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El escritor y diplomático chileno Salvador Reyes, con su cara distraída, remota, me comentó un día, en alguno de los pasillos del antiguo Ministerio de Relaciones: "¿Te has fijado que en las novelas de ciudades de Edwards Bello casi todo transcurre en otras ciudades y en otros lugares? El chileno en Madrid comienza en Lisboa y ya no sé dónde termina. Criollos en Paris tiene largos pasajes en las salas de juego de Montecarlo. Y el personaje de Valparaíso ocupa dos o tres capítulos en un viaje a Bolivia."
Supongo que en el Ministerio de ahora se habla de cosas más serias, o quizás menos serias. Vaya uno a saber. La literatura, en cualquier caso, no es un conocimiento tan inútil como creen los funcionarios de este mundo. Ahora se habla de nuevo de las relaciones de Chile con Bolivia, nunca fáciles, pero siempre llenas de posibilidades, y yo me digo que releer esos capítulos de la novela de Joaquín Edwards Bello seria instructivo para nuestros diplomáticos. El narrador, con su estilo nervioso, sincopado, rápido, exclama en algún momento que Bolivia es uno de los países más interesantes de América del Sur. Le toca pasar en la ciudad de La Paz el día de nuestra fiesta nacional, el 18 de septiembre, y pregunta por la Legación chilena. Le indican callejuelas que suben. La indicación es un tanto extraña; los barrios acomodados de La Paz se encuentran en los sectores más bajos. De todos modos, el narrador sigue las indicaciones. Se interna por callejuelas de aspecto sórdido. Llega por fin a una casa pintada de verde, exactamente de verde, cuyas persianas y portón están cerrados a machote. Toca el timbre y se demoran mucho en abrir. Le abre, por fin, una mujer bastante maquillada, de aspecto alegre. Ese día no trabajan, explica la mujer, pero tienen fiesta con arpa y con guitarras para celebrar el 18. El narrador, que se parece mucho a Joaquín y que pensaba llegar a la recepción oficial de su legación, no se hace de rogar para incorporarse al jolgorio. Es una celebración en familia, de puertas adentro, y se convertirá en uno de los episodios más simpáticos de ese viaje.
El capitulo no tiene nada que ver, al menos en apariencia, con el problema actual de nuestras relaciones con Bolivia, pero la verdad es que tiene mucho que ver. Eso de que las chilenas hayan ejercido la prostitución en Bolivia y en todos los países de más al Norte es un hecho histórico. En esa casona de los altos de La Paz la ejercían, por lo visto, con gracia y con una especie de complicidad amable de los vecinos. No eran mal miradas, puesto que la gente de la calle le dio las señas al personaje de Joaquín con evidente buena voluntad. A su modo, no eran malas representantes nuestras.
Tengo la impresión de que los chilenos, a pesar de los conflictos históricos, nos acostumbramos muy bien en Bolivia. Sentimos una mezcla de extrañeza, de curiosidad y de comunicación. He caminado por un mercado indígena en el corazón de La Paz, hace un par de años, y he tenido la sensación de una vida enigmática, impenetrable, hasta cierto punto intemporal. Me encontré, a la vez, con una ciudad bullente, nerviosa, animada. Todo el mundo parecía dedicado a algún comercio y la atmósfera general era menos aplastada, menos deprimida, más optimista que la de muchas otras ciudades latinoamericanas. Los chilenos que vi por casualidad, y fueron varios, me dieron la impresión de que estaban a gusto. Me hablaron de sus frecuentes viajes a Arica y Santiago, de sus jóvenes empresas, de sus proyectos. Ese país que desde lejos parece un paréntesis de la geografía, una abstracción, quizás un caso perdido, resultaba muy diferente mirado de cerca. Tenía un dinamismo y una atracción indudables. A la vuelta de una esquina, en la parte baja de la ciudad, se vislumbraba el siglo XXI. Y arriba, después de recorrer unos pocos kilómetros, se encontraba el gran lago mitológico, el Titicaca con sus nieblas, con sus islotes, con sus barcazas de hace siglos. En las faldas de los cerros había grupos vestidos con mantas rojas y verdes, con gorros de todos colores, y que parecían practicar algún rito, alguna ceremonia. Algo sin duda anterior y ajeno a nuestras festividades republicanas. Algo que tenia que ver con ese aire, con los mitos nacidos en esos parajes.
Los problemas diplomáticos casi siempre son intrincados, complejos. Si se pretende andar un poco más rápido, lo más probable es que se retroceda. En esta etapa, da la impresión de que Chile y Bolivia pueden acercarse bastante sin necesidad de restablecer las relaciones diplomáticas formales. El comercio está en plena expansión y hay proyectos interesantes de inversiones chilenas en el altiplano. El tema de la salida al mar, sin embargo, es ultrasensible, irrenunciable para Bolivia y endiabladamente complicado para nosotros, puesto que también entran en juego nuestras relaciones e incluso nuestros tratados con el Perú. ¿Tenemos que seguir entrampados, sin embargo, en las secuelas de una guerra del siglo XIX, en un anacronismo?
La visión de los escritores sirve a veces para ayudar a cortar los nudos gordianos. Sospecho que el Ministerio de hoy, con todos sus "expertos’, lo ignora. En la literatura chilena hay momentos frecuentes de fascinación con los enigmas de la vida boliviana. Ramón Sotomayor Valdés se quedó con la boca abierta, entre deslumbrado y espantado, frente a los delirios del dictador Melgarejo, definido por los historiadores de su país como el gran "caudillo bárbaro". La historia de su misión en Bolivia es uno de los mejores libros de nuestro siglo XIX. Uno de sus secretarios, que también describió ese periodo de convulsiones terribles, fue Carlos Walker Martínez. Otro que vivió en Bolivia en su juventud, como secretario de la legación, y que dejó un diario de su residencia todavía inédito fue Ventura Blanco Viel. Esos chilenos tenían prejuicios de todo orden, pero observaban con vivacidad, con los ojos muy abiertos, con auténtico asombro. Era un mundillo en que los señorones se enviaban platos de una casa a la otra, con acompañamiento de versos alusivos, y en que las fiestas de carnaval duraban una semana. Para uno de esos carnavales, el presidente Hilarión Daza se había encargado a Europa un traje de arlequín en seda, lo que se llamaba entonces un domino. Al comenzar la fiesta, después de la segunda o tercera copa de ponche a la romana, recibió un telegrama que le comunicaba que las tropas chilenas habían ocupado Antofagasta, el principal puerto boliviano de esos años, hoy chileno. Se lo echó al bolsillo y lo sacó a relucir en su consejo de gabinete una semana después. Depois do carnaval, como dice la samba. ¡No se podía perder el dominó llegado de Europa! Ellos, los bolivianos, tenían la euforia, el sentido de la celebración y del rito, quizás la alegría de vivir. Nosotros, la astucia, la ambición, la mirada fría. Ambos, y con nosotros toda la comunidad de países hispánicos, ganaríamos si nos entendiéramos mejor, si alcanzáramos alguna forma de síntesis, alguna influencia recíproca.