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Helena se había perdido. Todas las calles se parecían. Tenía la impresión de estar dando vueltas en un colosal y polvoriento bazar invadido por humaredas agrias. No le servía de nada el poco turco que sabía. Disfrazada de grumete, los autóctonos no se fijaban en ella. Los hombres y las mujeres apenas la escuchaban y le daban la espalda murmurando alguna imprecación. Probó con varias lenguas: «¿Dónde puedo encontrar la embajada de Inglaterra?… Busco a algún francés; francés, ¿me comprende?… ¿Hay algún alemán en Estambul?…».

Tras salir de una placita dominada por un gran griterío, descubrió un muro imponente. Como ignoraba que se trataba del antiguo recinto construido por el emperador Septimio Severo, lo rodeó y llegó a una puerta bajo la que unos temibles bachi-buzuks vestidos con unas chaquetas azules y pantalones rojos, y tocados con un sombrero de lana coronado con dos plumas de avestruz, rodeaban a unos esclavos africanos encadenados y medio desnudos. Los pobres diablos tiritaban de frío.

Nadie acudía en su ayuda. Los bachi-buzuks no habrían dudado en utilizar sus fusiles con culata de plata si alguien hubiera pretendido acercarse a ese rebaño, propiedad del sultán.

Como no quería volver a perderse, Helena decidió seguir la fila. Diez minutos más tarde, llegó a un palacio fortificado rodeado de un jardín. La puerta monumental estaba abierta. Pasaron por su lado soldados y esclavos. Parecía que no estaba prohibida la entrada al palacio, ya que personas de modesta condición entraban y salían. Con su profusión de ventanas enrejadas, su sucesión de arcos y sus guardias de colores colocados a lo largo de los parapetos, la gran masa de mármol y granito parecía una colmena. Helena se acercó a unos gigantescos muros que ocultaban el cielo. Escuchó latir el corazón del Imperio otomano. Ese palacio le parecía un pozo sin fondo en el que se vertían todas las riquezas y las pasiones. Adivinó secretos aterradores y misterios prohibidos. Recibía unas vibraciones mórbidas, percibía el espíritu de los Yin.

Su padre le había contado en otra época historias sobre los soberanos turcos que ocupaban su tiempo con intrigas del harén y estaban sometidos a la influencia perniciosa de los jenízaros. Su don como vidente estaba ahora en contacto directo con el ambiente. Escuchó las almas errantes de los sultanes desaparecidos. Captó los pensamientos del actual señor de la Sublime Puerta: Abdul Aziz. Y sufrió por ello. Almas carcomidas, devastadas por las dudas y los remordimientos. Los bloques de piedra que tocaba con la punta de los dedos le hablaban de crímenes, de príncipes envenenados, de esposas estranguladas o ahogadas, de excesos tan vergonzosos que se sintió horrorizada.

Pensó en las jovencitas encerradas en esa prisión dorada, condenadas a esperar la benevolencia de su real esposo, custodiadas por eunucos perversos.

– Sí, bajo la torre. Ahí está el serrallo en el que viven, al menos, seiscientas mujeres…

– ¡Ese Abdul Aziz tiene carácter!

¡Ruso! Helena sintió que la dicha le embargaba. Cuatro compatriotas suyos estaban a unos pasos de ella, hipnotizados por el serrallo que contenía tantas carnes perfumadas y palpitantes. Sus rasgos eran tan expresivos que parecían estar viendo a las cadinas y a las concubinas con vestidos ligeros, languideciendo en los sofás. Gracias a su imaginación, vivieron un festín de senos, culos y muslos, y se regodearon en visiones de orgías.

– ¡Vamos, señores! De nada sirve soñar, nunca podrán acercarse a las bellezas del sultán. Es hora de volver al hotel.

Provenientes de los jardines, tres mujeres de clase alta se unieron a ellos. Una de ellas era una vieja conocida de Helena: la condesa Kisselev. La había conocido tres años antes durante su breve viaje a Londres.

– ¡Señora Kisselev!

La condesa abrió los ojos de par en par y contempló a ese pobre grumete que se precipitaba hacia ella.

– ¿Qué quiere de mí ese andrajoso?

– ¡Condesa! ¿No me reconoce usted? -dijo ella quitándose el sombrerito de lana y sacudiendo la cabellera, que cayó sobre sus escuálidos hombros.

– ¡La pequeña Von Hahn! Señor, ¿qué estás haciendo aquí, y en semejante estado?

– Tal vez se ha escapado del harén -aventuró un hombre de aspecto ladino y goloso.

– ¡Compórtese, Igor! -dijo la condesa-. ¿No ve usted que esta chiquilla está agotada? ¿A qué viene este atavío, Helena?

– Es una larga historia; me he escapado de Rusia, de un lugar peor que el harén del sultán. Me casaron con Nicéphore Blavatski…

– ¿Qué? ¿Con ese tirano? Ahora lo entiendo todo, hija mía. Considérate bajo mi protección. ¡Si es necesario, intercederé por ti ante el zar! Mi familia le ha proporcionado grandes servicios al Imperio, y el emperador deberá tenerlo en cuenta. Mientras tanto, compartirás mi alojamiento en el Abdullah Palace.

Después de un baño perfumado y de un generoso almuerzo, a Helena la atendieron los mejores sastres de Constantinopla. La condesa encargó cinco vestidos, diez enaguas, chaquetillas, blusas con puntillas y un gran número de accesorios de lujo. Helena le había contado sus aventuras y los sufrimientos que había tenido que soportar en Erevan y Kirovakan.

– Me reafirmo, ¡ese hombre es un monstruo! -dijo la condesa-. ¡Querida Helena, has hecho lo correcto!

La condesa estalló en una risa franca y expresiva. Su rostro redondo se llenó de arrugas, los ojillos de avellana soltaron un destello de malicia y la nariz respingona se le movió. A sus cuarenta y dos años, conservaba la frescura de la juventud.

– ¡El señor de Erevan derrotado por una muchacha de diecisiete años! -continuó ella-. ¡La policía del zar burlada por un falso grumete y un canalla capitán inglés ridiculizado! Querida mía, eres una heroína. Acepta mi amistad, Helena, y recorramos juntas parte de este vasto mundo.

– Es que…

– No tienes dinero, ya lo sé. ¡Qué importa eso! Poseo una fortuna. Puedes contar con ella. Mi difunto marido me ha dejado lo suficiente para vivir en palacios los tres próximos siglos.

– No puedo aceptarlo.

– Considéralo un anticipo, hija mía. ¿Sabes qué voy a hacer? Voy a escribir a tu padre, que es un hombre encantador.

– ¡Eso es imposible!

– ¿No te ama a ti y a tu hermana Vera más que a cualquier otra cosa?

– Claro.

– Entonces te enviará dinero a las capitales que visitemos.

– ¿Capitales?

– Pequeña, soy viuda y siento ansia de descubrimientos. Tú y yo tenemos muchos puntos en común, aunque seas demasiado joven para darte cuenta de ello. Somos dos variaciones sobre el mismo tema: la libertad. Estoy en tu bando, Helena. A partir de ahora, sólo nos preocuparemos del presente, y un poquito sólo del porvenir si aceptas reprimir tu don de la videncia. Y, como prueba de nuestro acuerdo, ¿qué te parecería vaciar una botella de champán?

– ¡Creo que es una idea formidable! Eres una mujer maravillosa. Bendigo al hada que te ha puesto en mi camino.

Con el primer tintineo de sus copas de champán, se olvidó el pasado. Rieron a mandíbula batiente cuando la espuma se desbordó. Se burlaron del zar, del sultán, del emperador de la China y de todos los Nicéphore de la Tierra. Como unas reinas del universo, brindaron una vez más diciendo:

– ¡Por nuestro presente! ¡Nuestros amores! ¡Nuestras aventuras!

Helena se dejaba mecer mientras, en el crepúsculo, los paisajes de Grecia pasaban ante sus ojos medio cerrados. Con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, y las manos indolentemente colocadas sobre la banqueta, seguía el ritmo de la diligencia. La divina María Kisselev, cuyo rostro permanecía en la penumbra, se mostraba unas veces mística y otras maternal, parlanchina y taciturna, indolente y vivaracha…

En Delfos, la condesa, cuyo saber era inmenso, le había explicado la historia de los tesoros de los cnidios, de los tebanos y de los sicionios. También le había descrito la misteriosa esfinge desaparecida en Naxos. En la cueva de la sibila, Helena había entrado en comunión con los antiguos dioses, pero sólo había oído los murmullos del viento en las ruinas.

Visitaban y volvían a visitar. El tholos de Epidauro, la cámara de las Vírgenes del Partenón, el templo de Hera en Olimpia, la Puerta de los Leones en Micenas. En todos esos lugares mágicos, Helena acababa perdida en los meandros de la mitología. Sus pensamientos divagaban por aquella luz de la tarde que parecía manar del suelo. No tenía ningún objetivo. Lo único que importaba era el viaje en sí mismo, el movimiento que la arrastraba y el ruido de tal movimiento. Su identidad se disolvía en la embriagadora modorra de Grecia.

Cuando los caballos disminuyeron la velocidad, vio el letrero descolorido a un lado del camino: Tesalónica. Cerró los ojos. Al día siguiente, iniciaría otro viaje. Al día siguiente, pondría rumbo a Egipto.