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En la punta del desfiladero brillaba el mar Negro. El carruaje de Helena chirriaba sobre sus ejes. La escoltaban cuatro caballeros. El viaje había sido extenuante.
Al lado de Helena, una pareja de criados escogidos por el general lanzaba miradas furtivas al paisaje inmenso y misterioso. La luna llena iluminaba las paredes de granito y rodeaba de una vida secreta los bloques erráticos. Los dos criados creían ver animales fantásticos y quimeras.
Tenían miedo, miedo a viajar tan lejos de su hogar, a las leyendas que corrían sobre el mar Negro.
Helena no se dejaba engañar por las trampas de la noche: había recorrido las montañas durante su juventud, de manera que no temía falsas apariciones. Las piedras, los árboles y los matorrales animados por la luna nunca le habían saltado encima.
No sentía ningún miedo. Después de haber escapado de los cosacos del señor de Erevan, la inundaban el orgullo y el optimismo. Se alegraba por reencontrarse con su padre en Odessa y por retomar su vida en el regimiento. Tal vez, incluso, podría asistir a alguna batalla. Sentía un deseo loco de cortarse los cabellos y enfundarse un uniforme de húsar.
– Vamos, dejad de temblar. Dentro de menos de dos horas, estaremos en Poti y no lamentaréis haber salido de Tiflis. La vida en las orillas del mar Negro es dulce -les dijo a sus criados, cogiendo la mano de la mujer para tranquilizarla.
– Perdónenos, señorita, pero no estamos acostumbrados a viajar -dijo la mujer.
– Lo más lejos que hemos viajado ha sido a Yelalogli -añadió su marido, que se santiguó.
La mujer se santiguó también y siguió hablando.
– Dios, en su bondad, nos ha salvado de que nos enviaran a Erevan, donde viven los salvajes armenios. Nuestro hijo, enrolado en el ejército, no ha tenido esa suerte.
– ¿Pertenece a uno de los regimientos del Cáucaso? -preguntó Helena, sintiendo un pinchazo de angustia al pensar en el general Blavatski-. Si ése es el caso, no sintáis ningún temor. Nuestras relaciones con los persas son buenas. El peligro está más bien en el oeste, muy lejos de Erevan, en el bando turco.
El rostro inquieto de la mujer no se relajó.
– Nuestro Guenady no está en uno de los regimientos del Cáucaso. Sirve en el cuerpo de los exploradores de Tiflis.
– ¡Guenady! ¿El domador de caballos?
– Sí, nuestro querido hijo -dijo el hombre-. La víspera de nuestra partida, su abuelo lo puso al mando de un escuadrón que envió al general Blavatski para informarlo de las disposiciones tomadas sobre usted.
La noticia dejó a Helena helada. Vio a su marido, colérico, desplegando un mapa de Georgia y cogiendo un portaplumas para subrayar con un trazo violento el puerto de Poti, el único sitio en el que era posible embarcarse para llegar a Odessa.
Nicéphore no era un hombre que se diera por vencido. Sus sicarios emprenderían enseguida el camino. Sus mensajeros y sus espías establecerían contacto con la policía de los puertos del mar Negro. En pocos segundos, se imaginó el plan de su esposo.
Trescientas verstas separaban Tiflis de Erevan, y otras trescientas Tiflis de Poti. Era difícil desplazarse por el Cáucaso nevado. Calculó que llevaba ocho días de adelanto. Si iba a Odessa, no tendría escapatoria y su padre no podría hacer nada por ella. Evaluó todas las soluciones y trazó su propio plan.
Asomándose por la portezuela, llamó al jefe de la escolta.
– Nos detendremos en el próximo pueblo para descansar.
– Te recuerdo que tu barco sale al alba y que debemos estar en Poti antes de medianoche.
– No tengo prisa.
– Tengo órdenes, Alteza.
El teniente se estaba sobrepasando. Le otorgaba un título al que no tenía derecho y a la vez la tuteaba. No era princesa de sangre y no se ablandaba con zalamerías.
– Considera tus órdenes anuladas.
– Muy bien, pero date por avisada: vas a perder el barco.
Eso era exactamente lo que ella deseaba. Estaban a una media hora de Poti cuando llegaron a un pueblo. Una vez más, el teniente le aconsejó continuar, pero ella no cambió su decisión: iba a dormir allí.
Poti. La luz rojiza del sol se deslizaba sobre las barracas, los almacenes y las casernas. Entre los brazos de tierra, había una decena de navíos mercantes y cinco bajeles de guerra fondeados en la bahía. A lo lejos, una humareda gris se escapaba de la chimenea de un vapor y se diluía en el cielo anaranjado.
Su vapor.
Helena se alegró de no estar a bordo. Se echó el aliento en las manos y aceleró el paso. Había conseguido granjearse la confianza del teniente y de los criados, hospedados en casa de un noble escribano de la ciudad.
Debía afanarse por borrar las huellas de su paso por ese puerto bullicioso.
Llegó a los barrios bajos y se mezcló con la multitud, que ya estaba atareada. Sólo eran las diez cuando tomó la calle principal, donde deambulaban soldados, marinos, putas, mendigos turcos, aventureros bálticos, mercaderes manchúes, caravaneros tungusos y mercenarios daguestanos. Al ver a los prisioneros altaicos, con gruesas cadenas en torno a los tobillos, y a los cosacos mirándola, no pudo evitar pensar en su propia suerte si acababa presa. La marea humana se perdía en los muelles y en los astilleros. En ese espacio de media versta de largo y cien pasos de ancho, los chirridos, golpes, balidos y relinchos no conseguían acallar las llamadas de los mercaderes y los juramentos de los traficantes, los cantos de los obreros y los silbidos de los contramaestres. Helena se dirigió al mercado de animales.
Un vendedor griego de mandíbula prominente, encaramado a un tonel, mantenía en vilo a una multitud de nómadas, una hermandad de monjes y un puñado de campesinos.
Helena se mezcló con los monjes. Los religiosos admiraban los animales allí expuestos, sobre todo el magnífico animal de pelaje marrón con motas negras que el vendedor estaba presentando.
– Sería ideal para nuestro peregrinaje a Jerusalén. Nuestro superior se montaría en él y nosotros lo seguiríamos en las mulas.
– Sí, entraríamos en la Ciudad Santa con gran pompa, junto a los hermanos de Tashkent y los penitentes de Kiev.
– ¡Lo necesitamos!
El vendedor animó a los monjes.
– ¡Fijaos! Qué bestia, qué bella bestia -decía señalando al caballo, al que un empleado hacía girar-. El propio Dios lo querría en el Paraíso, ¿no les parece, hermanos?
Los monjes desaprobaron esa afirmación, abandonaron la idea de procurar una montura digna a su superior y se apartaron para salmodiar unas plegarias. Al vendedor le importaba un bledo. Los monjes, que vivían de limosnas y donaciones, no tenían los medios para comprar un caballo. Esperó a que esos malos clientes desaparecieran, y después retomó su palabrería:
– Vamos, señores, decidíos…
Los hombres en cuestión, vestidos en su mayoría con sombrero y botas de fieltro, seguían impasibles. No comprendían demasiado bien el ruso, así que, abandonando la lengua oficial, el mercader se dirigió a ellos en sajá. Acertó de lleno. Las sonrisas dejaron a la vista los dientes mellados de su público.
– ¡Es un animal fuerte! Vuestros chamanes dirían que está hecho para enfrentarse a las nieves del Cáucaso, a los pantanos siberianos, a los desiertos del Mujunkum y a las arenas del Betpak-Dala. Ved sus jarretes, la amplitud de su pecho, el brillo de su pelo y la vivacidad de su mirada. Creedme, hijos de las estepas, no encontraréis una montura mejor a menos de mil verstas a la redonda; cargará sin desfallecer vuestras bolsas de sal, vuestras tiendas y a vuestras mujeres durante veinte años.
Los nómadas sabían que todo era mentira. El animal tenía al menos quince años. Ninguno de ellos hizo una oferta. Los griegos siempre mentían. Los campesinos, toscos georgianos pertenecientes a la misma comunidad, eran menos cautos. Su grupo se acercó al caballo.
– ¿Cuánto? -preguntó el que llevaba la voz cantante.
El vendedor se enderezó, se metió los pulgares en los bolsillos de su chaqueta y adoptó un aire pensativo. Aceptó fijarles un precio.
– Cuarenta rublos sería un buen precio para vosotros; pero, en pos de las buenas relaciones entre nuestros dos pueblos, debo hacer un esfuerzo: os lo dejo por treinta y cinco rublos. Entonces, ¿qué me decís, amigos míos?
El jefe consultó en voz baja a sus colegas. Después dijo en voz alta:
– Somos pobres.
– Treinta y dos rublos.
– Sigue siendo demasiado. No podemos pagar más de dieciséis.
– ¡Idos al diablo! -escupió el griego.
Los campesinos, decepcionados, se fueron. Helena se quedó contemplando el caballo. Era un caballo bastante mediocre.
– ¡Te ofrezco veinte rublos!
El vendedor levantó una ceja y miró con desdén a la noble y joven señorita, antes de lamentarse:
– Veinte; quieres que me arruine… Con ese precio, perdería dinero.
– ¡Sé lo bastante sobre caballos para decirte que tiene quince años y que es el bastardo de un media sangre francés y de un tarpán!
El mercader se sintió incómodo. Esa diablesa con enaguas iba a hacer que se ganara una mala reputación. Tenía más animales que vender: asnos, mulas, siete vacas y caballos de tiro. Así pues, se apresuró:
– Es tuyo.
Unos minutos más tarde, lo condujo hasta donde estaban los monjes.
– Padres, ¿pensáis ir a Jerusalén?
– Sí, hija mía.
– Es un viaje largo.
– Llegaremos dentro de unos cinco meses… Si Dios quiere.
– Entonces, aceptad este caballo.
– Nunca podremos rezar lo bastante para agradecértelo. No podemos aceptar un regalo así.
– Yo no puedo ir a Jerusalén. Es para vuestro superior. Será mi manera de estar con vosotros allí.
– ¡Que Dios te bendiga! -gritó el más anciano de los monjes, con cara de sorpresa-. Le daremos un buen uso. ¿Cómo te llamas?
– Marina Petrovskaya.
– Lo recordaré -dijo el anciano, que se apoderó rápidamente del caballo-. Le hablaré al Señor y a sus ángeles de ti.
A Helena le importaban muy poco las intercesiones en su favor ante Dios.
– ¿Puedo pediros un favor?
– Lo que quieras, hija mía.
– Dadme uno de vuestros hábitos.
– ¡Eso es imposible! -exclamó el anciano monje.
– ¿Por qué?
– Las mujeres no pueden llevarlos. Cometeríamos un gran pecado si te lo diéramos.
– ¿Quién os ha dicho que me voy a disfrazar de monje? Lo pido para una buena causa. Quiero dárselo a mi hermano, que desea ayunar y hacer penitencia -mintió ella, a la vez que extendía la mano.
Los monjes abrieron los ojos como platos. En la palma de Helena brillaban tres monedas de oro.
– Una por el hábito -dijo ella, mientras ponía la primera en la mano del monje, casualmente tendida hacia ella-, otra para lavaros de todo pecado y la última para que me borréis de vuestra memoria.
– Entonces, queda triplemente justificado -dijo el viejo monje-. ¡Hermano Grigori, quítate el hábito!