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Con los primeros escalofríos del día, Helena volvió a sentirse angustiada. La niebla se había disipado. Había dejado de llover. El mar era un charco de sangre en el que la proa afilada del Commodore podía aparecer en cualquier momento. En el estrecho del Bósforo, el bote no tenía ninguna oportunidad de escapar a los dos mástiles de Hasquith. Las dos costas se extendían como dos ondulaciones amenazantes, sembradas de fuertes y mezquitas.
Con el cansancio extremo que sentía, a veces entraba en ese estado que revelaba sus dones. No deseaba conocer su destino, aunque tampoco lo conseguiría. Se colaban en su alma imágenes incoherentes que se negaba a reagrupar. Simplemente esperaba que Mavakur recorriera parte del camino a su lado.
El indio rezaba en silencio a los dioses queridos a su corazón y al sol que se alzaba: las doce Aditya, esencias de la luz eterna, Surya, el esposo del alba Ushas, Vivashta, el Resplandeciente, padre de Manu, el primer hombre… Y poco a poco, como si obedeciera a los gestos y a las palabras cien veces repetidos del hombrecillo, el astro del día iluminó Oriente.
Ni rastro del Commodore. Ninguna vela en su estela. Lo habían conseguido. Helena se entregó a la fascinante contemplación de lo que aparecía ante sus ojos. Más allá de la proa, en la que el hindú, estático, estaba sentado con las piernas cruzadas, se extendía una ciudad inmensa.
– Constantinopla -susurró ella.
Los rayos de sol iluminaban el oro de una cúpula, y después la ciudad entera se incendió. Mavakur saludó en voz alta al sol y a Brahma, que lo había creado, y a Vayu, el dios de los vientos:
– Oh, Vayu, sustancia de la palabra, mensajero de los deva, hijo de Tvashtri y servidor de Indra. Rey de Gandharva y creador de Lanka, purifica al humilde Mavakur.
Tras ofrecer su rostro al viento del este, entró en un instante de felicidad. No pidió nada. El instante se escapó. El panorama desfiló ante él, un mosaico de colores y de formas recubría a Brahma, la naturaleza profunda de todas las cosas. Fue a sentarse junto a Helena y le cogió la mano.
La gran ciudad apareció ante ellos, que se maravillaron ante los miles de casas que colgaban sobre las orillas de color ocre, las innumerables mezquitas y los magníficos palacios. En el Bósforo hormigueaban centenares de embarcaciones, y el mar de Mármara, surcado de vapores, fragatas y balandros, se abría hacia la libertad.
– Somos libres -murmuró ella.
La ciudad sólo era un inmenso sueño de ruidos y colores. En tres golpes de timón, Mavakur bordeó hábilmente las flotillas y condujo el bote hasta un pontón lleno de gente.
– Aquí nos separamos -dijo el indio.
Helena, presa de un arrebato, lo detuvo:
– ¡Llévame contigo a la India!
– No estás lista.
– Mavakur, ¡te lo suplico!
– Llegará tu momento.
– ¡Ya ha llegado!
– ¿Y qué harás con un hindú de casta inferior en Penjab? ¿Crees que los sijs de la regente Rānī Jindhan te dejarían entrar en el país de los cinco ríos? Los adoradores de la negra Kali te arrancarían el corazón para ofrecérselo como sacrificio a su diosa. Debo volver solo a mi pueblo de Tapa; allí, cuando llegue el momento, me encontrarás. Te esperan grandes aventuras que debes vivir para realizarte en este mundo. Espera las señales. Cuando Mahishā suramardinī, La que Combate a los Demonios, arme tu brazo y tus almas, podrás enfrentarte a los sijs, a los cipayos, a los thugs e, incluso, a los caballeros fantasmas del desierto de Tahar. Ahora, vete, y no vuelvas.
Helena le lanzó una mirada desesperada.
– Mavakur…
– ¡Vete!
No conseguía separarse del pequeño indio. ¿Qué iba a hacer sin él en el país de los turcos? Los ojos se le llenaron de lágrimas y, por fin, se decidió a alejarse. Ni siquiera se volvió cuando se adentró en las tortuosas callejuelas de la ciudad. Sola, triste y libre.