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Los dos días siguientes estuvieron llenos de gestiones penosas e interminables conciliábulos. Más explosiva que nunca, la señora Von Hahn volvía a la carga durante las comidas. Había puesto sobre aviso a tíos y sobrinos, parientes y amigos. Todo el mundo compartía su opinión. El general estaba aislado y se veía obligado a comprometerse.
La luz del día empezaba a asomar cuando el abuelo entró sigiloso en la habitación de su nieta. Prácticamente nunca antes había ido allí.
El general paseó su mirada intentando grabar en su memoria cada cuadro, cada libro, todos los objetos queridos al corazón de Helena. Después se sentó en el borde de la cama y la despertó acariciándole la mejilla.
– Helena, hija mía…
– ¿Abuelo? -dijo ella cogiéndole la mano con firmeza.
– He reflexionado mucho. Nuestros parientes y nuestros amigos se han puesto de tu lado. Esa coalición demuestra que me he equivocado… En fin… ¿Cómo explicarme? He sido demasiado vehemente en mis afirmaciones. Ya no estamos en la Edad Media. He escrito una larga carta a tu padre y he enviado una misiva oficial a nuestro zar. Es bastante probable que Nicéphore me retire su amistad… He decidido no volver a enviarte a Kirovakan.
– ¿Y el matrimonio?
– No se romperá. He consultado a los popes. Lo que se ha hecho en nombre de Dios no puede deshacerse. Te vas a reunir con tu padre en Odessa. Después de todo, tiene más derecho sobre ti que yo. Le corresponde a él decidir sobre tu futuro. Tu abuela y yo ponemos nuestras arcas personales a tu disposición.
– No quiero vuestro dinero… Oh, abuelo, te quiero…
Besó al anciano, que tenía lágrimas en los ojos. Después se levantó de un salto.
– ¡Voy a mandar que preparen mis maletas! -exclamó con vehemencia.