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Las noches se habían sucedido una tras otra, y un cansancio inexorable la había «pegado» a la cama. Helena dormía, con las manos sobre el fusil. Un nuevo amanecer alejó sus preocupaciones. Los animales ya no la asustaban. Avanzaba por el corazón de una región virgen, por crestas coronadas de flores, a lo largo de precipicios entre montañas veteadas de cascadas y revestidas de rocas. Las olas límpidas del río Harricana se llevaban los pedazos de su pasado. Helena no podía evitar pensar que había encontrado el camino que llevaba a la paz.
Había alcanzado una orilla con vegetación.
– Vamos a acampar -dijo a sus caballos.
Mientras liberaba a las bestias de su carga, miraba a su alrededor. Había señales que no engañaban. Nunca había visto árboles como ésos, poderosos y majestuosos, de un verde profundo, lleno de olores, de cimas que levantan su vuelo hacia el cielo. Enormes abetos, arces y otros árboles se amontonaban a miles y dibujaban oscuras avenidas de hojas.
Se acercó al mayor de los abetos para apoyar el oído contra la corteza. En su avance, descubrió ramas rotas.
La sangre le subió al rostro. Muy lentamente sacó el colt de su funda de cuero y rodeó las ramas. Alguien las había reunido con una roca musgosa. Redobló su prudencia y constató que la hierba estaba aplastada. Tenía poco tiempo. Olisqueó el aire cargado de olor a resina, pero no descubrió restos de humo.
Entonces, decidió avanzar un poco más por el bosque. En diferentes sitios, unas huellas señalaban el paso de la persona o personas que la habían precedido. Mientras avanzaba, aguzó el oído. Sólo llegaba hasta ella el canto de las aves, que garantizaba la ausencia de peligro. Animándose, continuó su exploración hasta un pequeño cerro que dominaba un barranco.
En ese lecho arenoso y encajonado, vio una choza hecha con ramas. Empezó a deslizarse hacia allí. Un canto extraño llegaba desde esa construcción que el soplo del viento habría destruido. Jamás había oído nada semejante. Se habría dicho que era una antífona que cantaba desde la más temprana de las edades del mundo, un lamento que se agarraba a las entrañas. Habría jurado que la voz era la de un niño.
Tras sopesar el riesgo, acabó por deslizarse a lo largo de la pendiente. Había una abertura en un lado de la choza. Estaba segura de que la voz era la de un niño. Agachándose para penetrar en ese abrigo singular, descubrió una fosa en la que estaba de pie un ser enclenque, visiblemente asustado por su llegada.
Tenía el rostro completamente pintado de negro. La única ropa que llevaba encima era un paño. Su cuerpo estaba cubierto de llagas. La más horrible supuraba alrededor de todo el cuello, donde una correa de cuero se incrustaba en la piel.
– Pobre niño -dijo ella extendiendo los brazos para sacarlo del agujero apestoso y húmedo.
El niño le indicó que no lo hiciera con una súplica muda. En el rostro que levantó hacia ella, los ojos negros y brillantes expresaban terror.
– Sal de ahí, no quiero hacerte ningún daño.
El niño empezó a gritar de inmediato; antes de que pudiera reaccionar, se apoyó en las manos y saltó fuera de la fosa, y la empujó al pasar. Cuando ella salió de su refugio, él ya estaba lejos. A pesar de sus pies desnudos, corría como una liebre entre los arbustos.
– ¡Vuelve!
Sólo obtuvo como respuesta un grito. Helena estaba desconcertada. Su primer encuentro con un indio había sido un fracaso. ¿Qué hacía aquel crío? ¿Estaría enfermo, lo habrían abandonado los suyos?
«¡Tengo que encontrarlo!»
Tras esta resolución, volvió junto a sus caballos, rehízo su equipaje y tomó la dirección por la que había huido el joven algonquino.