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El 5 de agosto de 1849, Helena y la condesa Kisselev llegaron a El Cairo después de haber desembarcado en Alejandría. Egipto estaba de luto: el bajá Mehemet Alí acababa de morir a la edad de ochenta años. Egipto estaba maldito. Dos meses antes, el hijo que debía sucederlo, el sabio bajá Ibrahim, había muerto a causa de una embolia pulmonar. Ahora se hablaba de luchas, ya que el temible bajá Abbas, el sobrino de Ibrahim que iba a sucederlo, era conocido por su fanatismo y megalomanía. Pero a las dos viajeras les preocupaba poco la política egipcia. Se pasaban el tiempo resistiendo el calor. Sus ropas no eran adecuadas para el clima. Con unos tijeretazos las habían aligerado, quitando los lazos, los volantes, las colas, los cuellos, y habían dejado de usar enaguas.
– ¡Señor, qué calor, qué polvareda, qué miseria! Desde luego, este sitio es un horno.
La condesa se quejaba. La travesía del delta había sido un calvario. La vida en El Cairo se anunciaba como una estancia en el Infierno.
El director del hotel El-Muluk, que se había precipitado a recibirlas, se había esmerado. Bajo sus órdenes y para asegurar la comodidad de las damas, los criados habían llenado las bañeras de cobre, las esclavas senegalesas habían adornado los jarrones con flores frescas, habían espantado a las moscas y habían cortado rodajas de sandía. Después peinaron a Helena y a María y las rociaron de agua perfumada con esencia de rosa.
La noche había llegado, y con ella los cantos que se alzaban del Nilo. Centenares de tambores enviaban sus mensajes al cielo estrellado bajo el que cenaban las dos amigas. Una noche mágica, en la que bullían llamadas y misterios. Bajo la terraza del hotel, en las callejuelas cubiertas por la oscuridad, las familias se movían lentamente en dirección a las orillas iluminadas con hogueras. Todas las noches había una fiesta en El Cairo, y Helena no podía esperar a conocer los misterios.
El Cairo, Al Qahira, El Triunfador, capital de los fatimíes llegados de Ifriqiya en 969, una ciudad fundada al norte de la antigua ciudad copta Fustat, había sido la joya de los descendientes de Fátima, la cuna de Saladino el Ayubida, la fortaleza de los belicosos mamelucos. Desde la víspera, estaba en manos de Abás I, un hombre reaccionario que se oponía a cualquier reforma, a los extranjeros, a los judíos, a los coptos, e incluso a los felahs, que no querían seguir pagando los impuestos de Mehemet Alí.
Helena se había enterado de todo esto a la hora del té gracias a su guía, un anglonubio muy espabilado que trabajaba en el hotel. «No hay nadie mejor en todo Egipto», les había asegurado el director.
Helena no necesitaba ninguna explicación para sentir la ciudad, y había convencido al guía de que no la acompañara el primer día de su exploración de la ciudad. Tras subir sola a la ciudadela, donde quedó impresionada por la multitud de minaretes que dominaban las mezquitas de mármol y por los edificios de ladrillos, se había dejado embargar por la magia del lugar; su espíritu había volado hacia las lejanas montañas que dominaban el Nilo.
A la mañana siguiente, salieron hacia Guiza con un grupo de occidentales ávidos de sensaciones fuertes. Una vez en el lugar, Helena hizo su visita sola. Cuando llegó a la pirámide de Keops, tomó abruptamente conciencia de su destino. Sintió que rompía violentamente con su pasado y deseó ligar su vida a esos bloques gigantescos, a la arena, a los palmerales y a los niños que la contemplaban en silencio; no se preguntó qué hacía ella allí, bajo el sol ardiente, mientras la mayoría de los extranjeros permanecían bajo las tiendas abanicándose y bebiendo limonada.
Helena no notaba el calor, estaba en otra parte. Vagaba por los siglos en busca del faraón, de Keops, el mago iniciado por su padre Seneferu. Se encontró con la miseria, la desgracia, la tristeza y la muerte. Muertos y más muertos petrificados para la eternidad.
¿Dónde podría encontrar un poco de reposo y de alegría en esa necrópolis custodiada para siempre por el siniestro Anubis negro, con cabeza de perro? Temblorosa, comulgó con las almas de los reyes y de las reinas que no habían pasado las pruebas de este mundo y que esperaban la renovación de los rituales. Helena se cogió la cabeza con las manos. Había muchas almas errantes atadas todavía a la Tierra. No podían abandonar los lugares que las habían visto nacer. Los sacerdotes no recitaban las plegarias liberadoras ante los serdabs, y los cuerpos momificados no acababan de morir.
Helena nunca había sentido vibrar el aire así. Era como un canto lúgubre. Una muchedumbre lloraba como una sola voz la vida perdida. Ella se mordió los labios. Unas voces desgarradoras le hablaban de un mundo revuelto: «Soy Aton, que existía sólo en el abismo. Yo soy Ra, que se levantaba al alba, en el inicio de los tiempos, cuando reinó», cantó un sacerdote.
Los muertos acudían a ella. Ahora podía ver el ejército del faraón avanzando por el desierto, soldados de infantería, arqueros y esclavos: todos ellos prisioneros del tiempo. Su visión desapareció y las voces se desvanecieron. Algo horrible merodeaba por el mundo invisible. Sintió un aliento glacial, que precedía la llegada de un espíritu poderoso y antiguo, mucho más viejo que las pirámides, que el Nilo o el desierto.
Helena sintió miedo y gritó. Alguien la cogió de la ropa. Tras recobrar la conciencia, vio a un muchacho inquieto agachado a su lado.
– ¡Señorita, tenemos que irnos!
– Ah, ¡no sabes lo bien que sienta estar vivo!
Él comprendía el sentido de sus palabras, adivinaba que había visto a los fantasmas de Guiza.
– ¡Tenemos que volver enseguida con los demás! -dijo antes de salir corriendo hacia las tiendas.
Allí, en medio de los occidentales agotados, la condesa Kisselev agitaba su sombrilla. El guía también le gritaba que volviera, pero Helena no hacía caso de sus llamadas. No deseaba abandonar ese lugar, a pesar de la presencia del viejo espíritu. Descubrió un movimiento en el desierto. Una polvareda perturbaba la línea del horizonte. No tardó en ver aparecer los estandartes verdes del Profeta, y después a los hombres subidos en camellos que los llevaban. Por fin, llegaron centenares de caballeros. Invadieron la necrópolis sin prestar la menor atención a los extranjeros ni a los guardias. Helena se preguntó quiénes eran esos guerreros armados hasta los dientes.
– Si no demuestra su miedo, no tiene nada que temer -dijo una voz grave y cantarina a su espalda.
Ella se volvió. Un hombre de barba blanca, vestido con una amplia túnica azul que le caía hasta los tobillos, estaba de pie sobre uno de los bloques de la pirámide, justo debajo de la entrada.
– ¿Quién es usted? -preguntó ella, suspicaz.
– Un humilde buscador de secretos -respondió él dejándose caer a su lado-. ¿No le parecen orgullosos y bellos? -dijo señalando a los habitantes de los oasis que iniciaban su descenso hacia El Cairo.
– Sobre todo me parecen ariscos.
– Todos los pueblos de nuestros desiertos lo son. Verá a muchos de ellos, en los próximos días, por la calles de la capital. Éstos vienen del oasis de Jarga. Ayer, en Menfis, me encontré con las tribus de Uadi Natrún y del Fayum.
– ¿Se prepara una guerra?
– No -respondió sonriendo el desconocido-. Todos esos hombres vienen a mostrar su lealtad a nuestro nuevo soberano Abás. ¿No sabe que el gran Mehemet Alí ha muerto?
Helena dijo que sí con la cabeza. ¿Cómo habría podido ignorarlo? Su guía le explicó con todo detalle la historia de la sucesión a lo largo del día.
Todos los diarios hablaban sólo de esa muerte; se lamentaban por la desaparición del que había puesto fin al despotismo de los mamelucos, del vencedor de los wahabitas, del conquistador de Sudán, del fundador del Egipto moderno, liberado del yugo turco.
– ¡Abás no reinará durante mucho tiempo! -afirmó de repente el hombre-. ¡Morirá asesinado!
– ¿Cómo puede asegurar algo tan terrible?
– Se me considera astrólogo, vidente, mago y hechicero. Eso basta para conocer el futuro, por poco que se estudien los acontecimientos del pasado.
El desconocido tenía el rostro blanco de pergamino, lleno de minúsculas arrugas alrededor de los ojos, las orejas perforadas con aros de oro y los cabellos largos y rizados. Si se le miraba fijamente durante algún tiempo, uno se podía perder en su profunda mirada.
– Profesor Paulos Metamon, a su servicio -dijo con una respetuosa reverencia.
– Helena Petrovna Blavatski.
– Rusa, debería haberlo supuesto.
– ¿Y eso por qué?
– Ustedes, los rusos, están particularmente dotados para la videncia.
– ¿En qué se basa para decir eso?
– Para no ocultarle nada, llevo observándola desde que llegó al pie de esta pirámide. Hay señales, actitudes, vibraciones y sensaciones que no engañan: tienen un oído puesto en el pasado. ¿Cómo podría decirlo…? Tienen ese oído interno; aunque todos lo poseemos, sólo una ínfima parte de la especie humana sabe usarlo. Yo mismo me dedico en ocasiones a la introspección de los antiguos mundos con ayuda de ese «don».
– Es un punto de vista interesante -confesó ella-. Nunca había intentado analizar el mecanismo de ese fenómeno.
Le picó la curiosidad y sintió deseos de saber más. Ese hombre podía enseñarle muchas cosas sobre los dones. Ahora le inspiraba confianza. Paulos miraba a Helena con respeto.
– Me preguntaba -acabó diciendo él- por qué tenía que venir aquí día tras día, por qué, desde hace unas semanas, una fuerza me empujaba hacia Keops y Kefrén. Ahora conozco la causa: era usted.
– ¿Yo?
– Creo en los encuentros. Creo en el lenguaje de los astros. Creo en los murmullos de los sueños. Creo en la memoria de las piedras. Mi presencia y la suya en el corazón de esta necrópolis no tienen nada de fortuito. Hemos sido guiados el uno hacia el otro. Tenía que ir a Sinaí y he aplazado ese viaje sin ninguna razón. Usted era esa razón… ¡Oh, señor! Siento su energía. Permítame dar un paseo con usted. A cambio, la iniciaré en los secretos de Egipto.
Helena no sabía qué pensar de esa alocada proposición. El mago era sincero. Podía ver a través de él, lo movía una fe que no podía poner en duda… Y ella también creía en los encuentros.
– Todo esto me parece un poco precipitado -respondió ella.
No obstante, ya se había puesto en marcha. Tenía prisa por conocer los secretos de Egipto.
– Ha llegado el momento… y usted lo sabe.
– Sí, lo sé.
– ¿Dónde se aloja?
– En El-Muluk.
– Mañana por la mañana, a las cinco, mandaré a buscarlas, a usted y a su amiga, la condesa -añadió él con una sonrisa enigmática-. Empezaremos por Saqara.
Esa misma noche, el director del hotel les explicó que Paulos Metamon era un copto de gran renombre, un mago riquísimo con poderes inmensos que había sacado partido a los trabajos de Champollion y de Brugsch, y a los descubrimientos de los aventureros Drovetti y Linant de Bellefonds. Mehemet Alí había acudido a ese hombre durante su primer ataque, y él le había revelado el sombrío porvenir de sus descendientes. Se decía también que había encontrado la tercera cámara de la pirámide romboide de Dashur y que había descubierto los textos sagrados de las Tablas de la Vida Eterna. Tras realizar prodigios y conversar con los muertos y los demonios, todo Egipto lo temía.
La condesa Kisselev se emocionó muchísimo ante la idea de esta aventura. La decisión estaba tomada. Paulos sería el jefe de su expedición en el sur del país.