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Dick le tiraba del brazo con una fuerza prodigiosa. El dogo negro tenía un pedigrí irreprochable. Había salido directamente de las perreras de lord Henry John Temple Palmerston. En cuanto lo vio, supo que debía comprarlo. No era un perro común. Sentía las entidades del otro mundo. No le gustaba particularmente, pero Dick se había impuesto a ella con el primer y último ladrido.
Después, se había callado. Parecía un animal infernal en busca de un alma a la que devorar. Buscaba, resoplaba y guiaba a su dueña por toda la ciudad. Helena estaba segura de que Dick la iba a conducir al «lugar idóneo». Lo atraían los fuegos débiles que encendían los pobres para cocinar sus parcos guisos.
A esa hora avanzada de la tarde, no se desvió hacia las fogatas que apestaban las calles; se dirigió hacia el observatorio de Greenwich. La cúpula del monumento relucía débilmente envuelta por un aura de grisalla y ejercía una extraña fascinación sobre los paseantes.
El perro tiró con fuerza, la obligó a correr, rodeó el observatorio y se adentró en los jardines. La niebla era cada vez más densa.
– ¡Dick, Dick! ¡Detente!
El dogo no la escuchó. Siguió avanzando hacia un bosquecillo. Las ramas fustigaron el rostro de Helena. El perro tiró todavía más de la correa. Llegaron a un sendero y volvieron a ver luz. Bajo el sol que penetraba por encima de los árboles desnudos, había un grupo de personas engalanadas. Dick no fue más lejos. Se sentó sobre las patas traseras y se puso a lloriquear débilmente.
La escena era sobrecogedora. Helena creyó que estaba soñando; su corazón latía a toda prisa. Los seres que tenía delante de ella estaban cubiertos de piedras preciosas. Hablaban con animación. Pensó en los príncipes de Oriente. Había visto a alguno en los palacios de su infancia. Su abuelo recibía a los embajadores chinos y siameses que estaban de viaje en la capital. No eran chinos, sino indios, mucho más ricos que los que frecuentaban las calles de Londres.
Dejaron de hablar y la contemplaron. En ese momento, Helena vio llegar a un oficial británico acompañado de dos soldados. Con las maneras propias de un marino, con el rostro surcado de arrugas, el mentón voluntarioso y la mirada altiva, llevaba el uniforme de gala y las dos condecoraciones que lo clasificaban como noble: la azul de la muy ilustre Orden de San Patricio y la carmesí de la muy honorable Orden del Bain. Sin embargo, parecía inconsistente comparado con otro personaje cuya aura deslumbraba. Llevaba rubíes y esmeraldas en los dedos, un collar de diamantes recargado con un cabujón rosa y traslúcido, y, en la frente, se ceñía un turbante de seda roja realzado con una piedra de ocho caras. Gracias a su altura dominaba a todos sus compañeros. Avanzó hacia ella. El oficial inglés les lanzó una mirada severa. El príncipe indio lo ignoró. Se contentó con levantar la mano, con la palma abierta hacia el rostro de Helena.
«Mañana, aquí.»
No había abierto la boca. Sin embargo, Helena había oído su voz con total claridad. Había entrado en ella y volvió a salir enseguida. Ella permaneció quieta. Ese hombre tenía poderes superiores a los suyos. El aterrador Dick se comportaba como un cachorro. Le lamió la mano al indio y después empezó a frotarse contra ella cuando el grupo se fue. El perro guardián había cumplido su misión. Ahora ya no lo necesitaba.
Esa misma tarde, comunicó a su padre que iba a regalar el perro al embajador Stratov. Von Hahn aceptó. Las noticias de Rusia no eran buenas. Nicéphore Blavatski había solicitado poderes excepcionales para hacer que su esposa volviera al hogar. Había conseguido el aval por escrito de dos ministros: el de Interior y el de Asuntos Exteriores. Habían puesto a su disposición a veinte comisarios y a una buena cantidad de agentes. Helena podía ser detenida en una embajada o secuestrada. Era un buen momento para abandonar Inglaterra una vez más.