38096.fb2 En busca de Buda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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14

La luna salió y bañó la ciudad con una luz suave que hizo brillar las cúpulas y las cruces de las iglesias. La niebla en el sinuoso Kura se llenó de fosforescencias.

A Helena le gustaba ese paisaje, ese río, las casas abigarradas, los habitantes marchitos por los hielos del invierno. La nieve, las lluvias violentas, los veranos ardientes, las hambrunas y las invasiones los habían vuelto severos.

Helena, con dieciséis años cumplidos, había crecido y madurado. Tres años antes, en 1844, había acompañado a su padre a Londres. En Inglaterra, había buscado en vano fuertes impresiones. Recordaba una ciudad industrial, gris y poblada por gente sin alma. No se podía comparar en absoluto con Tiflis, adonde había ido con sus abuelos después del traslado del general Von Hahn a Georgia.

– ¿En qué piensas?

La voz trémula de su abuela la sacó de sus reflexiones.

– En el baile -respondió ella tomando con ternura la mano de la anciana-. Nunca nadie me ha sacado a bailar.

– Eso es lo que les ocurre a las que rechazan las invitaciones de los caballeros. A tu edad, mi carné de baile estaba lleno de nombres ilustres, y el zar Alexander en persona me honró con un baile.

– ¿Habrías podido ser emperatriz?

– Por suerte, no tenía una posición social tan elevada.

– ¿Por suerte?

– Alexander era un mujeriego y amante de varias actrices francesas. La señorita Phillis y la señorita George estuvieron entre sus conquistas.

– Si no se puede confiar en un emperador, ¿en qué hombre se puede? Me temo que, desgraciadamente, no hay ninguno que merezca ser amado.

– Vamos, pajarito, no seas tan pesimista. Esta noche habrá muchos corazones que cautivar y, por qué no, que mantener.

Helena soltó un suspiro y se sumergió en la contemplación del paisaje que se extendía con toda su belleza. La berlina las llevaba al palacio de verano del consejero de Estado y vicegobernador de la provincia de Erevan. Otros carruajes iban tras ella. Tiflis al completo se encontraba de camino hacia la lujosa mansión. Ésta estaba completamente iluminada. Trescientos camareros en fila con antorchas recibían a los invitados, mientras la brisa que soplaba en el Kura agitaba los miles de luces colgadas en los árboles.

Rodeada de la magia de las luces, una muchedumbre ruidosa se apoderó del porche bizantino del palacio.

La berlina dejó a la abuela y a su nieta ante una fuente cantarina junto a la cual se había dispuesto una larga mesa cubierta con un mantel con las armas del consejero de Estado. Allí esperaban a los invitados los criados con pelucas blancas y guantes, ante botellas y bandejas de aperitivos. A lo largo de la avenida, había otras mesas y se oía el descorchar de botellas y las risas de las mujeres.

– Mira -dijo madame Von Hahn-, ahí está el joven conde Stromberg.

La joven princesa siguió al conde con la mirada, después se encogió de hombros. Aquel noble pagado de sí mismo tenía a todas las mujeres a sus pies. Ella se compadeció sinceramente de sus amigas Sonia y Nina por pelearse por aquel vanidoso que jamás se había dignado a dirigirles la palabra.

¿Qué las empujaba a querer que las conquistaran y se casaran con ellas?

Su abuela le apretó el brazo, mientras la conducía apresuradamente entre los grupos, sonriendo, saludando y dando su mano a los oficiales, feliz por oír alabar la gracia y la belleza de su nieta. ¿Graciosa, ella? En todo caso, era tan salvaje que daba miedo.

En el vestíbulo de la entrada, los espejos sostenidos por ninfas de bronce le devolvieron la imagen de una adolescente de cuerpo esbelto, pero incómoda en su vestido malva de falda acampanada. Se pasó un dedo bajo su diadema de oro con perlas engarzadas y se arregló una mecha rebelde.

«Querida, eres la más fea de la reunión», pensó.

Se veía como un duendecillo horroroso disfrazado de princesa. Habría querido reírse de esa imagen, pero notaba un nudo en la garganta. Un sollozo intentó escaparse de sus labios, pero lo reprimió. Le habría gustado recobrar la inocencia de su infancia y creer, como en otra época, lo que le decía su madre: «Eres bella, mi amor. Ven aquí para que te pueda admirar. Hazme una reverencia… ¡Ah, sí! Eres muy bella».

Mamá no mentía. La veía con ojos llenos de amor. Pero, ahora, con las miradas de los hombres, la percepción cambiaba. Helena ya no quería hacer reverencias en público. La apodaban la Princesa de las Hechiceras y también la Reina de los Espantajos. Sin embargo, Helena no tenía nada de hechicera, sino todo lo contrario. Tenía el rostro de una madona rubia y descarriada: una Primavera de Botticelli de mirada ardiente y esencia indomable. El color rubio de sus cabellos era engañoso, y su falta de coquetería hacía su belleza todavía más sensual a los ojos de los hombres a los que ya intimidaba. Ante ellos, se sentía torpe, pero mantenía su frialdad. «¡No vas a llorar, asquerosa bestia del pantano!», se fustigaba mentalmente mientras observaba a su doble buscar un escondite.

– ¿Vienes?

– Sí, abuela.

Ambas se reunieron con la multitud que se adentraba en el salón de baile, donde brillaban las lámparas y giraban las puntillas, las sedas tornasoladas, los terciopelos carmesíes y los uniformes cargados de medallas, cordones y cruces.

– ¡Helena!

Inconfundible, la voz aguda de Sonia le perforó los tímpanos.

– Os dejo, portaos bien -dijo la abuela antes de irse a buscar a su esposo.

– Sígueme -dijo Sonia.

– ¿Adónde me llevas?

– Donde están Nina y las demás.

– No sé si me apetece.

– ¡Helena, es el gran día!

– Más bien, la horrible noche.

– Estoy segura de lo contrario; va a pasar algo extraordinario.

– ¿Ahora eres vidente?

– No, la vidente eres tú. ¡Deberías saber lo que va a pasar esta noche!

– Bueno, pues no he visto nada, excepto estos dos granos en mis mejillas -respondió Helena, que señaló con un dedo los dos puntos rojos.

El bello rostro de la rubia Sonia, con un óvalo perfecto, se iluminó con una sonrisa irresistible. Helena se rindió y se dejó guiar. El ronroneo de las conversaciones se amplificó. Las criadas, con uniforme color azafrán, ofrecían bebidas y caviar en bandejas rojizas, lo que favorecía la codicia y el deseo. En otra sala, los asistentes habían tomado al asalto veinte mesas de gran longitud, y toda la nobleza, falta de conquistas, compartía ocas, patés, cremas, esturiones, corderos, raviolis de Siberia, racimos de uva, melones, macarons, nata y quesos en un desorden indescriptible, y devoraban sin ton ni son esos suculentos manjares.

Sonia y Helena recorrieron el lujoso comedor sin encontrar a las jóvenes de su grupo. Volvieron sobre sus pasos. De repente, al oír la desgarradora llamada de un violín, se formaron parejas. Un dragón de la guardia imperial abrió el baile con una princesa de Perm. Un coronel con una pelliza blanca lo imitó tomando de la cintura a una guapa bielorrusa con fama de ser un poco voluble. Sonaba un vals de Johann Strauss. La pista se llenó de caballeros y damas que giraban en medio del precioso frufrú de los vestidos y los chirridos de las botas. Los bustos se rozaban, los alientos se mezclaban, los deseos se encendían.

– Mi padre me ha prohibido bailar el vals -confesó Sonia con rencor.

– Te conoce muy bien.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Que te emocionas sólo con pensar en tocar el cuerpo de un hombre, que te fallan las piernas cuando ves a los siervos con el torso desnudo segando el trigo, que te deshaces y te desvaneces en cuanto un húsar te mira con cierto detenimiento.

– ¡Eso es mentira!

– ¿Quieres saber la verdad? Dentro de menos de dieciocho meses esperarás un hijo y, para evitar un escándalo, tus padres le pondrán en manos del doctor Vedrin.

– ¡Estás loca!

– Sólo digo lo que veo en tu destino. Perderás tu honra con ese tonto de Stromberg, en Yelalogli.

– Que el Cielo te oiga -dijo Sonia, encantada.

Las predicciones de Helena se cumplían siempre. Sonia se congratuló. Iba a procurar que no se escapara la felicidad que le acababan de anunciar. Y si se quedaba embarazada, tendría al niño. Así Stromberg estaría obligado a casarse con ella. Perdonó a Helena su tono displicente y pensó: «Pobre Helena, nunca encontrarás el amor».

– ¡Sonia! ¡Helena!

Nina las llamaba. Estaba entre las chicas agrupadas en torno a la orquesta. Las adolescentes esperaban impacientes que las sacaran a bailar, pero los pretendientes no se daban demasiada prisa.

– ¿Sabéis lo que acaba de predecirme Helena? -dijo Sonia con un tono jovial.

– Cállate, te lo ruego -susurró en voz baja Helena.

– ¡Quiero saberlo! -exigió Nina.

Nina acababa de cumplir diecisiete años. De carácter fuerte y caprichoso, estaba segura de ser la chica más guapa de Rusia desde que un pintor de la corte, contratado por sus padres, la inmortalizó en el centro de una composición campestre como una diosa griega. Desde entonces, Nina se consideraba Afrodita, una Afrodita de origen armenio, morena y de ojos negros, y cuyos pechos y caderas ya eran perceptibles, al contrario de lo que ocurría con sus amigas.

– Sí, sí, dínoslo -exigieron las otras.

– Que Joseph sucumbirá a mis encantos.

– ¿Joseph?

– Joseph Stromberg -precisó Sonia.

El rostro de Nina se descompuso.

– No tienes derecho, es mío -soltó, celosa.

– No puedo hacer nada, es mi destino. ¿No es así, Lena?

– Es verdad, Nina. Pero no la envidies, sufrirá mucho.

– ¡Os odio! -dijo Nina, y a continuación se alejó.

El vals se acabó, y empezaron a sonar los primeros compases de una polca. Las jovencitas volvieron a sentarse y se arreglaron el tocado. La ingeniosa melodía parecía hecha para ellas. Sonia no podía esperar más y se fue a buscar a Stromberg, abandonando a Helena a su suerte.

– No te pongas a mi lado -dijo en tono de queja una chica delgada al ver a Helena acercarse a ella-. Espantas a los chicos.

Helena se apartó del grupo, impaciente. Vio pasar a algunos jóvenes oficiales, algunas sonrisas tímidas, y a sus compañeras que partían triunfales del brazo de su pretendiente.

Nina se acercó a ella y le susurró al oído:

– ¿Qué, bruja, sin pareja, como de costumbre?

La chica de lengua viperina no esperó respuesta, sino que se fue, orgullosa de ser la elegida de un capitán de artillería.

Helena bajó la cabeza. Ahora estaba sola en un rincón, muy cerca de un criado inmóvil que llevaba un enorme candelabro. Ni siquiera ese patán la querría. Su corazón se llenó de vergüenza y cólera. ¿Por qué había ido allí esperando divertirse? ¡Qué demonios! ¿Tan diferente era de las demás? ¿No era capaz de mostrarse seductora? «¿Voy a ser otra vez el hazmerreír de Tiflis?» Se imaginó a aquellas presumidas llorando de risa al pensar en sus valses con tristes fantasmas y en sus polcas con esqueletos tintineantes.

Herida en su amor propio, levantó la cabeza. «Vas a bailar, Sedmitchka… ¡Ah, sí, vas a bailar! Si es necesario, bailarás con el protopope o con el embajador de los persas.»

Con movimientos lentos, Helena buscó a su presa. Su penetrante mirada gris barrió a los asistentes. Algunos tenientes y capitanes estaban de pie cerca del bufé, con copas de champán en la mano. Ella se detuvo ante ellos, bajo las luces de un candelabro. ¿Cómo podía abordar a alguno sin hacer el ridículo? No conocía a ninguno de ellos… Notaba que algunas miradas se paseaban por su figura, y que, incluso, se detenían de manera más insistente. Pero el interés de aquellos hombres no iba más allá de la curiosidad, como si hubieran visto un fantasma, desconcertados por esa extraña belleza que les provocaba un escalofrío en la espalda.

Ella se dio por vencida y siguió deambulando por entre los grupos, echándole el ojo a algún dragón o lancero y dándose a la fuga justo después.

De repente, apareció una silueta negra y grande. La gente se apartaba a su paso. Helena se estremeció. Tenía delante al consejero de Estado, al general Nicéphore Blavatski en persona. Sonia lo apodaba «el Viejo Cuervo sin Plumas». Se parecía más a un buitre, con su nariz ganchuda, su cráneo calvo y su mirada azul claro, vivo y frío a la vez. En el pómulo izquierdo, una antigua herida relucía como una delgada línea de hielo. «¿Qué edad tendrá?», se preguntó Helena mientras lo observaba. «Unos sesenta y seis», consideró, enrojeciendo de repente ante la idea de que la invitara a bailar.

El general estaba furioso. Acababa de perder tres mil rublos en las cartas. ¿Qué hacía la pequeña Von Hahn mirándolo tan fijamente? Pensándolo bien, podía serle de gran ayuda. Se decía que era una vidente. Tal vez habría alguna manera de sacarle información sobre el futuro.

– ¿No estás algo sola? -le preguntó él en un tono paternal.

– Bueno, ¡ahora ya no! -respondió ella con aplomo.

No lo desconcertó. Tenía una opinión formada sobre las jovencitas y las mujeres en general: seres incontrolables, imprevisibles y testarudos, con cierta predisposición a desentrañar misterios y a ser traicioneros. ¿No tenía ante él el retrato edulcorado de la descarada Helena Petrovna von Hahn? Se merecía una buena zurra. Durante su larga vida, había metido en cintura a algunas mujerzuelas utilizando su cinturón. Sin embargo, tenía en gran estima al general Von Hahn y a su hijo, así que…

– ¿Quieres un refresco?

– ¡Preferiría champán!

– Es que…

– ¿No es usted el señor de este palacio y el jefe de los cosacos?

– ¡Por supuesto!

Sus escrúpulos se desmoronaron. Le ofreció su brazo y la condujo hacia el bufé. Achispar un poco a aquella pequeña ingenua le permitiría sonsacarle alguna información sobre sus posibilidades en el juego.

Al tiempo que chocaban los talones, los oficiales les cedieron su lugar.

– ¡Champán!

Un criado les ofreció una copa. El general la cogió y se la dio a Helena.

– ¡Para la princesa de Georgia! -dijo él.

Un poco nerviosa, Helena agarró la copa. El líquido burbujeaba. Pensó en la señora Peigneur, que alababa las virtudes de aquella bebida de reyes. Nicéphore levantó su copa:

– ¡Por la juventud y la belleza!

– ¡Por la sabiduría y la experiencia! -respondió Helena.

El nerviosismo había desaparecido. Se sentía confiada. Los oficiales seguían con mirada intrigada y divertida a aquella pareja que tan mal combinaba. Un viejo carcamal libidinoso y una virgen bella pero loca; entre ellos, una diferencia de edad de cincuenta y cuatro años.

El sabor del champán la sorprendió y le gustó. Animándose, le ofreció al consejero un panecillo blanco en el que había extendido un trozo de foie-gras con trufas. Nicéphore sonrió por primera vez. Aquella joven le resultaba sorprendente.

– Me gustaría conocerte mejor -dijo él en voz baja.

– Invíteme primero a bailar.

– Ésa es una petición audaz.

– Lo exijo.

¿Cómo podía resistirse a esos grandes ojos grises que le escrutaban el alma, a esa boca deliciosa dibujada para el amor? Nicéphore se encontraba turbado. Sin embargo, aceptó el desafío y la llevó a la pista.

Quinientos pares de ojos convergieron en la insólita pareja, que se puso a la cabeza de los bailarines repartidos en dos filas. Nina y otras arpías se quedaron de piedra. Empezaron a competir unas con otras en maldad al otorgarle calificativos que se inventaban: «viejo espantajo», «ave zancuda arrugada», «viejo fósil»…

– Por fin ha encontrado a su aparecido -concluyó Nina.

Todas se echaron a reír, pero su alegría parecía un poco forzada. Inconscientemente, los celos las traicionaban. Desde luego, el consejero de Estado era una antigualla, pero su riqueza y poder sobrepasaban los de sus invitados. Además, el zar le había honrado con su amistad.

Al margen de las maledicencias, Helena y Nicéphore ajustaron sus pasos al ritmo de la música. Siempre que se daban la cara, se lanzaban una mirada penetrante, intentando averiguar las intenciones del otro.

– Tu abuelo me ha arruinado la noche -dijo Nicéphore.

– Consuélese con su nieta.

No se esperaba una respuesta semejante ni una sonrisa tan maliciosa. Aquella jovencita le hacía hervir la sangre. Entornando los ojos, empezó a considerarla de otro modo. Ya no le interesaba conocer su destino, sino desvelar su grácil cuerpo. Su deseo se hizo más fuerte y empezó a pensar en ello con ardor. Sólo tenía ojos para ella, mientras flotaba en un palacio vacío, giraba lentamente, se inclinaba sobre él y daba vueltas sobre sí misma. La contempló desde todos los ángulos. Era espléndida y carecía de afectación.

Sabía que era rebelde, inteligente y ávida de libertad, pero le daba igual. Siempre se había sentido inclinado a elegir a mujeres temerarias. Imaginó a aquella delicada flor en el lecho de una alcoba, lasciva, rodeada de puntillas. Podía oler su perfume embriagador. En sus sueños, apareció voluptuosa y complaciente…

– Para cumplir sus sueños, sólo tiene que desposarme -le lanzó ella cuando se separó bruscamente de él al final de la danza.

Helena rompió las filas de los invitados, que la colmaron de reproches. «¿Qué me pasa? ¿Me he vuelto loca? ¿Qué pasará si ese detestable viejo decide perseguirme para conseguir sus deseos?»

El detestable viejo no le quitaba la mirada de encima. Ella le había clavado un dardo envenenado en el corazón. Estaba decidido. Fueran cuales fuesen las consecuencias, le pediría la mano de Helena al general Von Hahn.