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19

Helena habría querido poder borrar el lejano Ararat coronado de nieve, los rebaños inmóviles en los montes pelados, los soldados petrificados en sus garitas. En definitiva, dejar de ver Armenia…, no verla nunca más.

Se apartó de la aspillera a través de la cual contemplaba durante horas aquel execrable paisaje.

Sentía el sufrimiento en sus carnes. Tras la tortura, una violenta fiebre la había abatido. El curandero Tupiazan había echado mano de toda su habilidad para volver a ponerla en pie.

Ahora podía caminar, pero ¡a qué precio!

El espejo le devolvió la imagen de una chica joven, despavorida, con los brazos apretados sobre el pecho y el rostro cubierto de moratones, las marcas de afecto del general. La noche anterior, de nuevo, ella lo había rechazado y él había respondido dándole una paliza. Llevaba ochenta y un días resistiendo después de haberse jurado permanecer virgen. Varias veces, había estado a punto de sucumbir a sus asaltos. En el último momento, conseguía librarse con uñas y dientes. No era la única que ostentaba los estigmas del matrimonio. Su querido esposo los enarbolaba también. Unos cuantos arañazos adornaban su cara. En cuanto se volvía, se convertía en el centro de las burlas de la fortaleza y, como se sabía el objetivo de pullas y cotilleos, era presa de ataques de una furia enloquecida.

La mirada de Helena se llenó de odio. Un sable destellaba en el pasillo. Era el otro, el alma condenada por Nicéphore, el odioso Talik, que disfrutaba cuando el señor la sacudía o le escupía. Lo había visto muerto en uno de sus sueños, y estaba impaciente por verlo perecer.

«Tengo que salir de este sitio.»

Repetía esa frase sin cesar. La dacha fortificada de Darechichag era una verdadera prisión. Siempre estaba bajo la vigilancia de criados entregados en cuerpo y alma a su esposo. Y, durante sus paseos a caballo, la rodeaba una compañía de cosacos.

El tintineo del sable se acercó. El corazón de Helena se aceleró. Un gran vacío se hizo en su cabeza en el momento en que Talik golpeó la puerta. Sin que nadie lo invitara, la mano derecha del general entró en la habitación. Tras un breve saludo militar, transmitió su mensaje:

– El general te espera para desayunar.

Talik se adentró en un pasillo que conducía a habitaciones polvorientas. Ella lo siguió. Entraron en el amplio comedor. A pesar de las pesadas cortinas pegadas a las ventanas, las corrientes de aire hacían chirriar las cadenas de las lámparas de aceite. La gigantesca chimenea no se tragaba el humo y la atmósfera estaba llena de un amargo olor a quemado. El suelo estaba cubierto de pieles. Osos y lobos muertos abrían amenazantes sus bocas. El señor de Erevan los había matado y despedazado a casi todos.

Talik abandonó a Helena en el extremo de una larga mesa. Ella adivinó la presencia de su terrible esposo. Nicéphore se ocultaba tras un samovar, sentado en una silla de respaldo alto. La penumbra lo rodeaba y el humo lo camuflaba. Observaba con avidez a su joven mujer y sus hombros blancos desnudos. La fingida tranquilidad, los cabellos despeinados y el vestido que no le iba bien al frágil cuerpo de Helena lo excitaban.

– ¡Toma asiento, mi amor!

Afirmó su orden con un chasquido. Ella siguió de pie.

– ¡Obedece!

Nicéphore pegó un manotazo en la mesa e hizo tintinear el cristal de las copas y los cubiertos de plata blasonados. Una manzana se separó de una pirámide de frutas y rodó entre los panecillos dorados. Nicéphore la clavó al mantel con su cuchillo. Helena se había acostumbrado a ese tipo de gestos. Ella ocupó su lugar sin apresurarse y después de haberse arreglado los pliegues del vestido.

– ¡Come!

Empezó a comer sin perderlo de vista. Los sabores se mezclaron con lo amargo de su boca. Mientras masticaba lentamente, le deseaba en voz baja a semejante ser todos los tormentos del Infierno. Él llevaba semanas envileciéndola y persiguiéndola sin demostrar jamás ni la más mínima compasión. Nadie podía contradecirlo. En el Imperio ruso, era el único representante de unas leyes que hacía y deshacía a voluntad. No había nada que le afectara, aparte de sus propios daños, sus ardores de estómago, sus dolores abdominales, su artritis y su deseo frustrado. De repente, se le aceleró la respiración y se levantó con un muslo de oca en la mano.

– El hombre inventa dogmas, dicta preceptos, determina exclusiones, promulga prohibiciones, pero Dios hace lo que quiere, y ¡Él te ha entregado a mí!

– ¡Qué ínfulas tienes! Siempre tienes que mezclar a Dios con tus bajos instintos.

Detestaba esas réplicas que sonaban tan sensatas. Helena lo medía con la mirada. El aguijón de su menosprecio avivó su rabia. Nicéphore barrió con el brazo vasos y jarras. El ruido del cristal al romperse con estrépito le hizo mucho bien y se calmó un poco. Helena le pareció más bella y deseable que nunca. Mechones de cabellos con reflejos rojizos le caían sobre su frente obstinada. Su pecho lechoso se elevaba. Atraído irresistiblemente, rodeó la mesa. La boca se le deformaba en un rictus, su cara amarillenta podía compararse a la de un aparecido. Pudo leer el miedo en la mirada de su esposa.

Helena se levantó de su asiento y se colocó en la otra punta de la mesa.

– Muy bien, general, te dejo elegir las armas -soltó ella apoderándose de un largo tenedor de plata-. Pero ten cuidado, podría traspasarte la piel tranquilamente.

Lo clavó con una inopinada violencia en el vientre de un salmón. Nicéphore comprendió que no bromeaba, pero restó importancia a su gesto atreviéndose a soltar una risita. Habría podido llamar a sus hombres para descuartizarla sobre la mesa, pero deseaba solucionar ese problema solo.

– Vamos, preciosa -dijo él-, seguro que podemos hallar un lugar de encuentro. ¿Tanto te disgusto? Soy un hombre con experiencia y mis caricias te darán placer.

– Me tomas por una de esas criadas tártaras que te llevas a tu habitación de noche. No me parezco en nada a esas retrasadas que fingen sentir placer por miedo a las represalias. ¡Mírame, Nicéphore! Soy joven, tengo diecisiete años. Mírate a ti, sólo eres un viejo asqueroso. No quiero soportar tus caricias repugnantes. No quiero recibir tu semilla corrupta.

Helena sacó el tenedor del salmón y le apuntó cuando él iba a rodear la mesa.

– ¡No te acerques a mí o perforaré tu decrépito pellejo!

Nicéphore se detuvo. Iba a atravesarle la vieja piel que cada día intentaba reafirmar con ungüentos orientales y maceraciones de hierbas africanas. Ella le recordaba que estaba a merced de la decrepitud, igual que sus hombres y sus siervos.

Diecisiete años apenas, y se comportaba como un aguerrido soldado. Él, el vencedor de los turcos, invicto, cuyo nombre se murmuraba con temor desde el mar Caspio hasta el mar de Azov, estaba a merced de una adolescente armada con un tenedor.

La cólera se apoderó de él.

Quería tomarla allí mismo. Enseguida. Se precipitó hacia una panoplia de armas y se apoderó de un heggestor húngaro, una espada curvada pensada para hundir cráneos.

– Ya veremos quién de los dos ensarta al otro -gritó exultante, cortando el aire con su arma.

Helena se volvió a situar en el otro extremo de la mesa. Dejando caer su espada al azar, Nicéphore redujo a pedazos la preciosa vajilla, e hizo picadillo aves, pescados, pasteles y porcelana.

– ¡Serás mía! -gritó él.

El hierro dibujaba grandes círculos; después se hundió en la madera.

– ¡Ven aquí, ramera!

Helena se tropezó de repente con una de las pieles extendidas, perdió el equilibrio y fue a darse contra el samovar ardiente.

– ¡Ya te tengo! -eructó Nicéphore precipitándose hacia ella.

Helena abrió el grifo de cobre. De él manó agua hirviendo que llenó una palangana de plata. El general se colocó encima de ella, pero ésta le lanzó el contenido de la palangana a la cara.

Nicéphore, olvidando su arrebato, gritó de dolor. Tras dejar caer la espada, se llevó las manos a la cara.

– ¡Maldita!

No había tenido bastante. Se echó hacia delante, ciego, y pudo atrapar un mechón de cabellos. Tiró con todas sus fuerzas, pero Helena recuperó el tenedor y se lo clavó.

– ¡A mí, Talik! ¡A mí!

El cosaco apareció en la habitación y se lanzó sobre Helena. No pudo esquivar el tenedor, que se le clavó en el cuello. Ese golpe magistral le permitió a Helena liberarse.

Nicéphore recuperó poco a poco la visión. La silueta vaga de su esposa se confundía con la de su perro guardián. Talik se esforzó por mantener el equilibrio. Un reguero de sangre le manchó la camisa.

– Señor, ayúdeme… -gimió el cosaco.

Nicéphore no estaba en condiciones de ayudar a su guardia; ni se movió cuando Helena, en su huida, pasó cerca de él.