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La única sociedad a que pertenezco es la SECH, Sociedad de Escritores de Chile. Después de algunos años de experiencia, he adquirido la práctica de evitar sus reuniones del modo más sistemático posible. Los escritores asociados secretan venenos peligrosos. Ocurre aquí y en todas partes. El chisme literario es el tema central de la conversación. Y yo creo que los escritores no deben alimentarse exclusivamente de libros y, mucho menos, de la compañía de otros escritores. Edwards Bello aludía a esto, en forma muy criolla, al decir que las vacas no deben alimentarse con leche para producirla. El novelista que no se dedica a otra cosa que a las novelerías y a la lectura de novelas está perdido. Ya veo que alguno de nuestros pedantes nacionales saca a relucir la teoría del "espacio literario", última moda francesa, pero no me inquieta demasiado el asunto.
Lo anterior no supone una crítica de mi parte a Luis Sánchez Latorre, que ha emprendido la tarea titánica de presidir durante un año los destinos de la SECH. Pero después de ver una exposición en el Instituto Chileno-Británico de Cultura, he llegado a la conclusión de que prefiero pertenecer a la SOCH. La SOCH es la Sociedad Ornitológica Chilena. Su exposición de pájaros nativos y exóticos, que por desgracia sólo permaneció abierta una semana, es una de las más bellas y estimulantes que me ha tocado ver en Chile en los últimos años. Ahí aprendí algo sobre la inagotable nomenclatura de colores de los canarios: los del grupo Ágata, divididos en Ágata Limón Intenso, Limón Nevado, Dorado Intenso, Dorado Nevado, Rojo Intenso, etcétera. Los del grupo Amarillo, Naranjo Rojo, Blanco, Mosaico, Marfil, Cobre, Canela, Isabelino, Mosaico, Pastel, Ópalo y varios otros. Vi la Loica chilena y peruana; el Mirlo, especie extinguida; el Diamante Mandarín, la Estrellita de Santa Elena y muchos mas, sin contar las caturritas onduladas, cuya variedad es casi tan grande como la de los canarios. Todo con un fondo de gorjeos, de trinos y de exclamaciones infantiles que aumentaba la alegría del espectáculo.
Ahora recuerdo y comprendo, en forma retrospectiva, una anécdota que Acario Cotapos cuenta siempre. Dos juristas se encuentran en un Congreso Internacional de Ciencias Penales. Si la memoria no me falla, uno de ellos era Jiménez de Asúa. Después de los sesudos debates, el primer jurista explica que además es ornitólogo. "¡Alma hermana! -exclama el otro-; yo soy entomólogo". Ahora comprendo, como digo, esta exclamación que antes me parecía tan extravagante y cómica. La afición a los pájaros y a los insectos seguramente crea sentimientos de verdadera solidaridad. La pasión de las letras, en cambio, suele desunir. La historia de las guerras literarias hispanoamericanas seria larga y penosa. Produjo algunos versos maestros, pero muchas amarguras y varias ridiculeces.
Recomiendo a los escritores, como sistema de psicoterapia y como experiencia utilísima para la creación, el cultivo de la ornitología, de la entomología o de otra ciencia similar. Propongo a Luis Sánchez Latorre que establezca un vínculo permanente entre la SECH y la SOCH. Aunque temo que con esto se le haga un flaco servicio a la última de las instituciones nombradas.
La vinculación no es tan arbitraria como algunos podrían imaginar. Hace poco leí que Vladimir Nabokov, uno de los mejores narradores contemporáneos, es gran especialista en mariposas. Durante épocas de pobreza, la entomología profesional lo ayudó a ganarse la vida. Escritor ornitólogo es mi amigo Rubem Braga, gran poeta y cronista del Brasil. En su pequeño departamento de Ipanema, en Río de Janeiro, había siempre un pájaro negro, cuyo nombre no recuerdo, que sostenía todas las mañanas interminables conversaciones con el dueño de casa, y que comía en su mano. De todos los escritores que conozco, Rubem Braga es el más ajeno a las disputas literarias y a las batallas de café.
Creo que el vicio de la envidia, que se da con tanta fuerza en el gremio literario y que es el peor de los legados que nos dejó España, proviene de nuestra pobreza, de una sensación de que falta lugar para todos, que es propia de países pobres. Por eso sugiero como antídoto la ciencia de los pájaros o de los insectos, cuyo espacio es el aire infinito o la naturaleza sin límites.
Una pequeña acotación: en Chile tenemos el prurito provinciano de las comparaciones. Nuestros novelistas no están a la altura de los del Perú o de Colombia; nuestro boxeo no tiene rango internacional, a no ser que Stevens… La admiración histórica de todo lo que tiene consagración internacional y el menosprecio a priori de lo que se crea en Chile son dos caras de una misma medalla, de una misma incapacidad de crítica. Pues bien, que sepan los lectores que en el Octavo Campeonato Mundial de Ornitología, celebrado en Sao Paulo, Brasil, una codorniz californiana, criada y presentada por un miembro de la delegación chilena, obtuvo el título del mundo.
Con respecto a Stevens, vi su pelea con Jiménez y pienso, sin ser tampoco un especialista, que no va mal encaminado. En cuanto a los narradores, hay que esperar que pase la ola de los discursos y de los encuentros y dejarlos, por fin, que escriban.
La mediocridad en la política
Mis amigos intelectuales se quejan a menudo de la mediocridad de la política española, del hecho de que las alternativas reales sean limitadas, de que los cambios sobrevenidos después del franquismo sean, en definitiva, mucho menos profundos y espectaculares de lo que habría podido esperarse. El Parlamento es una novedad, pero todos saben que los verdaderos debates se realizan fuera de la tribuna parlamentaria y que los únicos aspirantes a oradores, hoy día, son los dirigentes de las minorías que han quedado fuera del "consenso", esa palabra mágica que parece resumir la situación general incluso en aquellos aspectos de medianía grisácea que tanto irritan a muchos de mis amigos. La oratoria de las grandes figuras del pasado, la de las replicas y las interrupciones célebres, recogidas por el anecdotario histórico, no ha vuelto a repetirse en España. Y han resurgido, por otra parte, los gestos, los emblemas, las canciones y los símbolos de una época revolucionaria, las manos empuñadas y las banderas rojas, pero nadie parece seriamente interesado, al menos por el momento, en que toda esa parafernalia alcance algo mas que una significación simbólica.
Ahora bien, sabemos que esto del consenso no sólo es una premisa fundamental de la España del postfranquismo. Todas las democracias europeas funcionan gracias a un consenso mínimo, alcanzado hace tiempo y que proporciona un marco dentro del cual transcurre la vida política. Incluso en Francia, en las elecciones parlamentarias recientes, la izquierda procuraba demostrar que su triunfo no implicaría un trastorno completo del sistema, en tanto que la derecha señalaba que la aplicación del programa común provocaría inevitablemente, a través de la lógica implacable de los hechos económicos, una situación revolucionaria. Berlinguer, con su tesis del "compromiso histórico", ha reconocido desde hace ya cinco años que en Italia es imposible gobernar sin un consenso mínimo. Para el jefe comunista italiano, ni siquiera una futura mayoría matemática seria suficiente para que los comunistas entraran al poder en Italia sin acuerdo de los democratacristianos.
En países como Inglaterra o Suecia, el consenso tácito y mínimo que permite el buen funcionamiento del sistema, con sus alternativas conservadoras y socialdemócratas, es todavía más evidente. En Inglaterra, la excesiva uniformidad social alcanzada por la vía de la socialdemocracia empieza a producir cansancio tributario y cierta nostalgia de los regímenes "tories". En Suecia, por el contrario, la inexperiencia de la actual coalición gobernante, coalición demasiado heterogénea y frágil, anuncia un probable regreso de los socialistas, que habían permanecido en el poder demasiado tiempo y que en estos años de oposición han tenido la oportunidad de renovarse y de hacer su autocrítica.
Mis amigos intelectuales suelen ser contradictorios. Aspiran a que España se integre en Europa y a la vez se sienten decepcionados por el carácter gris, por la frialdad, por el exceso de racionalidad y la ausencia de brillos románticos que supone una política de estilo europeo. A pesar de lo que ellos dicen, creo que la aparente mediocridad de la actual política española no es un mal síntoma. En mi país, en Chile, durante la experiencia de la Unidad Popular, experiencia mirada con tan universales simpatías por los intelectuales de todas las latitudes, lo que faltaba precisamente era el consenso mínimo que hubiera podido evitar la crisis del sistema. Se quiso realizar una experiencia revolucionaria desde una minoría de votos y sin haber buscado un acuerdo con una de las fuerzas políticas decisivas del país, la democracia cristiana. En esta forma, el Gobierno de Allende, que en sus orígenes había presentado un programa socialdemócrata, un proyecto de economía mixta no demasiado diferente al que acaba de esbozarse en los artículos económicos de la nueva Constitución española, terminó arrastrado por fuerzas centrifugas, de manera que los gestos y los símbolos, junto con invadir las calles y la prensa, empezaron a transformarse rápidamente en realidades conflictivas: tierras y fabricas ocupadas, minas extranjeras nacionalizadas sin pago de compensaciones, etcétera.
Ahora recuerdo a los intelectuales que desfilaban por mi oficina de la Embajada chilena en Paris, vibrantes, jubilosos, dispuestos a prestar su apoyo activo a una política que por fin había dejado de ser mediocre, a una política que se había olvidado de los fríos cálculos del racionalismo europeo, y pienso que esa ingenuidad, ese romanticismo, nos ayudaron bastante poco. Vino el contragolpe, el reflujo de la ola revolucionaria, y esos amigos cambiaron el entusiasmo por la indignación. Está muy bien. Su indignación consiguió reprimir muchos abusos, muchos atropellos. Pero a veces me pregunto si esos amigos, además de pasar del entusiasmo a la indignación, han comprendido algo. Cuando veo que se lamentan de la mediocridad del consenso, de las servidumbres inevitables de la joven democracia española, me asaltan algunas dudas.