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"La carne está triste, y he leído todos los libros", escribía Stéphane Mallarmé. Y otro francés de los mismos años, Jules Laforgue, en el aburrimiento de los pasillos de la corte de Suecia, donde era preceptor real, exclamaba: Encore un livre, oh nostalgies! (Otro libro mas, ¡oh nostalgias!). Existe la fascinación y existe, también, la tiranía, el peso de los libros. Me Preparo para intervenir en estos días en un homenaje a Felisberto Hernández. El desconocido, ignorado, menospreciado Felisberto Hernández recibe un reconocimiento póstumo en la ciudad de Washington. El perteneció a una etapa que ahora, frente al desarrollo editorial de estos días, parece prehistórica: la del libro escaso, minoritario, pobretón. Las primeras invenciones literarias de Felisberto anduvieron muy cerca de la no existencia: entre el libro, con todos sus perfiles, y la nada. Los títulos ya lo indicaban: Fulano de tal, Libro sin tapas. Eran los tiempos en que Macedonio Fernández escribía Cosas para leer en el tranvía. Los tiempos en que Juan Emar, su contemporáneo chileno, sepultaba sus papeles en una especie de baúl sin fondo, un baúl del que todavía no han conseguido salir. ¿Quién se habrá quedado con el baúl de Juan Emar? (J´en ai marre = me aburro como una ostra). ¿Con qué podríamos encontrarnos en ese fondo sin fondo?
Los escritores de mi generación tampoco tuvimos ninguna facilidad para pasar a la etapa de la letra impresa. Quizás para mejor. En ese aspecto ya somos históricos, o prehistóricos. Hacíamos ediciones privadas, semiclandestinas, ilustradas por los amigos, adquiridas por algunas amigas, de trescientos o quinientos ejemplares. Nunca me olvidaré de una imprenta quejumbrosa, ruidosa, que tosía, que disparaba humo y aceite por todos sus costados y que de repente se negaba a seguir, instalada en el garaje de la casa de Carmelo Soria. Cuando la máquina se negó a recoger un color verde cada vez más sucio, descubrimos que la cubierta de El patio, el libro de cuentos de mis veinte años, quedaba mucho mejor en blanco y negro. Sabiduría de la maquina humanizada, que convirtió esos quinientos ejemplares en dos ediciones.
El primero de los cuentos de Fantasmas de carne y hueso recoge la historia de un libro que no llegó a existir: una novela descaradamente "faulkneriana", producto de los años en que Mientras yo agonizo se había transformado en una enfermedad contagiosa, los años en que Claudio Giaconi proclamaba en el Parque Forestal que él era "el Faulkner chileno", y que fue sacrificada en una chimenea. En aquellos tiempos se podía concebir esa gratuidad de la creación literaria. Si las tres amables señoras que escucharon la lectura de los primeros capítulos hubieran intercedido en favor del texto, o de su desconcertado autor, la novela se habría salvado. Pero ellas no sabían, y el autor vivía en lo que podríamos llamar la edad de la inocencia editorial, cosa que no deja de tener sus ventajas.
El libro imponía sus leyes restrictivas y el grueso de la escritura quedaba excluida, relegada a un limbo superpoblado: notas, proyectos, cuentos autocensurados, novelas inconclusas, esbozos de poemas. Me imagino ahora ese limbo de los libros y sueño con reconstruirlo. Sería una tarea literaria imposible, digna de Pierre Menard y sus seguidores. Los textos que han conseguido salvarse sólo forman la pequeña parte visible de un enorme iceberg. ¿Qué tuvo que ocurrir, cuanto tiempo tuvo que pasar para que conociéramos la correspondencia de Flaubert, los cuadernos privados de Victor Hugo, el diario enigmático, lleno de claves y abreviaturas, de Leandro Fernández de Moratín? Las cartas en que Flaubert cuenta día a día, o mas bien noche a noche, la escritura de Madame Bovary, no son en nada inferiores a Madame Bovary. A pesar de que Flaubert las escribía para mantener a raya a Louise Colet, su amante impertinente, que deseaba sacarlo de la escritura y someterlo a la lectura de sus interminables poemas líricos. Los investigadores han descifrado las claves de los cuadernos de Victor Hugo y así hemos podido conocer su vida secreta, más sorprendente, muchas veces, que la de Jean Valjean o la del jorobado de Notre Dame. ¡Y salvada por un pelo del limbo de los libros nonatos!
Con su carácter fabuloso, mítico, el libro impone formas, estimula, cristaliza, y también condena. Si nos quedamos fuera, dejamos de existir. He sido atacado por personas que creían haberse reconocido en mis textos y por otras que no se habían encontrado en ninguna página ("¿Por qué no me pusiste en tu novela?"). Es por algo que los libros más creativos de la literatura universal tienen como tema el propio libro: los personajes de la segunda parte del Quijote reconocen al Caballero y a su escudero en un camino de España porque han leído la primera parte. La obra de Proust termina cuando el Narrador va a retirarse de la sociedad y va a ponerse a escribir esa misma obra. El tema del libro es la preparación del Narrador para escribir ese libro. En un cuento de Felisberto Hernández, las últimas líneas nos dejan en el momento en que la protagonista femenina, enamorada de un balcón en cuyo interior vivía y que acaba de derrumbarse, de "suicidarse por ella", abre un cuaderno y se dispone a leer una obra en verso titulada: "La viuda del balcón". Es decir, va a comenzar esa historia que nosotros hemos terminado de leer. En buenas cuentas, todo es libro, o conduce a los libros. Más allá de ellos sólo existen las tinieblas exteriores. Los románticos y sus herederos directos, los simbolistas, leían el libro de la naturaleza. El universo era una estructura literaria, un sistema de rimas, de relaciones, de correspondencias. Nosotros, desengañados, postmodernos, finiseculares del siglo siguiente, continuamos, en otro tono, con otros estilos, haciendo lo mismo.