38096.fb2 En busca de Buda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 27

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26

Hicieron escala en Kertch. La policía del puerto no apareció. El Commodore mantenía su ventaja respecto a los mensajeros de Blavatski. Ahora, navegaban por el mar de Azov. La costa volvió a aparecer hacia mediodía; los pájaros empezaron a seguir la estela del velero, al que un viento del sur empujaba con rapidez hacia el golfo de Taganrog.

Helena, acodada en la borda de la popa, los observaba al acecho de señales propicias. Graznaron y desaparecieron de repente. No le gustó ese gesto. La preocupación llenó de arrugas su frente.

– Dentro de menos de dos horas, echaremos el ancla en el puerto de Taganrog.

La voz amiga del cocinero, un indio punjab, la sacó de una sombría reflexión. Se llamaba Mavakur y sonreía constantemente.

Al cabo de los días, había acabado por tenerlo en verdadera estima. Tenía unos ojos muy dulces y hablaba a menudo de la India. Le recitaba en hindi los poemas del Décimo Gurú, escritos para alabar a los dioses, y, a pesar de no comprender esa lengua, Helena viajaba al país de los tigres y de las ciudades fabulosas.

– Estoy impaciente por salir de aguas rusas -dijo ella-. Tengo un mal presentimiento. Los pájaros han dejado de seguirnos.

Mavakur miró al cielo despejado.

– Rezaré a Dhatri, el hijo de Brahma, para que te proteja.

– ¿Qué ves? ¿Estoy en peligro?

– No veo más allá que tú. Todos estamos en peligro. Desconfía del capitán Hasquith, no tiene palabra. Creo que está poseído por un bhuta, un devorador de carne. Entre nosotros, los bhutas son los espíritus demoniacos de aquellos que murieron de manera violenta. Se introducen en los cuerpos de los vivos para saciar sus vicios.

– Pues al bhuta de Hasquith le gustan mucho el ron y el whisky. Conozco a esos espíritus -dijo riendo Helena-: hay muchos en Rusia.

– Me temo que nuestro capitán está poseído por un bhuta muy peligroso.

El casco del Commodore crujía mientras se recogía la cadena del ancla. Acababan de plegar las velas, y los marinos se deslizaban por las cuerdas y saltaban al puente. Estaban emocionados por poder bajar a tierra. Helena, desde el interior de su cabina, los oía gritar de alegría.

– ¡Calma! -gritó el capitán-. A estas horas, los burdeles de la ciudad todavía están cerrados. ¡Merson! ¡Sleigh! ¡David! ¡Marvin! ¡Van Hook! Ocúpense del cargamento. Señor Chaterbool, usted deberá velar por que Tim y Napler arreglen ese puñetero timón.

Hasquith estaba al tanto de todo. La mayoría de sus hombres eran pillos de los bajos fondos de Cardiff, el puerto donde fondeaba el Commodore, y siempre estaban dispuestos a sacar el cuchillo y luchar. De vez en cuando, le daba a alguno un latigazo para mantener la disciplina. Al propio capitán también le excitaba la idea de desembarcar y perderse por las callejuelas remotas de la ciudad. Tras rellenar su pipa, miró el puerto; entonces, unos hombres de uniforme aparecieron en el dique y subieron a bordo de una barca en la que esperaban seis remeros.

– ¡Por amor de Dios! -gritó él-. ¡Tú, ven conmigo! -le ordenó al grumete, que estaba enrollando una cuerda-. ¡Señor Chaterbool!

– Sí, capitán.

– Que todo el mundo se entere: no llevamos a ningún pasajero a bordo.

– ¿Problemas, capitán?

– Véalo usted mismo, señor Chaterbool: la policía del puerto viene a hacernos una visita.

Sin perder un instante, el capitán condujo a su grumete a la cabina de Helena. Abrió bruscamente la puerta, sin llamar.

– ¡No se asuste! -dijo él empujando al adolescente ante él-. Tú, desvístete, ve a buscar la ropa de recambio y escondes la ropa de la señora en la reserva de arenques.

– Pero, capitán… -dijo tímidamente el grumete.

– ¡Obedece sin rechistar o te encierro en el calabozo durante diez días!

– ¿Qué mosca le ha picado? -preguntó Helena.

– Pues que no tengo ganas de acabar mis días en la prisión del zar por su culpa. La policía estará aquí dentro de unos minutos. Le aconsejo que se ponga rápidamente la ropa de mi grumete y que se oculte el cabello debajo de su gorra.

– ¿La policía?

– Sí, sí, sí, la policía imperial. ¡Dése prisa!

El miedo le atenazó las entrañas. Helena sentía pánico.

– ¡Quítese eso! -continuó el capitán acercándole la mano para agarrar el cuello de su vestido.

Ella lo rechazó.

– ¡No me toque!

– ¿Quiere que llame a mis hombres?

Ella se volvió, esperando a que Hasquith se fuera, pero éste no se movió. Se desabrochó el vestido y se le cayó la tela sobre los hombros, después sobre las caderas. Sus enaguas formaron una corola alrededor de sus pies. Notó la mirada ardiente del capitán sobre su piel desnuda. El hombre le entregó los efectos del grumete.

– ¡Tenga esto!

Ella cogió la camiseta y el pantalón. Mientras se cambiaba, sorprendió un deseo fugitivo en la mirada de Hasquith. Le recordó a la de Nicéphore.

El capitán cerró durante un instante los ojos y escuchó la sangre golpeándole las sienes. Tenía diecisiete años, era muy bella. Nunca había probado un fruto verde de esa calidad. Las pequeñas indias y las gráciles chechenas con las que solía estar no olían tan bien.

– Sígame -dijo con voz ronca.

En la penumbra de la bodega, donde movía cajas en compañía de un viejo trotamundos escocés, Helena sintió un escalofrío cuando las botas martillearon sobre el puente. De repente, un rayo de luz iluminó el rincón oscuro en el que se mantenía. Alguien había levantado la escotilla. Allá arriba, se balanceaba una lámpara bajo la barba de un hombre.

– ¿Quién anda ahí? ¿Quiénes son esos dos?

– El marinero MacLynn y nuestro segundo grumete, Tom -respondió el señor Chaterbool.

– ¿Nadie más?

– Puede comprobarlo usted mismo -dijo Chaterbool moviendo su propia linterna por la bodega.

– Vale, vale.

Volvió a reinar la penumbra. Helena y su compañero escucharon alejarse los pasos de los policías.

– Se han ido, ya no hay peligro -farfulló el escocés. Adivinó que a Helena iban a fallarle los nervios y le puso su gran mano callosa sobre el hombro-. Vamos, llore, pero no demasiado fuerte, le sentará bien…

Se puso a llorar levemente, a sorber, después soltó una risa nerviosa. Acababa de escapar una vez más de Nicéphore.

Los días que siguieron a la salida de Taganrog se desarrollaron en medio de la monotonía, con una tripulación cansada por las borracheras y los excesos. En aquel barco fantasma, Helena se angustiaba siempre que se cruzaban con barcos en los que ondeaba la bandera rusa.

Pero no sólo la inquietaba volver a caer en las garras del señor de Erevan: también Hasquith, sus miradas febriles y los sobreentendidos desde que se había desvestido ante sus ojos.

Helena se sentía turbada por el deseo que había suscitado involuntariamente. En muchos sentidos, ese hombre le recordaba a Nicéphore. Se había sincerado con Mavakur, pero ¿qué podía hacer el frágil y dulce cocinero ante el poderoso capitán?

En todo momento, esperaba ver surgir a Hasquith y tener que soportar su violencia. Tenía miedo, miedo de sus pasos pesados ante la puerta de su cabina, de la niebla que separaba al navío del resto del mundo, de la maldita niebla mezclada con lluvia que cubría el cielo, el mar y la tierra.

Hasquith juró en voz alta, llamó a los vigías y tocó él mismo el cuerno de bruma. No se veía nada, ni las luces de la costa ni los faroles de los otros navíos. ¿Dónde estaba el maldito Bósforo? ¿Y los faros de Kilios y Riva?

– ¿Qué profundidad tenemos? -le gritó al marinero responsable de la sonda.

– Doce brazas -respondió una voz en proa.

– ¡Maldita sea! ¡Nos vamos a hundir!

– Todavía tenemos algo de margen -respondió el piloto que iba al timón.

El capitán maldijo a ese incapaz de Chaterbool, que tan mal utilizaba el compás y la brújula. Por su culpa, el Commodore vagaba ahora por aguas turcas.

– Una luz a estribor -dijo el piloto extendiendo el brazo.

Hasquith guiñó los ojos. No era la esperada luz de los faros, sino las llamas de tres grandes faroles a la entrada de una amplia cala en la que había algunas barcas fondeadas.

– ¡Hay que echar el ancla! -ordenó el capitán cuando el marinero de proa anunció nueve brazas.

Empezó a maldecir el tiempo y el agua helada que empapaba su ropa. Se estremeció. La necesidad de beber se volvió apremiante. Ante esa idea recuperó el buen humor y felicitó al piloto por la maniobra. El navío estaba bien anclado.

– Buen trabajo, Peter.

– Gracias, capitán.

Hasquith se sacudió y volvió a la cabina del segundo, al que sacó brutalmente de su cama.

– Señor Chaterbool, ¿dónde estamos, según usted?

– En Estambul, ¿no?

– Muy bien, pues vaya a admirar el Cuerno de Oro y Santa Sofía. ¡En pie! ¡Inútil! Va a tener toda la noche para meditar sobre el sitio al que nos ha conducido.

Lo levantó y lo empujó fuera de la cabina. Después se inclinó sobre un cofre con la tapa abatida. Allí, el segundo guardaba sus botellas de ron. Cogió una y vertió el líquido ardiente por su garganta. Era del bueno, tendría unos 55 grados. El fuego corrió por sus entrañas. El humo le llegó hasta el cerebro. Divagó: «Cañas cortadas con machete… Cachaza… Bacardi de Cuba… Mujeres negras con pechos oblongos, me encantan vuestras ancas rollizas, vuestros sexos voraces…».

Cinco tragos más tarde, la botella se encontraba vacía. De inmediato, cogió otra. En las brumas de su cerebro, se oyeron los ruidos de cien puertos. Vientos y más vientos. Mujeres y más mujeres. Desnudas, abiertas, sumisas. No conseguía dibujar los rasgos de sus rostros. En todos ellos, se superponía el de Helena.

«Tiene unos ojos tan extraños…»

Se preguntó si su pasajera se habría escapado de un convento. ¿De dónde había sacado todo ese oro? Quizá se lo hubiera robado a sus padres… O, mejor, a su amante. Esa última hipótesis era plausible y tranquilizaba su conciencia.

«Maldita pequeña ramera…»

Una pequeña ramera cuyos senos se acababan de formar. Recordó las caricias compradas en un burdel de Taganrog, las manos hábiles de dos polacas, unas vainas ardientes en las que se había derramado. Deseaba revivirlo todo con Helena.

Y bebió para ir más lejos en su alucinado viaje. Necesitaba ese ron. Le faltaba el coraje. Su pasajera no era una mujer ordinaria. Y se tranquilizó pensando: «Estoy en aguas territoriales turcas…».

Y por tanto, al abrigo de las persecuciones imperiales…, podría abusar de la bonita princesa. Otro trago más. Esta vez era seguro, tan seguro como que en los polos había hielo y que el Támesis fluía por Inglaterra: dentro de unos minutos, esa puta de diecisiete años gemiría de placer.

Se levantó riéndose, dio un golpe contra una pared y empujó brutalmente el batiente.

En la cabina opuesta, Helena se sobresaltó. Oyó un gruñido y después vio con terror que el pomo de cobre giraba. Las armas no faltaban a su alrededor. Con mano temblorosa agarró un sable de marino.

– ¡Vaya, mírala cómo está! -gritó Hasquith al descubrir a Helena en guardia, apenas tapada con una camisa de marinero.

– ¡No te acerques!

– ¡Ah, ah! La bella pichona está colérica… Eso es peligroso…, muy peligroso… ¡Sí, sí, sí! -se carcajeó él, alzando los brazos.

Se balanceó torpemente como un luchador. Su mirada viscosa recorrió las piernas de la chica. Helena hizo una mueca de disgusto. Las exhalaciones apestosas de ese cerdo hacían que el ambiente cerrado de la habitación fuera todavía más insoportable.

Hasquith dudó por un momento. Corría el riesgo de que esa loca lo hiriera.

– ¿Me equivoco o esto es un motín?

Se había vuelto irónico. Con un gesto teatral, se quitó la chaqueta y la echó a los pies de la diosa Kali. Se quitó también su camisa y empezó a agitarla.

– Ya ves, me rindo. Esto es mi bandera blanca.

Se atrevió a dar un paso.

– Venga, ataca, ¿a qué estás esperando? ¡Dame en el corazón! -dijo él golpeándose el pecho con el puño.

Un monstruo. Helena apuntó el arma al torso velludo cuyos pelos largos y espesos se unían con la barba. Ella avanzó, pero él, con un gesto vivo, se apartó y cubrió la hoja del sable con su camisa.

– ¡Mal jugado! -dijo él arrancándole el arma.

Ella se golpeó con todo su peso en el bidón lleno de ron. Él le dio un golpe en el hombro. Helena cayó al suelo. Las doscientas cuarenta libras de músculos y de grasa se abalanzaron sobre ella.

– ¡Puta! Ya te tengo.

Cualquier resistencia parecía vana, pero en un arrebato de defensa desesperado, hundió sus dedos en los ojos del bruto. Hasquith gritó de dolor.

– ¡Me las vas a pagar!

Con una mano, le agarró las muñecas. Con la otra, comenzó a estrangularla. A Helena le faltaba el aire, le ardían los pulmones, destellos rojizos le cruzaban los ojos. El vacío la invadía poco a poco. Los dedos nudosos seguían clavados al cuello, y a ella no le quedaban fuerzas para impedir que una rodilla le apartara los muslos.

El asedio acabó de golpe. Hasquith se tambaleó y se cayó encima de ella. Alguien levantó el cuerpo pesado del capitán y liberó a Helena. A través de las lágrimas, reconoció a Mavakur, el cocinero.

El pequeño indio sujetaba con firmeza una porra y estaba preparado para volver a golpearlo.

– Hace mucho tiempo que soñaba con devolverle todos los golpes que me ha dado -dijo él, a la vez que ayudaba a Helena a levantarse.

Se había despertado de la pesadilla. Se colgó del cuello de su salvador.

– ¿Te sientes capaz de caminar? -se preocupó él.

– Sí -dijo Helena con voz firme.

Tal enérgica respuesta le reafirmó en su opinión. Bajo la apariencia frágil de Helena se escondía una nagini indomable: una mujer cobra presta a actuar en las situaciones críticas.

– Vístete, el tiempo apremia.

Se puso deprisa y corriendo su ropa de marinero, mientras Mavakur ataba de manos y pies al capitán con un sólido nudo corredero.

El cocinero remató su obra metiendo un trapo grasiento en la boca de Hasquith.

– ¡Larguémonos de aquí!

El puente estaba desierto. Se deslizaron hasta el portalón, pero lo habían retirado. El panel de madera reposaba sobre el cuerpo de un hombre atado e inerte: el bueno del señor Chaterbool. El pequeño indio había pensado en todo: la escala estaba desenrollada; en el extremo del cordaje trenzado se balanceaba un minúsculo bote.

– Después de ti.

Helena precedió al hindú y ocupó su lugar, llena de aprensión, en la cáscara de nuez. Mavakur animó a su nagini.

– A los remos, marinero -dijo imitando en un tono bajo la voz de Hasquith.

No tuvo que decirlo dos veces. Helena agarró el remo, se acomodó en la bancada y se puso a esperar la primera palada…