseo de ser modernos.
La historia de la América indígena y española todavía está por escribirse. Las revoluciones nuestras tienen mucho de agitación violenta, pero superficial, y los periodos oscuros a veces son más creativos de lo que se cree. Recibo un ejemplar del archivo del general José Miguel Carrera, uno de los héroes de la independencia de Chile, y encuentro que fue acusado por las autoridades coloniales, cuando él era un joven de 19 años de edad, por haber maltratado y herido a unos indios de la hacienda de sus padres. Carrera sostiene en su defensa que esos indios eran borrachos, ociosos, ladrones. ¡Un lenguaje que hemos conocido tanto! El fiscal de la Real Audiencia, en cambio, invoca leyes de protección a los indígenas dictadas en tiempos de Felipe II. Todo ha sido paradoja, contradicción en nuestra historia, pero esa contradicción es rica, reveladora, y casi siempre ha sido esquivada desde aquí y desde allá. Si entramos en la historia verdadera sin prejuicios, vemos que las supuestas revoluciones fundadoras fueron, más bien, transiciones, y transiciones, por lo demás, no del todo logradas.
Soy más bien escéptico frente a los sucesivos "descubrimientos" de América, frente a las nociones entusiastamente fundacionales. Tiendo a verlo todo, por el contrario, como un proceso gradual, difícil, con momentos menos malos y momentos terribles. ¿Podemos decir que la historia sea diferente en alguna otra parte del mundo? El proceso nos acerca a Occidente y nos hace colocar, a la vez, a Occidente en tela de juicio. Nos acerca al centro y nos hace dudar del centro. No comenzamos con el "boom", no comenzamos con la gesta de la independencia, ni siquiera comenzamos con la llegada de Cristóbal Colón. Cuando llegó Colón, ya estábamos aquí, o estaban ellos, los indios, nuestros antepasados carnales o por lo menos culturales. Saber que José Miguel Carrera, nuestro héroe, persiguió en su juventud a balazos al indio Estanislao Placencia y a sus hijos, acción que fue condenada por las autoridades del viejo imperio, nos coloca en el centro de la contradicción. Esto es, en la realidad siempre esquiva, ajena a las efemérides.