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La tradición poética

Vivimos enfrentados a un mosaico de figuras locuaces, ocasionalmente brillantes, esencialmente transitorias, y detrás de esa bulliciosa primera fila, en una relativa sombra, se encuentra uno que otro clásico mal conocido. El país es así: distraído, desatento, desdeñoso y a la vez deslumbrado. El último Premio Nacional de Literatura ha recaído en uno de estos clásicos relegados a la penumbra. Gonzalo Rojas, nacido en Lebu en 1917, escribe desde fines de la década del treinta alguna de la mejor poesía chilena. No soy especialista en poesía ni crítico literario y sólo pretendo dar una impresión de lector. Tiene el mérito, por lo menos, de ser una impresión de viejo lector. Todavía estaba en el colegio y en el primer año de universidad cuando leía con pasión, con entusiasmo reiterado, hasta descuadernar enteramente el libro de gran formato, Miseria del hombre. Ahora reviso datos biográficos y descubro que Miseria del hombre es de 1948, de mi sexto año de humanidades y de mis inicios en la escritura. Salía del San Ignacio de la calle Alonso Ovalle y compraba en los kioscos del centro la revista Pro Arte. Temo que ahora no haya nada comparable a Pro Arte, dirigida en esos tiempos, o más bien escrita en su casi totalidad, por Enrique Bello y Santiago del Campo. En esas páginas había descubierto a T.S. Eliot en traducciones de Jorge Elliot, a César Vallejo, a Humberto Díaz-Casanueva y Rosamel del Valle, a Nicanor Parra y al entonces muy joven Gonzalo Rojas. Trato de refrescar mi primera impresión, mi impresión de adolescente o de postadolescente letraherido. Era una poesía menos hermética que la de Rosamel o la del Neruda de la primera Residencia y menos evidentemente musical, con una música más soterrada, que la de Nicanor Parra. Creaba atmósferas duras, sombrías, intensas, como escenarios concentrados donde uno intuía callejones e interiores de Valparaiso, o espacios del sur, ríos, lluvias, caballos, minas. Era menos populista que alguna de la poesía de esos años y en algún sentido más reconocible, vale decir, más reveladora de cosas nuestras.

Veo en Gonzalo Rojas una síntesis muy notable e intensa de la poesía de la lengua y de la mejor poesía chilena. Ahí, en los recodos, entre líneas, resuenan en sordina Quevedo, el Arcipreste de Hita, San Juan de la Cruz, Luis Cernuda. Y hay un parentesco notorio con Vallejo, Neruda y Huidobro, con Gabriela Mistral, con "el otro Pablo", es decir, porque no puede ser otro, Pablo de Rokha. En alguna medida, la obra de Gonzalo Rojas los recupera, los saca a la luz del día, los hace bailar juntos aunque no les guste y lanzar chispas. Es una obra que utiliza la lengua castellana con propiedad, con desparpajo, Y que a la vez la violenta, la sacude, la obliga a salir de sus cauces convencionales.

Comencé a leer a Gonzalo Rojas a fines de la década del cuarenta, a fines de mi adolescencia, y he seguido leyéndolo de una manera intermitente, pero continuada. Su trabajo alude a la historia y a la imaginación de todos estos años: a los paisajes, a los viajes, a las ciudades, a los cinematógrafos, a las contradicciones angustiosas de la época, a los poetas de antes y de ahora, al amor carnal y espiritual, al amor como combate y encuentro, y a la muerte. Es una poesía contra la muerte, como uno de sus títulos, alrededor de la muerte y sobre la muerte. En este aspecto, además de quevediana, es unamuniana (aunque quizás Gonzalo Rojas no esté de acuerdo con esto último). ¿Estamos preparados, en el Chile que descubre la Malasia, China, el Japón, con una delegación de cien funcionarios y empresarios y donde no hay ningún poeta, donde brillan por su ausencia los representantes de nuestra cultura, de nuestra literatura, de nuestra ciencia, para leer estas cosas, para soportar estos mensajes en apariencia extemporáneos?

"Prefiero ser de piedra, estar oscuro, / a soportar el asco de ablandarme por dentro y sonreir / a diestra y a siniestra con tal de prosperar en mi negocio…" Así escribía el Gonzalo Rojas de siempre, el de los cincuenta y los sesenta, y así, o más o menos así, escribe el de ahora. Yo creo que podemos descubrir la Malasia, la de la economía de mercado, después de la de Sandokán, y no perder el oído para estos acentos, que son al fin y al cabo propios de una tradición esencial y enteramente nuestra. No se trata de hacerse modernos olvidando esas cosas sino recuperándolas, incorporándolas, haciendo que formen parte de una modernidad más compleja, más inspiradora. En este sentido, el premio a Gonzalo Rojas me parece inesperadamente oportuno. El Chile que se desarrolla, el Chile optimista, que descubre nuevos sectores del vasto mundo, que se proyecta hacia el exterior, no debe olvidar sus voces roncas y creativas, admonitoras y enérgicas, inventoras de lenguaje. En medio de nuestras fijaciones criollas y de nuestras rutinas, podemos encontrar aquí, por ejemplo, otra versión del lirismo amoroso, una versión cuya intensidad no es menos nuestra: "Te besara en la punta de las pestañas y en los pezones, te turbulentamente besara, / mi vergonzosa, en esos muslos / de individua blanca, tocara esos pies / para otro vuelo más aire que ese aire…"

Oscilamos, en este final de 1992, entre la euforia y la pacatería, y la voz de Gonzalo Rojas, seria y juguetona, vanguardista y antigua, violadora del idioma y tremendamente atenta al idioma, nos devuelve a una línea central que nunca debemos perder. La poesía no es pura espuma verbal, puro artificio. La poesía, la de verdad, es desorientadora en primera instancia, y es, en una instancia segunda, orientadora, necesaria. Convendría muchísimo que el país oficial, que es, al fin y al cabo, el que otorga los premios nacionales, comience a entenderlo. Entre el país que explora las posibilidades comerciales de la cuenca del Pacifico y el que construye algo de la mejor literatura del idioma no debería existir ninguna contradicción. Por lo menos, si aspirara a conseguir un desarrollo verdaderamente equilibrado y estable.