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Helena estaba fascinada. Ante ella se extendían las ruinas de Karnak, sobre las que planeaban las sombras de Amenofis y de Ramsés. Las columnas y los pórticos emergían de la arena. Oyó unas trompetas y tuvo una visión de las procesiones en honor del dios Min, de los faraones postrados ante las estatuas de Amón, de los sacerdotes portadores de estandartes y de la inmensa multitud que mostraba su adoración en la avenida de las esfinges.
– Impresionante, ¿no?
El hombre con el traje blanco de caravanero estaba de pie bajo el pórtico de los Busbatitas. Era el primer europeo con el que se encontraba desde su salida de El Cairo.
– Una mujer necesita mucho valor para visitar el Alto Egipto -prosiguió él, acercándose a los colosos de Ramsés III, tres cuartas partes de los cuales estaban enterradas en la arena-; hace mucho que el faraón no protege a las viajeras jóvenes y bellas procedentes del delta -añadió, burlón.
Ese elegante caballero, que rondaba la cincuentena, parecía un galán. Helena pensó que era divertido. Se parecía a los personajes descritos por la señora Peigneur.
– ¡Ah, Ramsés!, pobre viejo -dijo él, dándole unas palmadas sobre la frente de granito-. ¿No puedes hablar?… ¿Ni cantar la belleza de esa aquea encerrada en tu palacio? ¿Debo hacerme eco de tus pensamientos de piedra? Está bien.
El desconocido se volvió hacia Helena, que se había sonrojado, y recitó un poema compuesto treinta y cinco siglos antes:
– ¡Señor! Me está usted molestando…
– Pero ¿no es usted aquea? -preguntó asombrado.
¡Menudo loco! Ese hombre debía de haber perdido la razón en el desierto. Helena retrocedió.
– ¡Es rusa!
La voz de Paulos se hizo oír al fin. El desconocido se enfrentó al copto y dijo feliz:
– ¡Metamon! ¡Viejo crápula! ¿Qué haces tú por aquí?
– Ya ti, Linant, ¿qué demonios te ha traído a Tebas?
Ambos hombres se echaron uno en brazos del otro y se congratularon durante un buen rato, dándoles las gracias a los dioses por haberlos reunido una vez más.
– Helena -dijo Paulos acompañando a su amigo-, te presento a Louis-Maurice Linant de Bellefonds, pirata del mar, cartógrafo, aventurero, buscador de tesoros, guerrero del desierto. Linant fue el primer europeo que llegó a Mesaurat y a Naga, y que cruzó la sexta catarata del Nilo. Remontó el Nilo Blanco hasta el yebel Fungi, luchó contra los árabes de Melik, el Pastor, contra los rebeldes de Hasan Reged y los hipopótamos de Sudán. Por todas estas hazañas guerreras, sus descubrimientos y su contribución a la revolución agrícola por la construcción de canales de irrigación, nuestro añorado Mehemet Alí lo ascendió a bey.
– Se convertirá en ministro; después, cuando el gran canal esté acabado, se le concederá la dignidad de bajá -añadió Helena con la mirada perdida.
Esa intervención dejó a Linant atónito.
– ¿Qué gran canal? -preguntó Paulos.
– No lo sé… -dijo Helena-. Desemboca en el mar Rojo.
– Me parece que se refiere a esa locura de proyecto del sansimoniano Paulin Talabot, que consistiría en construir un canal del mar Rojo al Mediterráneo -dijo Linant acercándose a la joven.
Le pasó la mano ante los ojos: seguía en un estado de trance.
– No se llama Talabot -respondió ella-. Será otro francés el que se convierta en su amigo [3]. No consigo leer su nombre.
– La princesa Helena Petrovna Blavatski, llegada directamente de la santa Rusia después de haber desbaratado las trampas de la nación cosaca que la perseguía por obra y gracia de su marido, y que posee el don maravilloso de predecir los acontecimientos -dijo Metamon.
– Bueno, al menos sé que todavía me quedan veintiún años por vivir. Es una muy buena noticia.
Quería creer a la rusa. Esa idea del canal, un proyecto faraónico, le seducía. Y el título de bajá lo hacía mucho más.
– Usted no debería estar en Egipto, sino en Francia -le espetó a Helena.
– ¿Y por qué, señor?
– Porque mis compatriotas se vuelven locos por los videntes y los médiums. Usted amasaría una fortuna en París.
– Lo pensaré.
Amasar una fortuna utilizando sus dones era una idea que tenía que considerar. Así, se podría liberar de la generosidad de su amiga María y de la influencia que su padre no tardaría en ejercer. Le escribía regularmente, y esperaba encontrar una importante suma de dinero a su regreso a El Cairo. Entonces, podría pensar en ir a Francia e instalarse en París.
Metamon, que seguía el hilo de los pensamientos de su discípula, levantó las manos en un gesto de fatalidad.
– Acabas de inocularle un veneno contra el que no puedo hacer nada -le dijo a Linant-. Antes de Navidad, se embarcará con destino a Marsella, y no habrá terminado su iniciación.
La iniciación consistía en aprender a elevar su pensamiento de lo visible a lo invisible, de lo pasajero a lo eterno, de lo humano a lo divino. Helena estudiaba las numerosas representaciones de los dioses que había en los templos y en las tumbas. Se pasaba horas intentando comprenderlas con el corazón, como hacían los antiguos egipcios. Evocaba a Bastis, señora del doble país, a Amón-Ra, el señor de Karnak, Nefthis, la señora de los dioses, Mut, la dama del cielo, y a Thot, Montu, Anukis, Sobek, Jonsu, Osiris…
Eran numerosos, poderosos y misteriosos.
Cada amanecer, Helena y Paulos se iban al valle de los Reyes. La condesa Kisselev había renunciado a acompañarlos. Ya no podía aguantar el sol.
– Tengo sed -dijo Helena al campesino que cargaba con el odre del agua.
El hombre pareció preocuparse. La extranjera bebía demasiado. Esperó a que Metamon le diera su consentimiento.
– Puedes dársela -dijo Paulos-, pero no tomará más hasta mañana. Tres sorbos y no más.
El agua tibia apaciguó su garganta reseca. Había retrasado ese momento durante más de dos horas. Ahora el campamento de Linant estaba lejos. Pensó en la tumba de Seti I, que habían explorado la víspera. Se guardó un poco de agua en la boca y se la tragó con delicadeza antes de retomar su marcha tras el infatigable copto. ¿Cómo podría aguantar sin beber hasta el día siguiente? Una simple mirada a su alrededor bastaba para avivar su sed.
Las montañas eran áridas y blancas, salpicadas de una luz cegadora; riadas de guijarros dificultaban el camino. A lo largo de las pendientes, agazapados sobre los peñascos, los ladrones de tumbas esperaban a los escasos europeos que pasaban por allí para ofrecerles los objetos que habían saqueado. Esperaban durante horas, jugando con su rosario, su bastón o su sable.
Algunos acudieron al encuentro de Paulos y lo saludaron con respeto, fijando sus miradas febriles en Helena, que era para ellos una criatura exótica salida de un harén: una mujer deseable, más resplandeciente que la bella Isis de senos blancos pintada en las paredes de las sepulturas que profanaban desde hacía milenios.
– Ya hemos llegado -le dijo Paulos a Helena, señalándole una excavación en los peñascos.
Enseguida, los tres soldados de su escolta ocuparon sus posiciones a uno y otro lado del camino, al tiempo que escrutaban las alturas; mientras, un guardia del valle se presentó ante Metamon. Era un jefe de comunidad, un ancestro huesudo con el rostro hundido y moreno. Impasible, escuchó a Paulos y después examinó a Helena sin complacencia. Ella le devolvió la mirada. El hombre apoyaba las leyes rígidas del Corán: las mujeres debían ir tapadas con el velo y estar encerradas. Tenía el corazón tan seco como una piedra del desierto.
Paulos le tocó el brazo a Helena y le ordenó en griego:
– Baja la mirada y no tendremos problemas.
Ella obedeció. El viejo guardia pareció satisfecho.
– No tiene mal de ojo -dijo.
Hizo una señal en dirección a los acantilados pelados, donde aparecieron unos quince hombres.
– Estos extranjeros son nuestros amigos. Ya conocéis a Paulos Metamon que, aunque no es musulmán, no por ello es un hombre menos justo y recto.
Se reunieron con los soldados de la escolta y entablaron una animada conversación, mientras examinaban los fusiles alemanes que poseían los turcos y los probaban, sin esperar ni un segundo, con los buitres del cielo.
Los ecos de los tiros se multiplicaron por el valle de los Reyes.
– Tienes mi protección -dijo el jefe a Metamon.
– Que Alá te proteja -respondió Paulos deslizando en la mano del ancestro una decena de piastras de plata.
Helena no pasó por alto la transacción.
– Es el precio que pagan los arqueólogos por su seguridad a partir del cuarto día de estancia en la necrópolis… ¿Sigues decidida a probar la experiencia? -preguntó.
– Sí -afirmó Helena.
– Sumergirse en la eternidad exige un coraje fuera de lo común -insistió él.
– ¡Ya lo hemos discutido, estoy lista!
Metamon le mostró la entrada a la tumba de Ramsés VI, en la que el viejo guardián acababa de desaparecer. Ella se dirigió hacia allí con paso firme.
Con la única luz de las antorchas que llevaban Metamon y su felah, se adentraron por un pasillo decorado con el Libro de las Puertas. Lo seguía el Libro de la Dual, y éste precedía al Libro de los Muertos. Por último, llegaron a la cámara astrológica, en la que estaba empotrado el sarcófago de granito rojo.
– Este lugar recibe el nombre de la cámara de la Metempsicosis. Como puedes constatar tú misma, se ven muchos grafitos griegos y coptos. Muchos magos y hechiceros han tenido aquí experiencias con el más allá, y muchos han perdido la razón. Te lo volveré a preguntar una vez más: ¿estás segura de querer llegar hasta el final?
Helena no respondió, pero se estremeció. Estaba decidida. En contra de la opinión de María y de Linant, creía que estaba lista para pasar la noche entera en el sarcófago y visitar «el país del sueño y de las profundas tinieblas en las que habitan los que se han ido».
Como Metamon, quería saber qué había más allá de la vida. Para eso tendría que encontrar a Osiris, el dios de los muertos.
– Es el momento -dijo ella pasando por encima de los rebordes del sarcófago.
Metamon contenía la respiración. Helena se acomodó en el sarcófago helado, cruzó los brazos sobre el pecho y escuchó a Paulos iniciar la plegaria de los muertos, en la que alababa a la diosa que reside en la montaña tebana, la diosa de la cima, la que ama el silencio, Meret-Seger.
– Vela por tu hija Helena.
Metamon se retiró. Helena se quedó sola en la oscuridad, sin intentar romper el misterio de las tinieblas que la rodeaban.
Pasó una hora, luego la segunda. Le pareció ver a Sokaris, el dios momia con cara de halcón, inclinándose sobre ella. Poco a poco, entraba en el mundo de los muertos. Su cuerpo perdía toda consistencia. Se elevaba hacia una luz lejana. Los tiempos pasados se volvieron presentes. Volvió a ver al faraón tal y como era en vida: dulce y delicado. Escuchó tocar el arpa, la lira, el sistro, y más lejos, el cheneb <strong>[4]</strong> y los tambores. La melancolía de esa música le oprimía el alma.
Seguía subiendo… Una diosa le habló: «La muerte está hoy ante ti, como la curación de una enfermedad, como un paseo después de un sufrimiento».
La diosa le mostró una tierra en la que el trigo, amarillo y alto, ondeaba hasta el infinito. Todos los muertos estaban allí, miles, millones de ellos.
«La muerte está hoy ante ti, como el perfume de la mirra, como un descanso, como una vela en un día de mucho viento.»
Sí, el descanso. Helena aspiró con toda su alma. «La muerte está hoy ante ti, como el perfume de las flores de loto, como un apeadero en las orillas de la embriaguez.»
¡Ah! Seguir subiendo. Dejarse flotar en la luz como un claro en un cielo nublado, una gota de rocío sobre una piedra…
«La muerte está hoy ante ti, la muerte está hoy ante ti, la muerte está hoy ante ti, ante ti, ante ti, ante ti…»
Una sombra entró de repente en la luz dorada. ¿Qué podría esconderse en el seno de esas transparencias? El miedo se apoderó de ella. La sombra volvió. Anubis la acompañaba. El dios de cabeza de chacal había venido a buscarla para llevarla ante el tribunal de los dioses.
Ella no quería morir. Anubis le tendía la mano. La muerte con su túnica negra estaba de pie tras él.
«¡La muerte llegará siempre demasiado pronto!», gritó una voz dentro de ella.
Vivir, vivir a cualquier precio y recuperar la posesión de su cuerpo, allá abajo, en el sarcófago.
La muerte se presentaba ante ella ahora. Su mirada sin pupila la penetraba con su brillo helado.
– ¡No quiero morir!
– ¡Estás viva!
La voz de Paulos. El rostro de Paulos. Recuperó la posesión de su cuerpo de repente.
El copto la ayudó a salir de su sarcófago. Estalló en grandes sollozos. Necesitaba que alguien la abrazara para olvidar el mundo de los muertos. Paulos la había dejado sola en el sarcófago durante dieciséis horas. Incluso había visto a Anubis bajar a la tumba, pero ella ¡seguía viva!
Helena había llegado a El Cairo en compañía de sus tres amigos. María había sido la primera en dejarlos y se había marchado a Inglaterra. Linant de Bellefonds, por su parte, había elegido ir a Palestina. Antes de irse, le recomendó que se pusiera en contacto con el escritor Paul Féval, que le haría de guía en los ambientes espiritistas de París.
Tres semanas más tarde, en Alejandría, había recibido la bendición de su querido maestro Paulos, su amante de una noche y de una eternidad, y se había embarcado en un navío inglés cargado de momias destinadas a fertilizar los campos de Sussex y Cornualles.
En la escala de Argelia, aprovechó para subirse a bordo de un vapor que salía hacia Marsella. Ahora, en tren, cruzaba Francia, que acababa de entregarse a un nuevo oportunista: el príncipe Bonaparte.
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Ferdinand de Lesseps se convertirá efectivamente en amigo de Linant de Bellefonds durante la construcción del canal de Suez. Linant recibirá el título de bajá en 1873.
<a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Trompeta utilizada en las necrópolis.