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Querellas nuevas y antiguas

Me llegan los ecos de un encuentro de literatura chilena en Nueva York y compruebo que la querella generacional, con sus habituales características de parricidio, se renueva y a la vez se repite, aunque ahora, quizás, con menos elegancia y con argumentos teóricos más primitivos que los de antaño. No es que haya decadencia intelectual. Lo que hay es una presencia mayor, más urgente, del mercado librero, factor que antes prácticamente no influía y que no deformaba, por lo tanto, la visión puramente literaria, estética, de las cosas. Yo recuerdo mi primera salida a la palestra, allá por el año 1952, acompañada de una polémica que no preví, que me sorprendió a mí más que a ningún otro. En un programa de radio del PEN Club me preguntaron por mis lecturas. Kafka, respondí, William Faulkner, James Joyce, Thomas Mann. ¿Y los chilenos?, dijo el entrevistador. ¿Los chilenos? Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Maria Luisa Bombal, Manuel Rojas… Muy bien, insistió el entrevistador, Mario Espinosa, otro de los narradores jóvenes de aquellos años, pero ¿y los demás chilenos: Mariano Latorre, Luis Durand, Fernando Santiván, Eduardo Barrios? Insistió con tenacidad, con una especie de energía socarrona, perversa, y yo, con toda la ingenuidad de mis veinte años, sin sospechar que la diplomacia también se necesita en la profesión literaria, contesté que esos autores no me interesaban. "¡No le interesan!" "No me interesan nada". Estaba dispuesto, incluso, a explicar por qué no me interesaban, pero Mario, que era buen amigo y que había decidido, por sí y ante sí, tomar a los escritores nuevos bajo su protección, optó por cambiar de tema.

Mario Espinosa conocía bien a sus mandantes. Pronto comprendí que tenía sobradas razones para tratar de protegerme. A los pocos días recibí una andanada de grueso calibre. Un viejo escritor declaró en público que yo era un afrancesado, lleno de "olímpico desdén por lo nacional", un rara avis, puesto que hacia ostentación de mi desprecio por la literatura en la que aspiraba a insertarme… La verdad es que yo no me había puesto a escribir con el propósito de insertarme en nada. Escribía para escribir, leía para leer. Además, las obligaciones escolares me habían inculcado un prejuicio: sólo era capaz de interesarme de un modo auténtico, profundo, apasionado, en los autores y los libros que descubría por mi propia cuenta, desde el Neruda de Residencia y el Vicente Huidobro de Altazor hasta el Faulkner de Mientras yo agonizo. Mi defensor de aquellos años, Ricardo Latcham, lo dijo con claridad, con un sentido convincente de las libertades intelectuales, que están por encima de los programas escolares y de los nacionalismos.

La defensa de Latcham en el PEN Club de 1952 me sirvió para seguir el curso de mis lecturas y para desarrollar mi escritura sin sentirme demasiado presionado. Nunca pensé que estuviera lanzado a una carrera de obstáculos. Nunca creí que el fin del trabajo literario consistiera en desalojar de sus sitiales a otros escritores para colocarse uno. Ni siquiera busqué, como dije, la inserción en ninguna parte, en ninguna lista, en ninguna enciclopedia, y los espejismos del mercado simplemente no existían. Por lo demás, ese desarrollo tranquilo de mi tarea me permitió descubrir en diferentes etapas, a lo largo del tiempo, a muchos de los escritores a quienes había negado en aquellos comienzos. Un buen día tuve que admitir que los cuentos de Luis Durand, que había visto en las vitrinas de la librería Nascimento desde que tenía uso de razón, eran verdaderamente dignos de leerse, aun cuando su escritura tuviera más relación con Maupassant que con Faulkner o Cesare Pavese. Otro día me encontré enfrascado, sin excesivo entusiasmo, pero con interés, en las páginas de Un perdido de Eduardo Barrios. Un ejemplar de Cuentos del Maule dedicado por Mariano Latorre "a don Pedro Prado" y encontrado en una librería de la calle San Diego me condujo a una parcial reconciliación con el criollismo.

Las querellas, las generacionales y las otras, son indispensables, pero las revisiones y las consiguientes reconciliaciones también. La verdadera lectura es siempre creativa, cambiante, curiosa, renovadora y redescubridora. Sin este ingrediente imprevisible no existe vida literaria válida; sólo existe la rutina y el aburrimiento. En una mesa de café, hace pocos días, un amigo distraído olvidó un ejemplar de La chica del Crillón de Joaquín Edwards Bello. Edwards Bello, el gran "inútil" de mi familia, era otro de los novelistas que yo condené al infierno en mis inexpertos veinte años. ¿Qué sucede hoy día cuando leemos La chica del Crillón, novela del año 1935? Otro personaje distraído de nuestras antiguas tertulias, Juan Tejeda, había inventado para si mismo un epitafio terrible: "Quiso ser escritor, llegó a ser escritor chileno." ¿Tendríamos que aplicar este epitafio a Luis Durand, a Fernando Santiván, a Edwards Bello? La chica del Crillón tiene un estilo incisivo, nervioso, ácido, siempre divertido. Sirve más para conocer el Chile de la década del treinta, el de después de la crisis y el de la decadencia del salitre, que centenares de estudios y tratados históricos. Me hace pensar ahora en cierta literatura francesa de segunda fila -Paul Bourget, Claude Farrère-, pero con un ingrediente crítico, áspero, irreductible, que la hace más interesante, que la acerca, quizás, a la prosa de Pío Baroja. El defecto principal de la novela, en mi opinión, tiene que ver con la mirada narrativa, con el punto de vista. Se supone que el protagonista femenino, Teresa Iturrigorriaga, le ha entregado un diario suyo al autor. El problema es que a veces escuchamos la voz de Teresa, un buen invento novelesco, pero de cuando en cuando interfiere la del cronista y ensayista inconfundible que es Edwards Bello. La más o menos frecuente intromisión del autor, bajo el subterfugio del diario femenino, suele romper el ritmo, la atmósfera.

A pesar de todo, después de casi sesenta años, la novela es enteramente fresca, amena, atractiva. Uno llega a la conclusión además, de que la insolencia, el modo directo, la mala uva de Edwards Bello, de estirpe barojiana, son ahora, en nuestra sociedad pacata, abrumada por la dudosa virtud de la prudencia, elementos revulsivos que hacen una falta enorme. El prologuista, de cuyo ejemplar conseguí apoderarme, cuenta que cuando Joaquín, en 1941, vio la película basada en su novela y filmada por Jorge Délano, declaró de inmediato a la revista Ercilla: "Es el mamarracho más grande que se ha rodado en Chile". Ahora ya nadie dice estas cosas. Hemos perdido esa ingenuidad francota, la misma que atacó a Jorge Délano y que exasperó a los señores del PEN Club. Creo que la hemos perdido para mal.