38096.fb2 En busca de Buda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 38

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37

Si Helena hacía caso de lo que veía en el mapa, estaba bordeando el inmenso lago de Mistawac. Hacía dos días y dos noches que le seguía la pista al pequeño fugitivo. Su obstinación acababa de verse recompensada. Al alcance de su fusil, al final de un paso de tierra, como colocado sobre el agua de un azul profundo, un pueblo algonquino apareció ante su mirada radiante.

– ¡Por fin! -resopló.

Había sufrido mucho para conseguir llegar allí. Había puesto todas sus esperanzas en esas orillas donde retozaban caballos en libertad.

Creyó que todos sus deseos se satisfacían bajo el cielo surcado por las águilas. Se sentía ya en la piel de una india cuando se lanzó al último galope, sin preocuparse de la acogida que le iban a dar.

No obstante, sintió un pinchazo de angustia cuando vio desplegarse ante ella una línea de jinetes. Cincuenta indios iban hacia ella al galope. Montaban a pelo, hacían girar sus tomahawks y blandían lanzas y fusiles.

Sus gritos eran tan fuertes que consideró durante un instante la posibilidad de ponerse a cubierto para coger su arma. No habría podido hacer nada. Eran demasiados. La rodearon. Sus corceles se encabritaron.

En el centro de la nube de polvo que levantaban los cascos, apareció su jefe. Achaparrado pero de espalda ancha, estaba protegido por una piel de bisonte. En la cinta de piel de nutria que le ceñía el cráneo había tres plumas cosidas. No más grandes que guisantes, las dos bolas negras y fijas de su mirada la juzgaron. Su nariz cobriza se dilataba y sus paletas parecían palpitar: la estaba oliendo.

De repente, le señaló el pecho con su lanza y dijo en un inglés tosco:

– Tú eres la Mujer Liebre. Te estábamos esperando.

¿La Mujer Liebre? ¿Qué podía responder a eso?

Unas manos se apoderaron de las bridas de sus monturas. Helena se dejó llevar, confiada. Los algonquinos hablaban entre ellos en una jerga feliz. Desfilaban ante sus ojos y realizaban proezas ecuestres. Del pueblo llegaron grupos de niños con largas cabelleras de azabache. Se reían, la señalaban con el dedo e intentaban colarse en medio de los guerreros para acercarse.

Los recibieron a patadas o los apartaron sin más. Una amenaza verbal del jefe los hizo retroceder en desorden al perímetro delimitado por unas cuarenta viviendas.

Delante de las casas, unos cubos estrechos de corteza de olmo y wigwams cónicos, ensamblados con tablas de abedul, había un grupo numeroso de mujeres; se veían más mujeres que hombres.

Agitaban la mano en señal de bienvenida, le sonreían. Algunas, ignorando las invectivas masculinas, llegaron hasta ella. Sus ojos claros las fascinaron.

Sus primeros gestos los dedicaron a las botas. Palparon el cuero. Siguió una conversación animada. A Helena le asaltaron preguntas a las que no pudo responder. Aquellas mujeres con trenzas, ojos alargados y oscuros, con labios sensuales y pómulos prominentes se apresuraron alrededor de ella. Había cierta jerarquía. Las jóvenes bellezas salvajes se apartaron y dejaron sitio a las viejas squaws arrugadas. Menos expansivas, se expresaban con señas, el lenguaje común de todos los pueblos indios.

Esos diálogos mudos, esas decenas de figuras dibujadas por las manos apergaminadas hicieron que una sensación de vértigo se apoderara de Helena. Por su parte, las mujeres de más edad se retiraron. Se habían llevado a la extranjera ante una choza hecha con ramas, con el techo curvo.

Se hizo el silencio. La comunidad entró en recogimiento. La estancia debía de pertenecer a un personaje importante. Cuando vio salir a un niño, su sorpresa fue mayúscula. Lo reconoció enseguida: el pequeño fugitivo del rostro ennegrecido. Le habían recubierto las llagas con una pasta oscura y ya no llevaba alrededor del cuello esa correa que le desgarraba la carne.

El niño la observó con respeto antes de desaparecer.

Todos se estremecieron cuando la «cosa» apareció. La cosa tenía el rostro enmarcado en una cara de lobo abierta. No se veía nada del cuerpo, que estaba oculto bajo una masa de pieles de animales, excepto unos brazos descarnados al final de los cuales colgaban unas largas manos asquerosas que sujetaban un bastón y un cascabel.

¡Un hechicero! Helena recordó el título de pronto. El niño intercambió una breve mirada con ese ser, después asintió vivamente. Entonces el hechicero invitó a Helena a unirse a ellos.

– ¡Ven! -dijo el jefe, que se mantenía a su lado.

Helena se dirigió a la abertura circular bajo la que había pasado el inquietante chamán. Entró en la choza sin conseguir controlar su angustia. Su anfitrión se puso en cuclillas bajo un poste rojo, en cuya cima estaba esculpida una cruz de cuatro poderes (cada una de las ramas designaba un elemento). El hechicero le señaló el lugar en el que debía sentarse, bajo un poste azul rematado por una figura humana toscamente tallada.

Helena observó que había otros dos postes: uno verde y uno amarillo. Se le ocurrió que los postes debían de representar los cuatro puntos cardinales, pero ignoraba el significado de los colores. El hechicero todavía no le había dirigido la palabra. Se limitaba a examinarla. Encerrado en su pesado silencio, parecía de piedra. No movía ni un músculo de su rostro maquillado.

Sin duda, estaba decidiendo su suerte. Helena intentó captar su pensamiento, pero fracasó. Se encontraba muy lejos dentro de sí mismo, y muy lejos de ella. Sintió la inmensidad de la red de conexiones que establecía con el mundo exterior y con los mundos interiores.

– Tú eres la Mujer Liebre -acabó diciendo en un inglés más elaborado que el del jefe de los guerreros-. ¿Cómo te llamas?

– Sedmitchka -respondió ella, retomando el pasado mágico de su infancia.

– Ése no es un nombre de blanco.

– Me lo dieron en otro tiempo las gentes de mi país. Significa «consagrada al número siete».

Esa respuesta contentó visiblemente al hechicero, que sonrió.

– Entre nosotros, el cuatro y el siete son sagrados. Ciervo Ágil no se equivocaba: tú eres aquella a la que ha visto en sueños.

– ¿Quién es Ciervo Ágil?

– El joven guerrero que salió de mi habitáculo-medicina.

– ¿El niño herido?

– No está herido. Lleva las marcas de su iniciación.

Helena no lo entendía. El hechicero se anticipó a sus preguntas:

– Aprenderás a amar nuestras costumbres. No eres como los otros blancos.

Tras estas palabras, cogió una calabaza y vertió el contenido en una estera de mimbre tintada de negro. Esparció arena, ceniza, restos de reptiles y conchas. Con su bastón, empezó a hurgar ese montón informe mientras lanzaba hechizos.

– El oráculo es favorable -concluyó al cabo de un momento.

Helena se quedó perpleja. Ella no había descubierto ningún mensaje en los surcos que había trazado el bastón, como no fuera la paz, en la vaga forma de un círculo.

– Dudas de mi poder, mujer habitada de espíritus… Pensarás de otro modo cuando conozcas el lenguaje mágico midewiwin. Poseo un orenda y un poderoso tótem, lo que significa que puedo ver a través de la arena y, mediante la arena, a través de los corazones y de las almas. Entre nosotros, llamamos al don «segundo rostro». Soy Waka Witshasha y Pejihuta Witshasha, Hombre del Misterio y Hombre de las Hierbas, al que debes escuchar y respetar. Tú también tienes el «segundo rostro», el oráculo no miente. Me dice que te enseñe medicina y las leyes de Manitú, nuestro Guitchi.

– ¿Manitú? ¿Qué significa ese nombre? -preguntó ella.

– Guitchi Manitú quiere decir «que no tiene su origen en sí mismo». Es el Increado. Es la fuente de vida, el poder, la luz, el amante de la naturaleza. Unirse a él es el fin supremo de los algonquinos, y para ello realizamos ritos purificadores. Ciervo Ágil ha cumplido el suyo. Se fue hace ocho días al sur, se construyó una «choza de sueños» preparando su «ayuno de sueños». Ha cavado su «fosa de videncia», se ha pintado el rostro de negro para que se sepa que no hay que hablarle y, después de purificarse, ha invocado a Manitú. El Gran Espíritu le ha enviado la visión. En ese mismo momento, has surgido del bosque y lo has sorprendido. Te ha tomado por la Mujer Liebre de nuestras leyendas, por eso ha huido.

– ¿Y las marcas de la iniciación?

– Se las ha infligido él mismo. Cuando la visión tarda en llegar, uno tiene que perder su sangre y estrangularse con una correa mojada que se aprieta más cuando se seca. Así lo exige el ritual. Sin sueño y sin visión, nada puede sobrevivir. El sueño y la visión dictan cada uno de nuestros actos. Así vive el indio del Norte, el del Océano y el de las Grandes Llanuras. Esto es lo que debes saber y retener. Ven conmigo.

Volvieron a salir a la luz del día. La tribu seguía en su lugar. Ciervo Ágil seguía montando guardia ante el habitáculo-medicina. Todos esperaban el veredicto. El hechicero puso los ojos en blanco; las tranquilas nubes no le dieron ningún consejo en sentido contrario.

– El Gran Espíritu ha guiado a esta squaw -dijo él señalando a Helena-. Nanabozho, el Liebre, la protege. Nanabozho es el gran maestro que enseña a los hombres. Nanabozho nos pide que la aceptemos. No tiene el corazón de los blancos, ni tampoco el corazón de los algonquinos. Posee el espíritu traído por el viento. Tiene el poder de alejar a los windigos…

Al oír el nombre de windigos, las mujeres se cubrieron el rostro, los niños lanzaron miradas de miedo a los bosques y los guerreros levantaron sus armas. Los windigos eran gigantes caníbales con corazón de hielo. Esos malvados espíritus recorrían el bosque soltando gritos horribles. Siempre en busca de víctimas, devoraban a todos aquellos que caían en sus garras. En ocasiones, podían poseer a un hombre, y el desdichado se convertía, a su vez, en antropófago.

Helena no sabía nada de todos esos monstruos, pero el poder que el hechicero había dicho que tenía sobre ellos tranquilizaba a los algonquinos: ahora, le demostraban su admiración. Algunos se inclinaron ante ella.

Condescendiente y satisfecho, el hechicero esperaba que la excitación provocada por esta revelación disminuyera.

Contempló a Helena con orgullo. Desde el momento en que esa mujer había entrado en su cabaña, había sabido que era excepcional, tanto por su belleza como por su fuerza interior. Había visto su esencia roja, su poder mágico rojo.

Una aureola roja la rodeaba. Él era el único que la veía así. Poseía ese poder desde niño. Cada ser humano tenía su color.

Esa mujer roja tenía el «segundo rostro». Era igual que él.

– Oso Sentado, te corresponde a ti alojar a esta squaw bajo tu wigwam, y a tus esposas les corresponde prepararla para el consejo. Esta noche, fumaremos.

El jefe, Oso Sentado, se golpeó el pecho y llamó a sus esposas. Tres mujeres muy jóvenes (la mayor debía de tener apenas diecinueve años) fueron al encuentro de Helena, le acariciaron los cabellos y el rostro; después, cogiéndola de las manos, la condujeron a través de la aldea.

– Éste es nuestro wigwam -dijo la que parecía más tímida.

– ¡Hablas inglés! -dijo asombrada Helena.

– Sí… Me lo han enseñado los padres.

Con la mención de los padres, el ánimo de Helena se ensombreció. Jamás habría creído que hubieran podido llegar hasta allí.

– ¿Los padres se han ido? -preguntó algo ansiosa.

La india abrió los ojos de par en par y después se echó a reír.

– Los padres están lejos, muy lejos, en el sur. Yo soy una menominea. Mi tribu quedó diezmada por una enfermedad de los blancos llamada viruela. Algunas familias que escaparon se dirigieron al norte y se reunieron con los algonquinos, los chippewas y los têtes de boules. Hace veinticuatro lunas, Oso Sentado me eligió; vivo con sus otras dos esposas. Me llamo Nutria Maliciosa. Ella es Agua Risueña; y ella, Luna Dorada.

Agua Risueña y Luna Dorada se sonrojaron, después se pusieron a cloquear empujando a Helena dentro del wigwam.

Una humareda espesa inundaba la habitación, que era una circunferencia de doce metros. A Helena le costó un poco acostumbrarse a esa atmósfera agria, cargada de fuerte olor a pieles. El suelo estaba cubierto con sólidas esteras trenzadas y pieles de oso. En el centro, un círculo de piedras pulidas rodeaba el fuego, encima del cual un trípode de hierro aguantaba una olla de latón. Helena reconoció que era un objeto manufacturado en Inglaterra. Pudo leer en su mirada que las tres indias se sentían orgullosas.

– Oso Sentado la cambió por dos pieles de castor -dijo Nutria Maliciosa, mientras rebuscaba en la ropa que había guardada a un lado-. También nos ha dado esto -añadió llevándose un pedazo de lana a su pecho.

Se acarició la mejilla con la lana y no escondió el placer que le produjo.

Su felicidad era contagiosa. Agua Risueña y Luna Dorada se arrodillaron cerca de ella y tocaron la lana importada de Stroud. Ese cuadro viviente alegró el corazón de Helena, que sintió ganas de abrazar a las tres jóvenes indias. Gestos simples, deseos simples, amores simples. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Enseguida, Nutria Maliciosa abandonó su tesoro y le rodeó el rostro con las manos.

– ¿Qué te pasa amiga de la Liebre?

– Nada, nada… De hecho me siento muy feliz por poder estar con vosotros.

Nutria Maliciosa se lo tradujo a sus compañeras, que se pusieron a dar palmadas y a reír.

– Querría conoceros para comprenderos mejor.

Su mirada recorrió el suelo del wigwam.

– Explícame para qué sirven esos recipientes de corteza… Este arquito… ¿Y esos hilos blancos? Lo quiero saber todo.

Nutria Maliciosa, orgullosa de iniciar a la amiga de la Liebre, le describió cómo se recortaban los mocasines en un solo pedazo de piel antes de coserlos con hilos de tendones, esos hilos blancos que colgaban de un marco de madera.

– El arquito sirve para tejer los pinchos de puercoespín.

– ¿Pinchos de puercoespín?

– Sirven para decorar nuestras bolsas, los cinturones, las banderas y las flechas de los guerreros.

Al comprender de qué trataba la conversación entre Helena y la tercera esposa, Agua Risueña y Luna Dorada le enseñaron las banderas y los cinturones en los que los pinchos con colores vivos formaban finos y atrayentes motivos. Sus rostros redondos y bronceados se animaban. Palabras roncas salían de su boca. Nutria Maliciosa no podía contener su alborozo. Espinilleras, pañuelos, fundas de pipa, gorros, taparrabos y faldas desfilaron ante los ojos deslumbrados de Helena, que bebía las palabras de su traductora.

El tiempo pasaba. Nutria Maliciosa hablaba de valles profundos en que se cazaban alces por los pelos blancos de su papada, nieves eternas pisoteadas por manadas de caribúes cuyas bellas crines se utilizaban para hacer bordados, pantanos en los que crecían hierbas para tejer. Le explicó el significado de los colores. El rojo era sangre, el poder mágico, el fuego, la guerra, el amor, la divinidad y el verano; el amarillo era la tierra; el verde, la naturaleza, la abundancia y la caridad; el azul, la vida, el aire, el agua, la primavera, la caza y el espíritu.

Mezclando el lenguaje de los gestos y los gritos joviales, se llevaron aparte a Nutria Maliciosa. Las tres indias soltaron una risa clara y se precipitaron sobre Helena. Fue tan inesperado que no pudo esquivarlas.

– ¡Déjate hacer! -gritó Nutria Maliciosa.

– Pero…

– Vamos a prepararte.

¿Qué habría podido oponer a las sonrisas ingenuas de los algonquinos, a sus miradas, al terciopelo de sus manos? Así que se abandonó.

Las esposas de Oso Sentado le quitaron una a una sus prendas de ropa. Ese proceso provocó conversaciones animadas porque palpaban y comentaban cada prenda de abrigo o de piel. Agua Risueña parecía fascinada por las costuras y los botones. Luna Dorada se probó una de las camisas de cuadros grandes. Nutria Maliciosa, por su parte, intentaba convencer a Helena de que se quitara la ropa que le quedaba: un jersey de punto y un calzoncillo de hombre.

Helena sentía demasiada vergüenza por mostrarse desnuda, tan sucia como iba.

– ¡No, no! ¡No quiero! -gritó en el momento en que las tres cómplices combinaron sus fuerzas para arrancarle sus últimas ropas.

Estaba hecho. El rojo abrasaba sus mejillas. Las indias la contemplaban en silencio. Incluso sucia, era bella. Sus caderas anchas estaban hechas para parir niños, sus senos redondos incitaban a la caricia. Su pubis poblado y rojizo escondía tesoros, como el bosque de los Espíritus del que el hombre indio obtiene su fuente de vida y su espiritualidad. El cuerpo de Helena era sagrado. Lo someterían al más dulce ritual.

Plantada en medio del wigwam, Helena se estremecía, con los brazos cruzados sobre el pecho. Tras acabar el examen, las tres esposas intercambiaron unas pocas palabras.

Luna Dorada saltó fuera. Nutria Maliciosa empezó a frotarle los pies, mientras Agua Risueña traía unos botes que contenían pastas espesas. Luna Dorada volvió con un montón de madera seca que echó a la fogata. Las tres indias se organizaban en silencio. Enseguida, el fuego crepitó, el calor se volvió intenso y el humo que invadía el espacio borró sus rasgos. A estas volutas sofocantes se añadieron nubes de vapor, pues las algonquinas echaron agua sobre las piedras ardientes dispuestas alrededor del hogar.

Helena sudaba. De repente, vio el cuerpo desnudo de Nutria Maliciosa a través de la niebla. La india se inclinó sobre ella y empezó a frotarle la piel con una paleta de madera de sauce. Su larga trenza golpeaba entre sus senos pesados. Todos sus músculos trabajaban, se tensaban y relucían a la luz de las llamas. Con el esfuerzo, su boca se abría y revelaba unos dientes perfectamente blancos.

Esa dura limpieza arrancó algún gemido a Helena. A continuación, llegó un masaje regenerador. También desnudas, Agua Risueña y Luna Dorada se habían unido a las dos jóvenes. Con la punta de los dedos cogían la grasa de oso y el caribú perfumado. Después extendieron esa pomada sobre el vientre sedoso de su invitada, subieron hacia los senos y el cuello, bajaron y se pasearon por el resto de su cuerpo.

Helena sentía aquellas palmas presionando su cuerpo. Una sensación de bienestar se extendió en su interior. La carcasa que aprisionaba su cuerpo se había quebrado, la fatiga desaparecía, el placer ocupaba su lugar, y las tres indias no se privaban de dárselo prodigándole penetrantes caricias. Ella cerró los ojos y se entregó a sus alientos.

Una vez tranquila y saciada, Helena se había dejado vestir con un largo vestido de piel de ciervo. Agua Risueña había trenzado sus cabellos. Luna Dorada le había dado un cinturón y una cinta para el pelo. Nutria Maliciosa le puso el collar de wampums [6].

– Los embajadores de todas las tribus del Norte llevan wampums -le explicó pasándole el collar alrededor del cuello-. Te protegerá.

De este modo, adornada con perlas blancas y púrpura talladas en conchas de almejas, buccinos y bígaros, se dirigió al consejo, en el que se admitían a las squaws que ejercían las funciones de mujer-medicina. Ella era la protegida de Nanabozho, el Liebre. Por tanto, se sentaría al lado del Brujo.


  1. <a l:href="#_ftnref6">[6]</a> Los wampums se utilizaban también como moneda. Una perla roja valía tres blancas.