38085.fb2
En Europa se sienten mejor que aquí las semejanzas entre el momento actual y el fin del siglo XIX. Hay una resurrección del gusto estético de aquella época, visible sobre todo en el cine, en la pintura, en la decoración y hasta en la moda femenina. El arte olvidó la depuración de las líneas modernas para recuperar el barroquismo y las sombras finiseculares. Los arcos de hierro de las entradas del Metro de Paris, extrañamente anacrónicos hace algunos años, volvieron a ponerse al día. Los restaurantes se llenaron de lámparas con flecos rojos y sillas de Viena.
El auge del espíritu anarquista, que se ha manifestado en todas partes en las rebeliones estudiantiles, es otro punto de contacto con el fin de siglo. Conrad en Inglaterra y algunos autores rusos dejaron descripciones maestras de los círculos anarquistas y terroristas que florecían en Europa en ese periodo. Si se lee hoy El agente secreto, de Conrad, se descubre con sorpresa que es una novela completamente actual. Seria fácil transformarla en un gran film de ambiente contemporáneo sobre el extremismo de izquierda y el espionaje internacional. Conrad se basó, sin embargo, en un atentado ocurrido en Londres en 1894.
La disidencia de finales del siglo XIX y la de ahora tienen más de algo en común. Hace tiempo que las teorías sobre una literatura y un arte comprometidos cayeron en relativo desuso. Los argumentos que esgrimía Sartre hace más de veinte años empiezan a resultar añejos. Se respeta a Sartre como se respeta a los clásicos, pero la corriente más vigorosa de la crítica sigue otros caminos. Y estos caminos bordean, curiosamente, el culto del arte por el arte que predominó cerca del novecientos.
Wilde y su "apostolado de la belleza" están otra vez de actualidad. Últimamente se han publicado en Francia tres o cuatro monografías importantes sobre él, y, en especial, sobre su proceso. Tampoco está lejos, entre nosotros, Rubén Darío.
Mientras la literatura comprometida y el realismo socialista desembocaron en un conformismo lleno de beatitud, el culto de la belleza formal, tal como se lo plantea hoy, contiene los gérmenes de un nuevo desafío contra la máquina, contra la organización burocrática, contra todos los aspectos opresivos de la vida moderna. Sin duda que es una respuesta parcial, pero no creo que se la deba descartar por completo. Por eso la condena en bloque, por Vargas Llosa, de la novela europea de hoy, a la que acusa de formalismo y, más que nada, de frivolidad, me parece excesivamente esquemática. Por lo menos en el caso de algunos de los autores más representativos. En realidad, no es tan fácil describir los rasgos que distinguen a la novela latinoamericana actual de la europea. Pienso que Cortázar está mucho más cerca de Robbe-Grillet o de Kafka que de su coterráneo Ricardo Güiraldes.
El insolente apostolado estético de Wilde fue una forma de insurrección contra la sociedad puritana y capitalista en que le tocó vivir. "Su caída fue saludada con un aullido de regocijo puritano" escribió en 1909 James Joyce, otro irlandés disidente. El experimento literario y humano de Wilde fue un reto lanzado a la sociedad victoriana. Por eso lo condenaron, no por su anormalidad sexual, que en el Londres de entonces, bajo severas capas de hipocresía, era casi tan frecuente como en el de ahora. Fue la condena de un escritor rebelde, más que la de un pervertido. Hoy se sabe que las autoridades inglesas, antes de emitir la orden de arresto, hicieron todo lo posible para convencerlo de que abandonara el país.
Wilde pagó caro su desafío. "Bandas blancas ocultaron su nombre en la cartelera de los teatros -escribe Joyce-. Sus amigos lo abandonaron. Sus manuscritos fueron robados, mientras él hacia en la prisión un recuento doloroso de dos años de trabajos forzados. Su madre murió en la oscuridad. Su esposa murió. Fue declarado en bancarrota y sus bienes se vendieron en subasta pública. Le quitaron a sus hijos. Cuando salió de la prisión, rufianes a la orden del noble Marqués de Queensberry lo esperaban emboscados. Fue perseguido de casa en casa como los perros persiguen a un conejo…"
Tanto en los laberintos narrativos de Robbe-Grillet como en los juegos formales de Cortázar hay un reto al conformismo y a la pereza mental del lector común, del "hipócrita lector" de que hablaba Baudelaire. Un reto que se puede emparentar en sus propósitos con el de Wilde, pero que tiene consecuencias muy diferentes. Entre el fin de siglo y nuestros días la sociedad burguesa aprendió a asimilar a sus retadores y a convertir sus obras en artículos de consumo. Los objetos surrealistas que escandalizaban a los burgueses de 1920 entraron a ocupar el sitio de honor en los salones de sus nietos. La peor derrota del surrealismo consistió en su victoria social. La literatura y el arte, pasaron a ser actividades impunes. Por eso Sartre deja de escribir novelas y los jóvenes intelectuales universitarios proceden a reemplazar la violencia verbal por la violencia física.