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Vagabundos y colegiados

Ahora resulta, de acuerdo con el proyecto de Ley de Prensa que ha llegado al Congreso, que será necesario estar colegiado y tener, supongo, cartón y patente de periodista para escribir en los diarios. No me cabe la menor duda de que será un retroceso de nuestra cultura y una limitación de nuestras libertades. Será posible todavía, me imagino, publicar una columna de opinión, pero el resto del espacio estará manejado por huestes disciplinadas y registradas. La imaginación, el conocimiento, el talento, el uso del lenguaje, pasarán a ser valores secundarios. El principal será un cartón, un número, un carné con su fotografía y sus timbres institucionales. ¡Qué retroceso, qué invitación a la mediocridad redactada y en letras de molde!

He pensado en casos antiguos, en periodistas clásicos. ¿Estaban colegiados Alone, Tito Mundt, Luis Hernández Parker, Joaquín Edwards Bello? A lo mejor sí, al final de sus vidas, pero seguro que no en los comienzos. Puede que Lenka Franulic terminara por estar colegiada, pero que se habría reído de este asunto de la colegiatura, sin duda que se habría reído. Y don Vicente Pérez Rosales, cuya vida osciló siempre entre la severidad, la lucidez y la picardía o la picaresca, ¿qué habría dicho?

O el periodismo es una forma de la expresión literaria, o es un arte, además de una técnica, o no es nada. La gran literatura latinoamericana de estos años ha estado llena de escritores periodistas: Vargas Llosa, García Márquez, Guillermo Cabrera Infante y un largo etcétera. Ya conocemos en detalle, a través de las confesiones de El pez en el agua, las experiencias del Vargas Llosa de 16 años de edad como reportero del diario La Crónica de Lima. García Márquez esperó largo tiempo en Roma, como corresponsal de un diario de Colombia o de Venezuela, la muerte de un Papa. Alejo Carpentier estuvo durante años ligado a la prensa de Venezuela. Germán Arciniegas y Arturo Uslar Pietri son escritores periodistas. ¿Habría podido alguien exigirles la colegiatura antes de publicarles un articulo? Creo que la iniciativa legal es anacrónica, anticuada, desfasada. Si usted ha recibido un titulo de alguna de nuestras escuelas de periodismo y por añadidura está colegiado, existe una vaga presunción en el sentido de que puede escribir o participar con un mínimo de eficacia en eso que llaman "los medios". Una presunción frágil, que se confirmaría si usted pudiera demostrar, además, alguna dosis de talento. Pero ninguna escuela y ningún diploma podrán evitar, si usted no tiene dedos para el piano, que mate de aburrimiento a sus lectores.

La escuela puede dar técnicas, datos, manejo de archivos y de fichas, conocimientos, pero hay un elemento añadido, imponderable, que resulta de la combinación de la práctica, del esfuerzo continuado, con el don, con la sensibilidad, que no se aprende en ninguna escuela, y que en algunas escuelas se desaprende.

¿Qué habría dicho el Doctor Johnson, el fundador en la Inglaterra del siglo XVIII del periodismo moderno, de este curioso proyecto de ley, que parece sacado de una gaveta de la década del cincuenta? El Doctor Johnson escribía en una taberna de Londres, rodeado de amigos, bebiendo cerveza. Un niño de los mandados esperaba para correr con los papeles a una imprenta cercana. Así se producía en cada número The Rover (el vagabundo, el errante, el pirata), uno de los primeros diarios de la Inglaterra del Siglo de las Luces. ¿Qué humorada formidable habría inventado el célebre Doctor si le hubieran pedido que se colegiara antes de publicar esos papeles? ¿Y se imaginan ustedes a Mariano]osé de Larra, el Pobrecito Hablador, como se definía a si mismo, el gran articulista de la España del siglo XIX, de periodista colegiado?

Guardemos el sentido de las proporciones. Los estudios formales, la colegiatura, son un antecedente favorable, una parte no desdeñable de un currículum, pero no pueden impedir que una persona observadora, creativa, que sabe manejar el idioma y que sabe, sobre todo, ver, funde un diario o una revista, se exprese por escrito con libertad, hable en una radio. Pretender controlar esta expresión, canalizar la palabra, el pensamiento, por medio de disposiciones reglamentarias, es un verdadero atentado. Es contrario a la libertad y contrario, más que nada, a la creatividad. Parece que alguien, desde algún recinto enigmático, decretara: somos grises y mediocres, seamos, por lo tanto, más mediocres y más grises. Me imagino un destacamento de periodistas uniformados, computarizados, controlados, y veo en un telón de fondo la risa sarcástica de Johnson, la sonrisa amarga de Larra, la ironía de Pérez Rosales. En una de sus vertientes, la aventura literaria moderna está conectada con el periodismo. Azorín y Unamuno siempre escribieron en la prensa española y latinoamericana. José Ortega y Gasset alcanzó a contarle a mi amigo Arturo Soria que cada artículo que redactaba para El Sol de Madrid le daba unos dolores de cabeza "de miedo". Era, además de filósofo, un periodista aplicado, lento y sobresaliente. Hemingway fue corresponsal de guerra, como Rubem Braga, el mejor de los cronistas contemporáneos de la lengua portuguesa, que vivió entre nosotros y que nosotros, en nuestra prolija y habitual ignorancia, desconocemos. Después de la segunda guerra, con los dólares que había ganado en el frente de Italia junto a la FEB (Fuerza Expedicionaria Brasileña), Rubem se radicó en un hotelito del Barrio Latino de Paris y escribió un libro de crónicas que se ha convertido en un clásico del Brasil, A borboleta amarela (La mariposa amarilla). Sospecho que no estaba colegiado, pero es posible que me equivoque. Después del golpe de 1964 en su país, un general lector suyo intervino para que la policía política no lo molestara. Su habilidad para describir escenas militares en sus crónicas de guerra se había convertido en un escudo.

Tito Mundt, en Paris, aporreaba una maquina de escribir vieja en la oficina del lado de la mía en el caserón de la avenida de la Motte Picquet. Una vez lo sorprendí escribiendo la crónica de las festividades del 14 de julio el día 13 por la tarde. Hablaba de una mañana de sol radiante. "¿Y si llueve?", le pregunté. "¡Quién va a saberlo en Chile!", exclamó Tito, y continuó aporreando su máquina. Eran picardías, pero quedaban escritas con gracia. Y eran picardías más bien inocentes.

¿Alguien se atrevería a exigir que Rubem Braga, que Tito Mundt, que Ernest Hemingway, los de ayer y los de ahora, si es que esa especie humana todavía se repite, sean periodistas inscritos y reglamentados? Creo que nuestros parlamentarios deberían reflexionar un poco y votar en contra. En nombre de la cultura, de la cordura, y también, por que no, de las libertades.