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Con aspecto de estar enfurecida, la señora Peigneur ordenó a Helena que saliera de la cama.
– Pero todavía no es de día -dijo ella entre dos bostezos.
– ¡De pie, mala hija!
– ¿Por qué?
– Tu abuelo te espera.
¿A ver a su abuelo? ¿En camisón y descalza? ¿A qué catástrofe se debía semejante precipitación? ¿Quién gritaba así en el despacho de su abuelo?
La puerta se abrió y apareció una mujer enorme que gesticulaba y vociferaba bajo el retrato del zar.
Para Helena fue todo un impacto ver a aquel mastodonte embutido en su vestido malva con adornos de terciopelo gris y muaré de plata. Era la condesa Vsevolodovitch, la madre de Tania.
Con el ruido de la puerta al cerrarse, la condesa se volvió bruscamente. La cólera hizo temblar la grasa de su rostro. Sus ojillos malignos se incrustaron en los de Helena, que seguía adormilada. La condesa la señaló con el índice y empezó a escupir bilis.
– ¡Aquí estás, pequeña desvergonzada!
– Condesa, mida sus palabras -le advirtió el general.
– ¡Quiere que me controle cuando esa pequeña diablesa ha emborrachado a mi hija!
– ¿Eso es verdad, Helena? -preguntó el general.
– Tania no se encontraba bien y le dimos un poco de coñac.
– Ya lo ha oído: ha confesado su crimen. ¡Mi pobre Tania! Cuando pienso en todo lo que te ha hecho pasar esta criatura…
La condesa gimió, pasó de la protesta violenta a la agitación histérica y mística, tornando como testigos a los santos y a sus ilustres ancestros, y recordó al gobernador Von Hahn que ella descendía de los Vsevolod y de los príncipes que lucharon heroicamente contra los mongoles de la horda de oro.
Iba de un lado al otro del despacho, haciendo temblar el suelo, y cargaba de vez en cuando contra una Helena que le plantaba cara. La niña sólo sentía desprecio por aquella viuda cargada de títulos y joyas. Se aguantó las ganas de llorar. Al abuelo no le gustaría que llorara. La condesa entró, por fin, a matar:
– ¿Sabe usted, señor gobernador, que su querida nieta conversa con los animales disecados de su museo?
– ¿Cómo?
– Según ella, son reencarnaciones de seres malvados. Aterroriza a nuestras hijas con sus increíbles historias de aparecidos y de monstruos. Tania lleva sin dormir desde que le habló de un tártaro caníbal.
– ¿Cómo?
– Y también está un tal Tavline, un asesino que embruja los sótanos de su castillo.
Una nueva interrogación apostilló esta última revelación. La condesa, presa de su ira, no percibió la ironía. Von Hahn estaba totalmente al corriente de eso. Tenía sus propios informadores. Habría podido decirle a la condesa lo que creían los mujiks: los poderes de Helena provenían de Baranig Buirak, un hechicero centenario que vivía en un bosque de piedras. Ella se pasaba horas en la cabaña del anciano, custodiada por millones de abejas que nunca los picaban. Él mismo había visitado a ese hombre para que le curara su gota. Baranig se había limitado a imponerle las manos sobre el pie y el dolor había desaparecido enseguida.
Aquel día le había pedido al hechicero que no recibiera más a su nieta, y aquél, enojado, le había respondido: «Nadie jamás ha podido impedir que saliera el sol o que el viento corriera por la llanura. Lo mismo pasa con tu nieta. No conseguirás doblegarla a la ley de los hombres, y me temo que tampoco se doblegue a la de Dios. La esperan grandes acontecimientos. No viviré lo suficiente para admirar sus hazañas y lo lamento».
El general Von Hahn se dijo en voz baja que el anciano divagaba, pero éste le había leído sus pensamientos. «No estoy senil, gobernador. He visto una parte del futuro de Helena. Es a la vez temible y magnífico.» La condesa se ahogaba. Cuando agotó todas sus municiones, se secó la frente y soltó:
– ¡Me pregunto quién la querrá! Nunca conseguirá casarla. Respecto a mí, puedo asegurarle que no volverá a ver a mi dulce Tania.