38096.fb2 En busca de Buda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

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17

La berlina se adentró por un profundo desfiladero. La rodeaba una poderosa escolta de cosacos. Las montañas armenias no eran seguras. Numerosas bandas de bribones y desertores turcos y rusos pululaban en el país. De vez en cuando, Nicéphore se asomaba por la portezuela y escrutaba las cimas de tres mil metros.

Al verlo así de expuesto, Helena deseó que un tirador solitario lo alcanzara. Sólo una bala. Un agujerito entre los ojos. Ella y el viejo buitre no se habían dirigido la palabra desde la víspera. Ni se hablaban ni se soportaban. La noche de bodas, ella se había encerrado con doble vuelta en una habitación mientras él se emborrachaba en la sala de juegos. Continuaba siendo virgen y se congratulaba por seguir siéndolo a cualquier precio.

– Esta noche, dormiremos en la fortaleza de Kirovakan y serás mía -dijo el general a la vez que volvía a sentarse frente a ella.

– ¡Jamás!

Helena escupió a sus pies, y él se le echó encima agarrándola por las muñecas. La empujó sobre el banco y gritó:

– ¡Voy a enseñarte a respetarme!

Notó su aliento fétido, después sus labios. Los mantuvo cerrados obstinadamente mientras la lengua del viejo intentaba forzarlos. Nicéphore intentó entreabrirle la boca con los dedos.

Ella se los mordió salvajemente.

– ¡Maldita bruja!

Él se echó hacia atrás.

– No intentes volver a empezar -gruñó ella.

Los rasgos pálidos del general Blavatski se volvieron, inquietantes. Sus dedos acariciaron el mango del puñal que llevaba en la cintura.

– ¡Me las vas a pagar!… ¡Talik!

Un caballero se situó a la altura del vehículo.

– Sí, señor.

– Dame tu caballo y ocupa mi lugar. ¡Sobre todo, no la pierdas de vista!

La orden de su señor no pareció sorprender a Talik. Saltó sobre el reposapiés y no hizo nada para ayudar al general, que, con una ligereza y habilidad insospechadas, saltó sobre el lomo de la montura que iba al trote.

– ¡Hasta esta noche, tigresa mía! -le espetó Nicéphore, que a continuación se fue al galope.

El cosaco, cubierto de polvo, sacó el sable de su funda y se dejó caer pesadamente sobre la banqueta. Ante una Helena un poco impresionada por su presencia, se entregó al examen minucioso de la hoja antes de dejarlo sobre las rodillas. Llevaba anillos de oro turcos en todos los dedos. Su cinturón también era de oro, y con caligrafía persa. Igualmente eran de oro los mangos de cuatro cuchillos para lanzar que llevaba en unas vainas de cuero cosidas en su chaqueta acolchada. Tenía pinta de saqueador. Cara plana, nariz gruesa, mentón grande, ojos oscuros y vivos, boca grande que desaparecía bajo su tupido bigote: ése era el retrato de aquel hombre, al que consideró ávido y cruel. Tal vez podía sacarle algo a aquel patán.

– ¿Llevas mucho tiempo al servicio de mi esposo?

No obtuvo respuesta.

– ¿Sabes que también me debes obediencia?

De nuevo, no hubo respuesta, pero encontró su punto débil.

– Tu madre está muy enferma.

Al cosaco le temblaron los labios.

– Te espera en tu pueblo. ¿Recuerdas los huertos de Protoka, las cacerías con tus hermanos y al soldado bachi-buzuk al que le cortaste la cabeza en las fuentes de Araxe?

– Es magia… -farfulló él.

– ¿Quieres que te hable de tu madre?

– ¡Calla! El general podría matarnos.

– Tal vez arriesgaras más tranquilo tu vida por cien monedas de oro.

Talik miró la bolsa que acababa de dejar sobre los pliegues de su vestido. Se alisó nervioso el bigote, sin apartar la mirada de la preciosa bolsita.

– ¿Cien monedas de oro?

– Sí, cien monedas, pero para tenerlas tendrás que ayudarme.

– ¿Qué debo hacer?

– ¿A cuántas verstas está la frontera?

– La de Kirovakan, a menos de cincuenta… ¿No pretenderás cruzarla?

– Sí.

– Los turcos te matarán.

– Quiero un caballo para medianoche.

– El general me hará despellejar vivo.

– Entonces, me acompañarás y haré de ti un hombre rico.

Talik asintió.

Helena tenía suerte. A pesar de su deseo, Nicéphore no había continuado con sus embestidas; había preferido quedarse en la fortaleza en compañía de chicas gordas y vulgares que se vendían por unos pocos rublos en la aldea de Kirovakan. Esperó hasta medianoche atenazada por la angustia. Hasta el menor ruido la sobresaltaba. Su habitación estaba en el último piso de una torre cuadrada y almenada, erigida en un espolón rocoso. La fortaleza estaba rodeada por amenazas: en las montañas, aullaban los lobos; en los valles, merodeaban los osos.

– No es momento de tener miedo, pequeña Sedmitchka -se dijo en voz alta-. Has doblegado espectros a tu voluntad, has plantado cara a los demonios, has hablado a los muertos durante tu corta vida. Los lobos te obedecerán si te aventuras por esas montañas.

Arañaron la puerta. Corrió y se pegó contra la madera.

– Soy yo, Talik.

Giró el cerrojo, feliz por entrar en acción. El cosaco llevaba un cuchillo lleno de sangre.

– ¡Tenemos vía libre! -dijo él-. Sígueme.

Tensa, con los ojos clavados en la nuca del guerrero, Helena le pisaba los talones. De repente, Talik retrocedió bruscamente. Había un peligro cerca. Un soldado desaliñado venía a su encuentro. De un salto, el cosaco lo inmovilizó y le cortó la garganta. Todo ocurrió en silencio. Helena se estremeció: su guía era un asesino nato. Llegaron a un camino de ronda. No hubo alertas ni señales de vida. Sólo se vigilaban las torres. Los centinelas somnolientos se adormecían bajo la oscuridad de la noche. Helena y Talik, agachados, pasaron rozando las almenas y después bajaron al patio repleto de carretas.

Talik se dirigió al cercado de los caballos. Se deslizó bajo la barrera, desató la cuerda que la mantenía cerrada y después hizo entrar a Helena. Los esperaban dos alazanes.

– Las sillas y los víveres están ocultos muy cerca de la poterna sur -dijo él señalando un punto en las tinieblas.

Helena se dio cuenta de con qué meticulosidad había preparado su fuga. En la poterna, había un guardia bañado en sangre. El bueno de Talik estaba dispuesto a todo para hacerse rico. Ensilló su animal y ató la cantimplora y la bolsa de víveres.

No se veía el camino. Oscuridad absoluta. Helena se fió del instinto del hombre de las estepas. Sabía adónde dirigirse. Agarrando las riendas de su corcel, avanzó prudentemente, atenta a cada ruido.

Una piedra resonó bajo los cascos. Ella contuvo la respiración, pero ningún soldado de la fortaleza gritó: «¿Quién anda ahí?». Se le acostumbraron los ojos a la noche y pudo distinguir el camino que se inclinaba en una pendiente pronunciada. Al cabo de pocos minutos, llegarían a la carretera y estarían fuera del alcance de los fusiles de la guarnición.

«Soy libre», pensó con una extraña sensación en el estómago. Algo no iba bien.

De golpe, estalló un trueno. Un cañón había disparado. Helena se volvió y se quedó boquiabierta. La fortaleza se iluminó. Sintió un nudo en la garganta.

– ¡Talik! ¿Qué está pasando?

El cosaco guardó silencio y dejó de avanzar. Helena contempló la muralla. Decenas de antorchas iluminaban los rostros de los soldados que se asomaban en las almenas. El sardónico Nicéphore estaba entre ellos y la apuntaba.

– Bueno, señora Blavatski, ¿adónde pensabas ir? -gritó él.

Helena se llevó la mano al corazón, atravesado por el dolor. Aquel demonio de Nicéphore lo había planeado todo: Talik la había traicionado.

– ¡Dispara y acabemos con esto! -le respondió ella.

Estaba dispuesta a forzar su destino. Podía escapar si era lo suficientemente rápida y conseguía un caballo con jarretes seguros. Lanzó una mirada a su alrededor. Después de respirar hondo, saltó a horcajadas a lomos del alazán y azotó sus flancos.

Su coraje suscitó la risa de Blavatski. Aquella loca estaba en su punto de mira, pero se contentó con un disparo de advertencia. La bala estalló a un metro de la amazona. Nicéphore bajó la mano y sus hombres abrieron fuego. Se alzaron géiseres de polvo tras ella. Apuntaban voluntariamente mal, lo cual no tranquilizó a Helena. Un murete de piedras secas apareció, de repente, ante ella. Hizo encabritarse a la montura. Se acordó del lugar que había contemplado desde lo alto de una torre y se puso a maldecir a Talik. El camino de la poterna sur no llevaba a ninguna parte. Ese muro la separaba de un precipicio vertiginoso. No había manera de llegar al valle por ahí.

Cambió de idea, pero no pudo salir al galope. Unos hombres bajaban la pendiente. La arrancaron de la silla. Se resistió, arañó y mordió, pero la aplastaron violentamente contra el suelo. Sin poder respirar, los guijarros le dañaron el rostro y cubrió a los brutos de insultos y juramentos. Después de haberle atado las manos a la espalda, la volvieron a poner en pie y la empujaron sin miramientos. Parecía una sierva condenada por el robo de un pavo.

Con sus ropas desgarradas, temblando de cólera, la lanzaron en medio de un círculo de antorchas.

Nicéphore había ganado.

– Mi pobre Helena, mira cómo te has puesto, y a mí me has metido en un aprieto. ¿Tenéis alguna idea de qué castigo merece mi esposa?

Los cosacos, testigos de la discordia de la pareja, evitaron cuidadosamente emitir una opinión. En uno de sus giros tan brutales como inesperados, el señor de Erevan podía castigarlos a ellos en lugar de a su esposa.

– La falta es importante -continuó él-: intento de fuga, intento de corrupción al más fiel de mis guardias… ¡Ah! Mi valiente Talik. El zar no cuenta con un guardián mejor que tú -dijo reuniéndose con el cosaco y los soldados falsamente asesinados, todavía manchados de sangre de conejo.

Al ver a Talik, orgulloso por las afirmaciones de su señor, Helena le espetó:

– ¡Asqueroso traidor!

– ¿Quién es el traidor aquí aparte de ti? -replicó con maldad Nicéphore antes de propinarle una bofetada.

Ella se tambaleó, pero guardó silencio. Le plantó cara e intentó averiguar su punto débil. Nicéphore era igual que un bloque de hierro, impenetrable e incontrolable.

– ¿Intentas impresionarme? -resopló él-. No soy ningún campesino del Volga, ni una criada supersticiosa. Créeme, soy peor que los espectros de tus visiones. Voy a domarte como a los caballos salvajes y los osos. Si es necesario, te encerraré en una jaula custodiada por popes a los que encargaré tu reeducación religiosa. ¡No me mires así!

Él volvió a abofetearla. Ella volvió a desafiarle.

– Pronto me pedirás perdón mientras me besas los pies -dijo él.

¿Cómo había podido ser tan tonta? Ella, la infalible vidente, no había visto nada. Ni siquiera había tenido un presentimiento. El hechicero de las abejas se lo había dicho: «Nadie ve nada sobre sí mismo».

– ¡Lleváosla!

La tiraron dentro de un calabozo húmedo y negro que olía a orina y excrementos. Cayó sobre un fango infame. Antes incluso de recuperar su aliento, juró en voz alta que se vengaría.