38096.fb2 En busca de Buda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 48

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Te había dicho que había una ciudad al oeste de Independence.

Jacques estaba orgulloso de su descubrimiento. Helena contemplaba la verruga a la que su amigo llamaba ciudad. Consistía en unas cabañas ruinosas al pie de los montes Flint, divididas por una amplia calle.

– ¡Sígueme!

Lo siguió sin entusiasmo. Al fondo de ese lugar sin nombre, la amplia puerta de un hotel saloon dejaba ver una tapicería roja y granate. El establecimiento dominaba cinco o seis casas de notables, reconocibles por las cortinas de flores y por el cobre brillante de los tiradores de la puerta. Alrededor de ese centro pulcro, todo estaba montado de cualquier modo.

Helena se ajustó el sombrero sobre la frente. Unos tipos mal afeitados y unas mujeres emperifolladas salieron de sus casas en ruinas para observarlos. En las inmediaciones del saloon, había una multitud de personas ociosas, atraída por los falsos dorados y la música.

– ¿Tienes con qué pagar? -le preguntó Jacques, con cierta suspicacia.

– Desde luego que sí -farfulló ella mientras descendía del caballo.

La puerta se los tragó como el aventador de una máquina de vapor. En la sala, animada por un pianista furibundo con chaleco de seda, y donde bailaban varias chicas generosas ataviadas con colores vivos y unos treinta campesinos de la región bajo elegantes lámparas de araña con tulipas esmeriladas, no había nadie con pinta de presidiario ni criminales de gatillo fácil.

Pocos minutos después, estaban en una habitación. Una habitación… Una cama… Una cubeta de agua… Jabón… Un espejo orlado de hojas de acanto… Y su doble abrumada: una Helena llena de barro y fango. Con gestos febriles, se quitó la ropa y la amontonó. Se pasó horas y horas restregándose, frotándose la piel antes de conciliar el sueño en la cama mullida.

En su cerebro hervían sonidos, voces y rostros. Pasado y futuro se mezclaron: Nicéphore y su látigo, Bancroft y su hacha: dos apariciones impregnadas de tanta violencia que se despertó varias veces. Cuando cerraba los ojos, unos mormones le susurraban plegarias al oído, la condesa Kisselev aparecía como gran sacerdotisa de Isis, Nutria Maliciosa bailaba en el vapor de un wigwam, unos soldados en formación resistían una carga de lanceros (aunque todavía no había vivido esa escena de batalla), montañas gigantescas que albergaban templos extraños que un día visitaría. Heridas, miedo, muertos y la propia muerte…

Se hizo un ovillo y apretó la almohada entre los brazos. Se despertó de nuevo, justo antes de que la muerte le asestara un golpe con su azadón. Estaba viva en un agujero perdido. Pensó en la calle que había más abajo, en el espectáculo deprimente de esa ciudad: sus timadores con sombrero, sus borrachos, sus jornaleros sin futuro, sus pobres campesinos demasiado cansados para proseguir su camino, demasiado cobardes para volver a la costa Este.

«¡Tengo que largarme de este pueblucho lo antes posible!», se dijo.

Cuando se despertó, encontró a Jacques de pie ante la cama, contemplándola. Comprendió por la luz que entraba del exterior que la mañana estaba avanzada.

– Casi es mediodía -le dijo él con una voz suave y benévola.

– ¡Por amor de Dios! -exclamó ella.

– Hay café y huevos esperándote abajo. He conseguido provisiones para tres semanas, me debes dieciséis dólares y cincuenta y dos céntimos. También he hecho herrar los caballos… ¿Supongo que no pensarás quedarte aquí?

– ¡Desde luego que no!

– Entonces, ¿qué esperas para salir de la cama?

Ella se sonrojó. Él se fijó en la blancura de su hombro y se dio un golpe en la cabeza.

– Nunca me haré a la idea de que eres una mujer… Bueno, te espero en las cuadras.

De nuevo recorrían territorio virgen, dejando tras ellos grandes nubarrones que se acumulaban sobre la joven nación americana, gobernada por el presidente Fillmore, al que consideraban un pelele.

Los labios le sabían a polvo. El viento, que crispaba las nubes, dispersaba sus pensamientos. Ya no intercambiaban secretos. Sabían mucho el uno del otro. Sus miradas bastaban para cultivar su complicidad. Se contentaban con comer a la hora justa, beber en las fuentes, cazar y seguir al sol.

Jacques se tensó de repente sobre su silla. Levantó los brazos y tiró de las riendas.

– ¿Qué pasa?

– ¡Shhh!

Intentó orientarse. Helena, a pesar de su experiencia como india y de sus dones, no percibía nada. Buscó algún indicio en el terreno duro y desigual, en el que crecía una vegetación escasa.

– ¿Lo oyes? -murmuró Jacques.

– No…

– Son los sioux… Pero ¡es imposible! No estamos en su territorio.

Helena se concentró. El corazón de las montañas circundantes latía débilmente. Jacques le hizo una señal para que continuara. Recorrieron un centenar de metros. Helena estaba ahora atenta al ruido sordo. Había unas presencias más allá de las filas de árboles que rodeaban las montañas. Poco a poco, el sonido aumentó.

– Será mejor que sigamos nuestro camino -dijo Jacques, inquieto por la llamada de tambores a una hora tan temprana.

– ¿Qué dicen esos tambores?

– Parece una ceremonia.

– ¡Vamos a ver!

– ¡Nos matarían!

– Escondamos los caballos.

Galopaban juntos con el viento de cara. Un escalofrío recorrió la espalda de Helena cuando se levantó sobre los codos.

– ¡Madre de Dios! -exclamó mientras miraba de reojo a su alrededor.

Nunca había visto una cosa semejante. En un vasto espacio delimitado por doscientos tipis, más de dos mil pieles rojas se habían reunido en círculo. Mujeres, niños, ancianos, guerreros: todos pisoteaban el suelo al ritmo de los tambores que golpeaban ancianos sabios de aspecto enjuto y con caras semejantes a cortezas de nogal, y con unas marcas negras y amarillas pintadas en los pómulos y la frente.

– ¡Diablos! ¡No nos quedemos aquí!

– ¿Por qué?

– ¿No ves que llevan pinturas de guerra? Son hunkpapas o sihasapas, quizá miniconjus. No quiero verlos desde más cerca.

– ¡Yo me quedo!

– ¿Te has vuelto loca? ¿Quieres que te aten a un poste y te desuellen viva?

– ¡Me quedo!

Jacques se hundió en los matorrales tras perderse en su mirada. Un oscuro sentimiento obligaba a Helena a no abandonar esa peligrosa posición. Los tambores la turbaban; el balanceo de las cabezas coronadas con plumas de águila, de cuernos de bisonte y de pieles de armiño actuaba sobre ella como el péndulo de un hipnotizador. Se sentía irresistiblemente atraída por esa gran flor que se abría y se cerraba siguiendo los gritos de los hechiceros.

En cierto momento, unas jovencitas entraron en el interior del círculo. Iban ataviadas con capas de bisonte y vestidos de alce decorados con perlas y conchas. De repente, mordieron a las serpientes que agarraban entre sus manos.

– No comprendo nada de esta ceremonia -dijo Jacques, fascinado por la escena-. Estamos en plena fiesta de las vírgenes, que precede a la danza del Sol. Habitualmente, la celebran a finales del mes de julio, ¡no a principios de otoño! Un «Sin Arco» con el que solía cazar bisontes me dijo que para realizar la danza sagrada, la Luna y el Sol debían convertirse en uno.

– ¿Qué hacen? -preguntó Helena, que se estremeció al ver a las jóvenes bailarinas y a las serpientes de cascabel.

– Demuestran su pureza. Si mienten, la serpiente las morderá. Esto es tabú, Helena. No tenemos derecho a asistir a este ritual.

Se dejó caer hacia atrás, pero Helena lo retuvo.

– Te lo ruego, quiero saber qué sucede…

Jacques aceptó explicarle lo que veían.

Sin duda, las jóvenes indias estaban en trance. Unos guerreros las llevaron frente a los hombres medicina. Los hechiceros empezaron a trazar signos rituales sobre sus mejillas y el caballete de su nariz con los dedos untados en pintura.

Incansablemente, los tambores continuaban llamando a los dioses de las llanuras y del cielo, y uniendo al pueblo sioux en el fervor. Unas squaws de edad avanzada iniciaron unas letanías y después encendieron fogatas acompañadas de los niños. Unos velos azulados se elevaron hacia la luz dorada del otoño, cubriendo con una bruma mágica el pueblo. Las vírgenes elegidas por los hechiceros esbozaron unos pasos de danza, con gestos contenidos y bajando la mirada con humildad, con una reserva fingida.

Los tambores despertaban pasiones en ellas. Todos los genios de los bosques y las estrellas se unían a su danza. Oían clamores, suspiros y las voces de los ancestros.

Helena sentía en sus propias carnes la violencia contenida de los indios. Cuando los tambores se detuvieron, contuvo la respiración.

– No se ha acabado -dijo Jacques-. Ahora cada una de las vírgenes va a elegir a un compañero y seguirán bailando.

Helena se fijó en una hermosa india que se dirigía hacia un gigante magnífico que permanecía con los brazos cruzados. Se detuvo tres o cuatro segundos frente a él antes de volverse. Él la siguió por la pista sagrada de baile. Se formaron las parejas y los tambores les insuflaron vida.

Alrededor de los hombres que bailaban, los sabios, que ya habían presenciado la escena en otras ocasiones, recordaron las cacerías de antaño, las flechas que disparaban subidos a sus caballos al galope, el ruido atronador de los cascos, la tierra destripada por miles de bestias enloquecidas. Asociaron sus cantos roncos a las plegarias de las squaws.

Sin duda, Jacques no conocía todos los detalles de la vida de los sioux. Por su parte, Helena adaptaba lo que él le contaba a su visión poética. Durante mucho tiempo, estuvo perdida sus ensoñaciones. El redoble de los tambores disminuyó y apagó.

– Se ha acabado por esta noche -dijo Jacques con alivio.

– Volveremos mañana.