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En la casa, llena de olores fabulosos, Helena vagabundeaba por todas partes, como un elfo en un reino encantado. Pero, durante toda la noche, el guardián de los espíritus invitado a la mesa del señor Tata no había dejado de estudiarla. Estaba segura de que la occidental era malvada.

En plena noche, Helena se asfixiaba. Las sábanas de la cama estaban impregnadas de una humedad que venía del mar y de los estanques de alrededor. Había acabado durmiéndose a pesar del ardor de estómago producido por las especias y de la sed que la torturaba. Cayó en un sueño extraño cuyo decorado era un templo inmenso con pisos habitados por grandes simios. Ignoraba dónde se encontraba. El templo aparentemente abandonado estaba construido en el seno de una selva exuberante. Una puerta monumental, custodiada por gigantes de piedra con los ojos fuera de sus órbitas, se abría al final de un tramo de cien escalones. Ella no dominaba ese sueño. En contra de su voluntad, empezó a subir la gran escalera. En contra de su voluntad, se adentró en las entrañas oscuras del edificio donde chillaban los simios. Allí los vio.

Los monstruos la esperaban. Rodeaban a una diosa cadavérica. Helena quiso romper los lazos que trababan su voluntad. Gritó. Vio a los demonios de piel verde y roja, cubiertos de ampollas, abalanzarse sobre ella. Ellos la agarraron y la llevaron hasta la diosa.

– Soy Kanya, el poder de los poderes demoniacos, y vas a morir.

– ¡No! -gritó Helena.

La diosa hundió la mano en su pecho y buscó el corazón. El dolor era atroz. Helena volvió a gritar, tan fuerte que su alarido llegó hasta los señores que regían su vida. Alguien la sacó fuera del templo y la proyectó fuera de su sueño. Se levantó de la cama. El corazón le dolía. Se tocó el pecho y vio que tenía sangre.

No había sido una simple pesadilla. Así pues, decidió abandonar Bombay al día siguiente.