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Esta crónica pertenece a la especie de los cuentos frustrados. Si no tuviera que escribirla en forma de crónica, tendría grandes posibilidades de convertirse en cuento. Comienza con la historia de mi tía Fanny Lira, hermana de mi abuela materna, y con la de su marido, Manuel Amunátegui, que fue cónsul chileno en París durante décadas en la primera mitad de este siglo. Manuel era un hombre corpulento, gordo, barbudo, bullicioso, militantemente ateo. Fanny, en cambio, era bonita, dulce, católica observante. El único pecado de la tía Fanny, si es que puede considerarse pecado, era su afición a la buena cocina. Fue, y lo digo sin la menor exageración, la mejor cocinera no profesional que he conocido nunca. Aprendió este arte en la vida diplomática de París, en los grandes restaurantes de antaño, y en los clásicos de la gastronomía. Sobre su familia, sin embargo, cayó una desgracia terrible. Al ventripotente, revoltoso, libidinoso tío Manuel empezó a fallarle un tornillo. Al menos de acuerdo con la versión de los sucesos que llegó hasta mis oídos infantiles. Se robó una reliquia en una iglesia y se dedicó a profanarla de las más diversas maneras, ante el horror de las mujeres de su casa. Después, en un acto de locura redoblada, vendió el inmueble de la legación chilena y fue destituido de inmediato, después de haber prestado servicios durante décadas. Hacia fines de los años treinta la pareja regresó a Chile, derrotada, en decadencia, pero con algunos restos de sus antiguos esplendores. Llegaron en un trasatlántico, seguidos por una larga serie de maletas y baúles y en compañía de un perro negro, grande, lanudo y amistoso, cuya raza ya no recuerdo. Hubo, para celebrar su llegada, un gran almuerzo al aire libre en una parcela que tenía mi abuelo cerca de Talagante. Almuerzo digno de un relato de Guy de Maupassant, con cincuenta o sesenta comensales. Mi tía Fanny se desplazaba entre la cocina y la gran mesa campestre, instalada debajo de unos árboles frondosos, y dirigía las operaciones. Los niños, sentados en un rincón, lejos de las conversaciones indiscretas y de los enigmáticos fragmentos de frases en francés, le dábamos de comer al perro. El pobre animal comió tanto que se enfermó y murió esa misma noche, después de agonizar largas horas a vista y paciencia nuestra.
La muerte del perro fue un anuncio, un signo ominoso. Manuel y la tía Fanny terminaron sus días olvidados, en la miseria, en un mínimo departamento subterráneo del barrio de Villavicencio y Namur. Recuerdo mis visitas a esa cueva más o menos maloliente, llena de fotografías desteñidas, de bastones, de polainas, de abrigos apolillados. Mi tía Fanny, sin embargo, tenía ánimo para ir todos los miércoles en la mañana a la casa de mis padres, meterse a la cocina y confeccionar guisos extraordinarios. Parece que se ponía de acuerdo desde antes con la cocinera para que esta le comprara los ingredientes. Después, a la hora de almuerzo, comía con voraz apetito y escuchaba con una sonrisa plácida los elogios a su habilidad, que brotaban desde todos los ángulos de esa mesa. Hoy día, quizás, habría podido convertir ese talento en una profesión bastante lucrativa, pero eso en los años cuarenta no se le ocurría a nadie.
Los recuerdos parisinos de mi tía Fanny eran de una ingenuidad, de un anacronismo curiosos. Recuerdos de don Alberto Blest Gana, de don Federico Santa María, del joven Pilo Yáñez, que decretaba que se había puesto "peludo" y se quedaba un mes entero en cama. "Cuando salíamos de paseo con don Federico", decía mi tía Fanny, "hacia que se parara el coche en pleno campo y se bajaba a morder las bulbas de las betarragas. Así sabía si la cosecha de azúcar seria mala o buena y decidía sus movidas en la Bolsa".
Una vez me encontró absorto en la lectura de una novela y supo que yo, a mis veinte o veintidós años, sentía una frenética admiración por Marcel Proust. "¿Marcel Proust se transformó en un buen escritor?…", murmuró: " ¡Qué curioso! En mis tiempos era un joven mundano, que de vez en cuando escribía crónicas en Le Figaro. Éramos vecinos en el boulevard Haussmann y siempre me lo encontraba en la rotisería de la esquina, pálido, huesudo, muy amable, con pedazos de algodón que le asomaban por el cuello duro de la camisa… ¿Lo dices en serio, esto de que Marcel Proust se convirtió en un gran escritor?"
Una vez tuve con la tía Fanny una discusión que se volvió inesperadamente agria. Ella dijo que los pescados y los mariscos franceses eran mejores y más variados que los chilenos. Yo, nacionalista juvenil, monté en cólera. Le enrostré su afrancesamiento desorbitado. "Es que tú no conoces los pescados franceses", argumentó, con su bonhomía, con su sonrisa encantadora, mi anciana tía, que dudaba de la calidad literaria de Proust, pero no de las soles, las coquilles Saint Jacques, los loups en lecho de ceniza, las lottes y las daurades de la dulce Francia. Hoy día, después de haber comido una corvina joven y recién sacada de las aguas de nuestra costa central, pienso que la tía Fanny era un poco desdeñosa de lo nuestro, con un desdén muy europeo y muy propio de su generación, pero también recuerdo pescados franceses y llego a la conclusión de que mi cólera fue excesiva. Una sole meunière, un lenguado a la mantequilla, comido en la Coupole de los años sesenta, en la Closerie des lilas del viejo Hemingway y del todavía joven Vargas Llosa, es una sencilla obra maestra. Recuerdo la maestría con que los mozos vestidos de negro, como autómatas de un cuento romántico, eliminaban las espinas laterales, sacaban la dorsal y presentaban en el plato caliente los filetes dorados, delgados, impecables. El tío Manuel fue castigado por sus sacrilegios, pero conoció esas bendiciones. Y Marcel Proust, el vecino pálido y huesudo, con algodones que salían por el cuello duro, analizó hasta el agotamiento el problema estético, ético, metafísico, de la eternización de esos instantes por medio de la memoria.
Receta de lenguado Meunière
por Ximena Edwards
Para cuatro personas.
Ingredientes:
4 filetes de lenguado
10 centilitros de leche
30 gramos de harina
Sal, pimienta
Aceite de oliva
1 cucharada de jugo de limón
2 cucharadas de perejil picado
4 rodajas de limón sin cáscara
60 gramos de mantequilla
Preparación:
Remojar los filetes de lenguado en leche y pasarlos después por la harina salpimentada. Poner aceite de oliva en una sartén honda, aproximadamente 1/2 centímetro, y calentarlo a fuego vivo. Poner el pescado y dorarlo por ambos lados. Pasarlo a una fuente precalentada, espolvorearlo con un poco de pimienta y de perejil picado. Rociarlo con unas gotas de jugo de limón. Colocar encima las rodajas de limón. Cocer la mantequilla en la misma sartén, ahora sin el aceite, hasta que adquiere un tono dorado oscuro. Colocarla sobre el pescado.