38096.fb2 En busca de Buda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 35

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De Nueva York a Montreal había quince días de viaje. Y otros diez para llegar a Ottawa. Ese 15 de abril de 1850, la nieve había dejado de caer, pero el frío seguía siendo muy intenso, hasta el punto de matar a dos niños al pie de las montañas Verdes. Ese día, el pequeño convoy de colonos ingleses en el que se encontraba Helena no había dado media vuelta hacia Albany. La aparición del sol los había animado a continuar valerosamente.

Dos días más tarde, estaban bloqueados en Portage-du-Fort, una aldea piojosa más arriba del Lac des Chats. Las autoridades los habían aparcado en un gran edificio con leños, en el que Helena estaba hecha un ovillo bajo su abrigo. Las dos sartenes humeantes no conseguían calentar la habitación en la que se amontonaban los treinta pioneros, que pasaban el tiempo gimiendo. Helena ya no soportaba más estar cerca de ellos. El olor a orina y a heces le impedía dormir. Su propia ropa y su cuerpo estaban sucios. Soportaba ese estado con dificultad. «En primavera nos podremos lavar», le había dicho el viejo guía de Pointe-Fortune.

Pero la primavera no llegaba nunca. La garganta le ardía, el frío glacial penetraba en sus huesos y le impedía llorar su pena. Se veía como una sierva de las estepas rusas, a pesar de su oro, sus botas forradas, su ropa interior de cibelina, su gorro de castor, sus manoplas y su abrigo de trampero.

Estaba acorralada en un agujero a semanas de camino de las primeras tribus indias.

Las horas pasaban, inagotables, entre el mal olor y el desespero.

La mañana del tercer día, Helena vio inmediatamente el cambio en el cielo a través de los ventanucos sucios. El efecto del sol no se hizo esperar. La puerta del refugio se abrió y vieron la cara de alegría de su guía.

– ¡Llega el buen tiempo, chicos!

El buen tiempo. Las palabras mágicas que llevaba esperando desde principios de abril. Los hombres y mujeres se libraron de sus abrigos miserables e hicieron un círculo alrededor del canadiense, que llenaba su pipa.

– ¿Cuándo nos vamos?

– Dentro de dos o tres días, tal vez cuatro, habrá que verlo.

– ¿Habrá que ver el qué?

Todas las cabezas se giraron hacia Helena. Ella se lanzó sobre el guía y empezó a sacudirlo agarrándolo del cuello de su chaqueta con forro.

– ¿Por qué no nos vamos inmediatamente? ¡Ya nos hemos podrido aquí bastante!

El viejo soltó una bocanada de humo. Con su mandíbula pronunciada y su nariz rota, creía haberlo visto y aguantado todo. Nunca una mujer le había puesto la mano encima. Parecía tan enfadado que Helena prefirió apartarse.

– Hay que ver si el buen tiempo dura, chiquilla -dijo tomando como testigo al sol que apuntaba entre las montañas.

Helena contempló a su vez el astro naciente. La nieve había empezado a brillar; un bloque de hielo se soltó de la techumbre. Helena se decidió a actuar.

– Me iré mañana -afirmó ella.

– Está usted en su derecho. Por lo que sé, no va usted a Mont-Laurier, como los demás, sino a Ville-Marie, en el noroeste, ¿no?

– Sí.

– Es una excursión peligrosa para que la haga una mujer sola -objetó el guía.

– Eso es asunto mío.

– Sí…, es posible que, dentro de un mes, el río nos devuelva su cuerpo. Parece que tiene buena salud y podrá sobrevivir algún tiempo. Si no muere de frío, perecerá de hambre, cogerá el escorbuto y perderá sus dientes uno tras otro. Después llegarán los problemas de estómago y las fiebres. Cuando haya acabado de delirar después de haber vaciado las tripas y desfallezca, ni siquiera los lobos la querrán. Sí, el río la traerá de vuelta.

Helena lo escuchó sin inmutarse, mientras empezaba a recoger sus cosas. Habría podido darle todos los argumentos del mundo, estaba decidida a probar suerte. Un cuarto de hora más tarde, se ataba su bolsa a la espalda y se alejaba por la única calle de Portage-du-Fort, hundiéndose en la nieve fangosa en compañía de hombres rudos con la barba escarchada y las piernas abrigadas con pellejos de zorro.

Al final de esa calle de trescientos metros, flanqueada de barracas, había un trading post con un letrero oxidado lleno de estalactitas en el que se podía leer «Golden Lake Bar», un lugar de perdición pintado de amarillo intenso y con un piso superior, lo que lo hacía parecer lujoso si se lo comparaba con las cabañas de madera de la calle. Todo se vendía, se intercambiaba o se compraba. Allí tenía que aprovisionarse y comprar caballos. Tras limpiarse la nieve, subió los cuatro peldaños del establecimiento, respiró hondo y empujó la puerta tambaleante forrada con tela impermeable.

Creyó que se ahogaba.

El Golden Lake Bar era una sauna en la que se agitaba un centenar de individuos. No distinguía el fondo de esa caverna llena de abrigos de piel, cajas, sillas, hombres achispados y mujeres con ropas abigarradas. En cuanto entró, un trampero se acercó a ella y la llevó a la barra.

– Ven, muchacho -dijo él con voz pastosa-, bebamos a la salud del viejo Armand.

Dándole un codazo, ella se apartó.

– ¡Eh, tú! -gritó él amenazándole con el dedo-. ¡Vas a tener que dar una explicación!

– ¡Inútil! -dijo ella quitándose el gorro.

Sus cabellos cayeron en cascada sobre sus hombros. Se secó el rostro, se quitó el abrigo, se desabotonó la chaqueta de fieltro y se quedó con una camisa de cuadros grandes.

– Pero ¿no eres un chico?

– ¡Como puedes constatar!

– ¡Una nueva! ¿Lo habéis visto? ¡Ha desembarcado una nueva!

Helena no comprendió lo que entendía por «una nueva», pero sintió que inmediatamente todas las miradas la desnudaban. Una mujer caballuna vino a mirarla de cerca y después soltó con una mueca de disgusto:

– Esa mercancía no vale ni diez céntimos.

– Los precios los fijo yo -dijo un hombre que salió del fondo del antro.

De inmediato, la rubia y el trampero borracho se retiraron. Una montaña de grasa, ataviada con un pantalón de terciopelo sujetado con unos tirantes, y con un jersey de punto manchado de salsa y sudor, avanzó hacia Helena.

– ¡Armand, resérvamela! -gritó alguien.

– ¡Trato hecho! -respondió la montaña antes de esbozar una sonrisa-. ¿Busca trabajo, señorita?

– No exactamente.

Armand pestañeó, sus mejillas mofletudas temblaron y su doble mentón se agitó cuando respondió con una voz menos complaciente:

– ¿Qué puedo hacer por usted, entonces?

– Necesito material para llegar a donde viven los indios.

Una risita se escapó de su garganta y fue aumentando poco a poco. Se reía con carcajadas que no acababan. Momentos después, la risa hizo temblar el Golden Lake Bar. Los jugadores de cartas se golpeaban los muslos. Los bebedores tiraban sus vasos sobre la barra y las mesas, los pechos de las chicas de compañía se bamboleaban en los corsés de varillas.

– ¡Los indios, los indios! -repetía el gordo Armand, mientras se secaba las lágrimas que resbalaban por sus mejillas-. ¡Quiere ir a buscar a los indios!

– ¡Pago con oro!

La risa de Armand se extinguió de repente, como el agua del fondo de un sifón. La calma se restauró enseguida.

– Venga por aquí -dijo.

La condujo al fondo de la vasta sala, donde, detrás de otro mostrador, se hallaban artículos diversos: clavos, clavijas, picos, armas, cuerdas, jabón, semillas, sierras, cacerolas…

– Tengo todo lo que necesita -dijo mostrando con orgullo su chatarra-. Hay más habitaciones detrás y todas están llenas. ¿Qué le gustaría comprar?

Los ojos de Helena recorrieron la habitación.

– ¿Para cuánto tiempo se va? -continuó él, frotándose las manos, cuando la mirada de su clienta se detuvo sobre los fusiles.

– Tengo dudas; mi lista es larga.

– Puedo ayudarla a elegir. Dígame a qué lugar quiere ir.

– Quería llegar hasta Ville-Marie, pero todavía no hay nada seguro. No sé dónde están las tribus.

– ¡Por el amor de Dios! No me gusta demasiado que se rían de mí, pequeña.

– No me burlo en absoluto de usted -respondió calmada Helena-. Tengo oro. -Dejó rodar una moneda por el mostrador-. Y usted necesita oro para mantener abierta su maldita cloaca. Véndame herramientas y un mapa.

El encargado se quedó boquiabierto.

– Creo que podemos entendernos -gruñó él antes de gritar-: ¡Nick, Nick Deleneuve! Ven aquí. Te necesitamos.

El tal Nick Deleneuve apareció cojeando ligeramente. Era un trampero de unos cincuenta años que ya no tenía pelo en la cabeza, pero que conservaba una barba venerable que le llegaba hasta el vientre.

– Hola, muñeca -dijo llevándose dos dedos a la sien-. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Enséñale dónde viven los indios -dijo Armand, que desplegó un gran mapa donde amplias zonas blancas cubrían las regiones inexploradas.

Nick movió la cabeza de derecha a izquierda. Un movimiento que decía claramente lo que pensaba de Helena: una pobre loca que buscaba la muerte.

– Los indios -dijo escupiendo al suelo-. Son como piojos, aparecen por todas partes. Veamos, estamos aquí. -La uña se posó sobre el papel-. En el sur están los ottawas, los potowatomis, los masoutens, los suks, los fox y otros grupos cuyos nombres ignoro; en el este, los têtes de boules (cabezas de bola), los abenakis y los micmacs; en el oeste, los crees, los ojibwas y los santees, y en el norte, los algonquinos. ¡Todos basura, señorita! Se niegan a convertirse y torturan a los padres peregrinos. Se matan unos a otros por el comercio de las pieles de castor. Violan a las mujeres blancas y hacen que, después, las devoren sus perros. Vuelva a casa y olvídese de ellos, es un consejo de amigo.

– ¿Dónde viven los más cercanos?

«Una testaruda», se dijo Nick resoplando ruidosamente. Pareció reflexionar y luego le indicó con la mano la parte norte del mapa.

– Los algonquinos no son los más cercanos, pero son pacíficos… ¡Hum! Por supuesto, hay excepciones… Debe ir por ahí. Con un poco de suerte, encontrará a alguien que hable francés o inglés. Algunos han estado en contacto con los misioneros que ofrecen sus servicios de guía a los colonos que se dirigen a la costa Este por los ríos y lagos del Gran Norte, hacia el Yukón. Son buenos cazadores, venden sus pieles en los mercados de Amos y del valle del Oro. Lo más duro será llegar hasta allí. Deberá usted remontar el río Outaouais hasta Ville-Marie, después continuar hasta los rápidos de Quinze. Al otro lado, hallará una aldea: Notre-Dame-du-Nord, un nombre muy apropiado. Hay que esperar a que el licor se deshiele antes de poder beberlo. Un país asqueroso, querida… Sí, un país asqueroso… Después de Notre-Dame-du-Nord, tendrá que cruzar montañas, bordear la orilla derecha del lago Oposatica y girar, después, al noreste hasta llegar al río Harricana. En esa región viven los algonquinos.

Nick contempló a Helena. ¿Cómo una chica tan frágil podría llegar al Gran Norte, un lugar temido por los mejores tramperos?

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó ella.

– Es un buen paseo; veinte días a caballo como mínimo.

– Se lo agradezco, monsieur Nick -dijo ella plegando el mapa-. Señor Armand, whisky, y del bueno, para nuestro amigo. Corre de mi cuenta.

Sin preocuparse por los gestos de afecto de Nick, se inclinó por encima del mostrador y cogió un fusil de percusión, un modelo reciente. Los soldados de su padre los tenían a pares. Sabía utilizarlos. Lo encaró y el arma le pareció un poco pesada.

– ¿Tiene algún otro modelo?

– Éste le servirá -dijo el patrón sonriendo.

Tenía entre manos una chatarra antigua de sílex, un modelo inglés de 1788. Tendría que cambiarle la piedra con cada disparo.

– Ya veo, ya veo -resopló.

– Una ganga -insistió Armand, que enseñó los cinco o seis dientes mellados que le quedaban.

– ¿Tan estúpida cree que soy?

La sonrisa del hombre se desvaneció al comprobar que la mujer sabía lo poco fiable que era aquella arma.

– Tal vez quiera venderme un arcabuz o un mosquete -prosiguió ella, apartando el cañón del arma.

– ¡Nada más lejos de mi intención! -exclamó lanzando una mirada furiosa a Nick, a quien le costaba aguantarse la risa.

– Quiero un fusil de percusión, ligero. Estoy segura de que tendrá algo así en su trastienda. ¿Debo recordarle que lo que le estoy pidiendo funciona con una cápsula química fulminante a base de clorato de potasio que enciende el cartucho cuando el gatillo lo percute? No se vaya tan rápido, señor Armand. Tome nota, coja su lápiz: quiero también un colt de tambor, cinco cajas de cartuchos, seis libras de buey seco, a treinta y cinco céntimos la libra.

– Pero ¡si está a cuarenta y cinco céntimos!

– ¡Treinta y cinco!

– ¡Cuarenta!

– ¡Treinta y ocho!

– De acuerdo, damita.

La damita no cejó en su empeño. En el cuarto de hora siguiente, consiguió reducir su cuenta un diez por ciento, y casi hizo llorar a Armand cuando le compró dos robustos caballos por una suma modesta.

– Espero que los indios se la queden -dijo él cuando Helena salió de la cuadra con su carga.