38096.fb2 En busca de Buda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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12

Helena había soportado estoicamente la misa de exorcismo por octava vez antes de retomar sus costumbres como si no hubiera pasado nada. Se había enterado con alegría de la partida de Ossipov. A partir de ahora, no tenía verdaderos enemigos en Saratov.

– ¡Vuelva aquí, señorita Von Hahn!

La voz de la señora Peigneur se perdió con el viento del este. Helena corría hasta perder el aliento para llegar junto a sus amigas. El círculo de vestidos con volantes se cerró a su alrededor en el momento en que se precipitaba riendo en los brazos de la morena Natacha.

– ¿Has podido escabullirte fácilmente?

– Con la francesa siempre es fácil. Vosotras no podéis decir lo mismo. Vuestras institutrices están siempre a menos de cincuenta pasos de vosotras -dijo ella lanzando una mirada crítica a las dignas damas sentadas en los bancos del parque favorito de los habitantes de Saratov, que llegaba hasta el castillo de los Von Hahn.

Helena se sentó en la hierba olorosa; las señoritas de la nobleza estaban ansiosas por escuchar sus fantasiosos discursos y las noticias del más allá.

– Tendrás cinco hijos, Natacha.

Natacha enrojeció tras escuchar esta repentina e íntima predicción. Las otras chicas, boquiabiertas, se cruzaron miradas risueñas y se acercaron a Helena para intentar desvelar los secretos ocultos tras el gris azulado de sus ojos.

Helena no podía explicar por qué tenía visiones en un determinado momento. Era un hecho: de repente, entraba en un estado de clarividencia. Descubrió fragmentos de sus vidas futuras. Las imágenes se sucedían entrecortadas, en un desorden indescriptible, y la princesa procuraba quedarse con los episodios remarcables. Las pequeñas bebían sus palabras con un estremecimiento. A una le anunció la muerte de un tío en Moscú; a la otra, un viaje muy largo a través del país de las pieles y su instalación en Iakutsk.

– Tú, Vera -le dijo a su hermana-, vivirás en Pskov y publicarás artículos en un periódico… Qué extraño nombre para un diario: El Jeroglífico

Todo empezó a dar vueltas. Después volvió al presente en una atracción vertiginosa. Se sintió aspirada a los pasillos del tiempo. Unos rostros excitados se inclinaban hacia ella, le suplicaban «¡otra vez!», pero la conexión se había roto definitivamente. La chiquilla de ojos grises se sintió de repente cansada, como si hubiera recorrido treinta verstas a caballo. La invadió un triste desánimo. ¿Qué podía hacer entonces? Volver junto a la señora Peigneur para evitar un castigo. Pensaba en la interminable lección de francés cuando reparó en los mirlos posados sobre la rama de un árbol. Su inmovilidad le dio una idea.

– ¡Venid! -dijo recobrando su buen humor.

La iniciativa fue recibida entre gritos de alegría. Las señoritas echaron a correr hacia el castillo, a pesar de las llamadas de las institutrices y de las niñeras enredadas en sus vestidos y faldas.

– ¡Más rápido! -gritó Natacha para animarlas-. ¡Más rápido! ¡Debemos dejarlas atrás!

Consiguieron poner unos cuantos árboles y setos entre ellas y sus vigilantes y penetrar sin llamar la atención en las cocinas.

– ¡Silencio! -dijo Helena.

Como había previsto, a aquella hora no había nadie. Se pusieron de puntillas en la sala abovedada que estaba llena del apetitoso olor de la sopa de remolacha.

– No tengáis miedo -murmuró ella-. Con mis artes he encantado el castillo.

Vera le cogió la mano a Natacha y la apretó muy fuerte. Por los suspiros que se escapaban, Helena comprendió que dirigía una tropa de miedosas.

– Me parece que… os voy a esperar en el parque -masculló Tania, una niña gorda, rubia y mofletuda.

– ¡Está bien, quédate donde estás! -dijo Helena retomando su progresión.

Tania vaciló, después siguió a la fila. Estaba al borde de las lágrimas. Por experiencia, sabía que Helena iba a asustarlas. En el primer piso, tras una señal de su guía, las chicas doblaron sus precauciones. Se sonrieron tímidamente y se deslizaron en silencio. Tras una puerta entreabierta, la abuela Von Hahn, en su cama, dormía entre ronquidos, pegada a un gran cojín, con el mentón apoyado sobre el encaje calado de su cuello. Un libro apenas empezado reposaba sobre sus rodillas.

– Podemos pasar -susurró Helena, que comenzó a subir la escalera.

El museo zoológico se había habilitado en el ala izquierda del segundo piso. Un pasillo oscuro llevaba a él. En las paredes estaban colgados los retratos de los ancestros Von Hahn.

– Nos están observando -dijo Helena, en un tono malicioso, a sus amigas.

Las jóvenes exploradoras del castillo encantado tenían realmente la impresión de que aquellas miradas polvorientas las seguían. Esos severos personajes fijados de forma académica al óleo en los lienzos les provocaban miedo.

– Empecemos la visita -dijo Helena empujando los dos batientes de una pesada puerta de roble marcada con el blasón de los Von Hahn.

Las niñas se quedaron boquiabiertas. El esqueleto gigantesco de un animal prehistórico reinaba en medio de un montón de huesos y troncos fosilizados. El monstruo de colmillos tan largos como sables las miraba con sus órbitas vacías.

– ¡Ése no nos va a devorar enseguida, a menos que le pida que se reencarne!

Tania no era de la misma opinión. Aquella bestia podía ignorar la autorización de Helena. Creía que aquel saurio iba a saltarles encima a pesar de los cables de hierro que lo sujetaban al techo y las estacas que mantenían sus patas. El pájaro horroroso de más allá, el dimorphodon, ¿no estaba a punto de lanzarse sobre el grupo? Cúbitos de todos los tamaños anunciaban malos presagios. Los omóplatos grisáceos de bordes carcomidos por los parásitos la asqueaban. No era la única de la que se apoderaba el terror. Sus compañeras estaban temblando. Todo sugería la muerte y el Infierno: los bordes cortantes de las mandíbulas, las garras arañando el suelo, el olor en aumento de la lenta podredumbre de esa colección antediluviana.

Tania quiso gritar, pero la mano de Helena le tapó la boca.

– No es necesario despertar a toda la casa… La visita no ha acabado. ¿Quieres seguir o nos vamos?

La perspectiva de desandar todo el camino sola a través de los oscuros caminos hechizados por los ancestros de Helena era una prueba que no se veía capaz de superar.

– ¡Decídete! -le espetó Natacha, impaciente.

Tania murmuró unas palabras de aceptación. La banda de lazos y trenzas se perdió en la sala siguiente. Medía cuarenta pasos de ancho por veinte de largo. El techo se perdía en la oscuridad. Estaba repleta de centenares de animales disecados. Aunque familiares, aquellas bestias peludas, con plumas o escamas, no tranquilizaban a las visitantes. Los pájaros encaramados en los palos estaban en primer plano. En la penumbra, los ojos de cristal de los halcones, de las águilas pescadoras, de los búhos, de los cuervos y de los periquitos tenían un brillo extraño. Un gran cóndor con las alas desplegadas sujetas con unos hilos, y que agarraba a un conejo con el pico, se puso a moverse bajo el efecto de una corriente de aire. El valor del grupo flaqueaba. Helena no hizo nada para subirles la moral a sus amigas. Al contrario…

– Cuando alguien es malo -explicó ella-, se reencarna en el cuerpo de una especie inferior. Está escrito en los libros, se llama metempsicosis. Algunas veces, vengo aquí de noche y me cuentan su vida de otra época.

– ¡Mentirosa!

Tania se rebeló. Estaba harta. Admitir esas tonterías implicaba hundirse un poco más en el horror. Era la única que resistía. Pero ¿durante cuánto tiempo más podría hacerlo? La mirada ardiente de Helena se acercó a la suya. Sintió que su voluntad flaqueaba. Helena repuso:

– ¿Os he mentido alguna vez? ¿Acaso no se ha cumplido todo lo que he predicho? ¿No oyes aullar a las almas prisioneras en sus cuerpos disecados a tu alrededor? Escúchalos, Tania. Mira ese simio; hace mucho tiempo era un ladrón en la ciudad de Palmira; y ese lobo, mucho antes de que naciera tu abuelo, tenía la apariencia de una mujer muy bella, pero infiel, a la que estranguló su marido celoso. Conozco la historia de todos, me hablan durante horas. Algunas veces me muestran los lugares en los que han vivido. ¡Sobre todo ése! -añadió alargando bruscamente su índice en dirección a una alta vitrina.

Todas las miradas se volvieron hacia el mueble. Vera odiaba al pájaro que señalaba su hermana. El flamenco blanco, colocado sobre una mata de hierba, merodeaba a veces por sus sueños. La culpa era de Helena, que la había llevado por la fuerza a ver esa ave zancuda tres meses antes. Vera miró desesperada a su hermana mayor mientras farfullaba su desacuerdo. Helena no prestó atención a su hermana pequeña. Había entrado ya en su mundo fabuloso.

– Antes de ser un habitante de las marismas africanas, ese flamenco era un tártaro cruel. Recuerdo haber cabalgado a su lado, en medio de una hueste de salvajes guerreros. Me acuerdo de su espada manchada de sangre, de las ciudades en llamas, de las montañas de cabezas cortadas. A su paso, sólo dejaban ruinas y desolación. Un día trepé a la cima de una montaña y descubrí un mundo devastado, extensiones calcinadas, horizontes negros de ceniza, y todavía oigo los gemidos de los pueblos sometidos a su yugo.

Las niñas se sentían embargadas por esas palabras. Empezaron a oler el humo de los incendios y a oír el eco de las batallas.

– Sigue sobre la Tierra. Todavía la recorre con sus caballeros. Sus monturas pisotean a las mujeres y a los niños que huyen de los pueblos. Con sus arietes, hunden las puertas de las iglesias, y sus arqueros acribillan a los popes y a los cristos con sus flechas. Entonces, se ríe como un loco y saluda a sus bárbaros huidos a las profundidades de las grutas. Mirad bajo las alas, todavía hay restos de sangre.

Las niñas vieron, en efecto, unas manchas escarlata bajo sus alas. Plumas de sangre…

– Volverá y se reencarnará en un hombre, ¡me lo ha dicho! Sueña con arrasar Saratov, Kiev y San Petersburgo. Vosotras seréis sus víctimas. Aquellas a las que no se coman los tártaros engrosarán las filas de sus siervos. ¡Mirad, sus alas tiemblan! -gritó Helena.

El grito de Tania se ahogó en su garganta. Natacha le puso un brazo delante de la cara. Las otras se escondieron detrás de dos caballos disecados. El flamenco se disponía a romper el vidrio a picotazos. La alucinación era colectiva. Helena estaba en tránsito. Vera tiró bruscamente de la trenza de su hermana mayor y rompió así el encantamiento.

Cuando Helena se recobró, la gruesa Tania yacía sobre el suelo con los ojos en blanco.

Sus amigas se alarmaron. Helena tomó la iniciativa:

– Hay que darle un coñac.

– ¿Un qué? -preguntó Natacha.

– Un coñac -repitió Helena-. Es el vodka francés. La señora Peigneur me dijo un día que es un buen revivificante. Hay botellas en el despacho de mi abuelo. Ayudadme a llevarla.

Sin aliento, Helena y sus cómplices dejaron a Tania en el sillón del gobernador.

– ¡Cuánto pesa! -se quejó una de las porteadoras.

– Se pasa el día comiendo kissels.

– Se atiborra a arenques.

Se echaron a reír, mientras le pellizcaban a la desdichada inconsciente las mejillas y los muslos.

– ¡Tengo el elixir de la señora Peigneur! -gritó Helena cuando encontró la botella en el cofre de bebidas espiritosas.

«Agua de vida de Cognac», leyó en la etiqueta de ribete dorado. ¡Agua de vida! La expresión era mágica y muy apropiada para la situación. Se inclinó sobre Tania, que estaba tumbada en el sofá.

– Abridle la boca.

Tras efectuar la operación, le puso la copa a la mofletuda niña entre los labios y se irguió. Aquélla escupió el coñac.

– Ya os lo decía yo -dijo, triunfal, Helena-. Es mejor que un medicamento.

Tania se preguntó dónde estaba. Había estanterías llenas de libros, panoplias de armas, una mesa con adornos de oro, sobre la que había una mujer de bronce con una antorcha y unos bellos portaplumas de marfil en estuches de nácar.

– ¿Dónde estoy?

– En el despacho del gobernador Von Hahn -dijo Natacha. En aquel lugar no se sentía tranquila. Tania paseó su mirada inquieta por sus amigas despreocupadas y luego se estremeció.

– ¡Qué mal sabor de boca! ¿Qué me habéis dado para beber?

– Vodka francés -dijo Helena.

– Una poción mágica -la corrigió Natacha.

– Sí, agua de vida. Te estabas muriendo -exageró Helena-. Esa agua te ha salvado. Ahora tienes que reponerte.

– ¿No es peligrosa? -preguntó, inquieta, Tania.

– ¡El coñac, peligroso! Los franceses se lo toman en cuanto les salen los dientes de leche. Por eso son tan fuertes en la guerra. Mi institutriz, la señora Peigneur, te lo explicará mejor que yo. Abre la boca y bebe.

Tania dudó. Natacha ayudó a Helena:

– Bebe si no quieres sufrir fiebres malignas.

Natacha se apoderó de la botella y se la metió a Tania en la boca a la fuerza.

El segundo trago habría sido digno de Ossipov. A Tania se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Está muy fuerte -dijo recuperando el aliento.

– ¿Qué impresión te ha dado?

– Noto que se extiende un fuego dentro de mí… Empiezo a no tener miedo… Tenéis razón: es una bebida de soldado.

Poniéndose de acuerdo con la mirada, Helena y Natacha le administraron otro trago de agua de vida.

Sorbo a sorbo, Tania se tragó el alcohol, y pasó de un estado de felicidad a otro de embriaguez, hasta caer en un sueño profundo. A duras penas pudieron llevarla hasta el parque y esconderla detrás de un matorral.

Tania estaba todavía completamente borracha cuando su institutriz alemana dio con ella.