38096.fb2 En busca de Buda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 50

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Algunos días más tarde, Helena y Jacques volvieron a dirigirse hacia los montes Sacramento. Después de haber cruzado el Red River llegaron a Estacado, que, desde Nuevo México hasta Texas, era el paraíso de los buitres, de los crótalos y de los comanches. La meseta alta era un desierto apenas más poblado que la estepa siberiana. Los misioneros católicos se aventuraban allí sin éxito. Los renegados mexicanos, los forajidos y los desertores acudían allí después de cometer sus crímenes. También había algunos valientes colonos que intentaban establecerse en esa tierra ingrata y que luchaban con armas desiguales contra todos esos feroces adversarios.

Los colonos que habitaban las orillas del río Pecos, al sur de Fort Summer, no habían tenido tiempo de echar raíces en ninguna parte. Con el dedo en el gatillo del fusil, Helena y Jacques se acercaron a los restos calcinados de las dos carretas conestoga. Se pusieron en posición e inspeccionaron los alrededores para arrodillarse cerca del primer cadáver, cuyo camino hacia el río había detenido en seco una flecha con plumas negras y blancas.

– Comanches -dijo Jacques rompiendo la flecha clavada en la espalda del muerto.

Después escrutó el cielo, en el que daban vueltas las rapaces.

– Esos asquerosos siguen volando alto.

Que los pájaros tardaran en devorar a los muertos era una señal de peligro.

– Esos perros rabiosos siguen por aquí… Larguémonos. Hay que cruzar lo más rápido posible el Pecos y poner un día de viaje entre ellos y nosotros.

– Démonos prisa.

– Y esos malditos tienen fusiles -añadió Jacques al reparar en los impactos de bala.

Helena revisó el lugar y su corazón se rompió al ver a mujeres y niños degollados; había hombres cortados en pedazos. Tres familias habían sido masacradas, al parecer sin haber podido defenderse, sin duda sorprendidas al amanecer.

– ¡Vámonos! -dijo, conmocionada.

Cuando alcanzaron la otra orilla, cabalgaron al galope. Después de recorrer menos de un kilómetro, se detuvieron en la cima de una pequeña colina. De un vistazo, Jacques reconoció la cadena rosácea de Sacramento, que se recortaba en el horizonte. No gastó tiempo en informar a Helena. Su ojo captó el movimiento de varios caballos.

– Los comanches -dijo sordamente.

Los indios hicieron una aparición fugaz. Un pliegue del terreno se los tragó. Helena cogió su fusil.

– Nos están rodeando -continuó Jacques mientras buscaba una salida.

Era posible. Helena conocía muy bien las tácticas que utilizaban los indios. Los esperarían en una curva del camino o se les echarían encima de repente.

– ¡Esos demonios no nos dejarán en paz! -exclamó Jacques.

– Tenemos dos posibilidades -dijo Helena-: buscar un sitio elevado y vigilarlos, o dirigirnos al galope al paso de Carizozo, del que me hablaste ayer. Aunque tal vez sea eso lo que esperan que hagamos. Probablemente, un segundo grupo haya preparado una emboscada allí.

– Entonces, sigamos adelante.

Helena tomó la delantera y dejó que la bestia fuera tranquilamente al trote. Doscientos metros la separaban del lugar en el que se habían volatilizado los pieles rojas. Un poco retirado, Jacques la cubría con su arma. Ella llegó al punto crucial. Nadie apareció en el barranco.

El silencio tan sólo se rompió por el grito ronco de un pájaro. ¿Alguien los observaba? Helena no sintió nada particular. Continuó hacia una cresta invadida por una vegetación tupida.

De repente, la asaltó un pensamiento. Algo acababa de modificar el equilibrio natural del paisaje. Observó a su izquierda que las hojas se agitaban y oyó un ligero ruido. Con un rápido movimiento de muñeca, se colocó el cañón del arma sobre su brazo izquierdo y disparó.

Oyó un estertor, y un guerrero comanche cayó entre las ramas.

– ¡Bonito disparo! -gritó Jacques, que disparó a su vez sobre un indio que se lanzó al galope.

El indio rodó por el suelo. Inmediatamente, el aire se llenó de gritos y de silbidos. Unas flechas cruzaron el aire y pasaron por encima de sus cabezas; se agacharon sobre sus monturas.

– ¡Carguemos contra ellos! -gritó Helena.

– ¿Qué? ¡Estás loca!

– ¡Carguemos y sorprendámoslos! -dijo ella cogiendo el colt.

Dio media vuelta y esquivó las flechas pegándose al caballo. Los indios dudaron, desorientados por ese loco ataque. Tres de ellos cayeron bajo las balas. Helena y Jacques vaciaron los tambores, gritando y provocando la huida de los indios. Embriagados por las detonaciones y los gritos, uno junto al otro, continuaron con su embestida.

– ¡Hemos podido con ellos!

Oyeron los silbidos de las balas, pero los comanches se habían rendido.

– ¡Tenemos que recargar nuestras armas! -dijo Jacques.

– ¡No te detengas!

Helena espoleó violentamente a su caballo. Jacques azotó el lomo del suyo con las riendas. Tuvieron la impresión de volar por encima del suelo. Ante ellos, los árboles se apartaban a toda velocidad, las gargantas se abrían y las colinas aumentaban de tamaño. Su supervivencia dependía de la resistencia de sus bestias.

La noche cayó. El crepúsculo envolvió los acantilados cincelados. Helena y Jacques, de pie sobre los estribos, aguzaban el oído. Parecía que se habían librado, pero Jacques no estaba del todo seguro.

– No estamos en una buena posición. Nos hemos adentrado en un territorio donde abundan cosas peores. Sí, preciosa, detrás de ti has dejado a los comanches, y delante, tienes a las bandas de mexicanos. Esos tipos son unos verdaderos chacales. Matarían a su padre y a su madre por un dólar. Nos dirigimos hacia ellos, eso está claro. Tendremos que contar con algo de suerte para salir airosos. Podemos llegar al río Hondo. Más allá está la civilización, según dicen.

Helena deseaba que fuera verdad. Estaba lista para enfrentarse a los bandidos mexicanos. Si uno de ellos se atusaba el bigote, ella no dudaría en arreglárselo a balazos.

La noche ganó terreno rápidamente. Los comanches seguían sin dar señales de vida. Los caballos descansaban, y Jacques se había ido a explorar río arriba.

Agazapada en la maleza donde zumbaban miles de pájaros, Helena miraba fijamente los oscuros matorrales que bordeaban la otra orilla. Escrutaba la noche en vano. Como su visibilidad era muy limitada, la joven debía fiarse de sus poderes. ¿Cuánto tiempo hacía que Jacques se había ido?

– ¡Suelta el arma, chico!

Se quedó paralizada por el estupor. El hombre que acababa de dirigirse a ella con un fuerte acento mexicano insistió.

– ¡Gringo, tu fusil!

No pudo cumplir la orden de ese desconocido. Hizo acopio de fuerzas y se lanzó, de repente, al río. Cayó con gran estrépito y acabó su carrera rodando sobre los guijarros. Cuando quiso volver a ponerse en pie y huir al río, un peso enorme la tiró al suelo.

– ¡Despreciable gringo!

La sujetaban entre tres. Otros se unieron a ellos. Unos rostros morenos, enmarcados por un pelo asqueroso, se inclinaron sobre ella. Eran mexicanos de la peor clase, criminales sin fe ni ley.

– Eres testarudo, ¿verdad, gringo?

Ella no respondió, temiendo que su voz la traicionara. El hombre que chapurreaba en inglés parecía el jefe. Su cara estaba picada por minúsculos agujeros, huellas de la viruela, lo que hacía que pareciera más feroz. La empujó hacia delante sin contemplaciones. Los rufianes la siguieron hasta el lugar en el que Jacques se debatía entre las manos de varios hombres.

El jefe lo calmó con una bofetada en la mejilla y un puñetazo en el estómago.

– Ahora que eres razonable, ¿podremos discutir, gringo?

Jacques le respondió con una mirada de menosprecio, lo que le valió un golpe directo en el mentón.

– ¡Tú también eres un testarudo! -gruñó el jefe-. ¿Acaso sois familia?

– ¡Es mi hijo! -respondió Jacques mientras contemplaba a la pobre Helena en manos de los mexicanos.

– Entonces, dile lo que queremos de vosotros.

– Quieren que nos enrolemos en su banda -dijo Jacques.

Petrificada, Helena se preguntó si lo había entendido bien. Jacques no estaba en situación de bromear:

– Han perdido a unos hombres en Sonora. No creo que podamos negarnos, chico.

– Ya has oído a tu padre. Responde rápido.

Al amenazador ultimátum se unieron los fusiles que, de repente, apuntaban a su pecho.

Ella asintió. Recibieron entre risas su decisión.

– Serás un excelente recluta, gringo. ¿Cómo te llamas?

Desde lo más profundo de la garganta, poniendo voz grave, respondió:

– Alan.

– ¿Alan?… ¡No me gusta! Te llamarás Pedro.