38096.fb2 En busca de Buda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 60

En busca de Buda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 60

59

La visión de esa extranjera que se atrevía a aventurarse sola por la ciudad santa había provocado un maremoto. Un enjambre de mercaderes acosaba a Helena.

– Salaam, miss, panchanga! Comprar…

Un astrólogo, más tenaz que los otros, la persiguió durante más de media hora para venderle un horóscopo inspirado por el zodiaco babilónico. Cansada, acabó adquiriendo por seis annas ese panchanga increíblemente complicado con sus días lunares, sus veintiocho casas, sus setecientos veinte mediodías lunares, sus jornadas divididas en sesenta ghatis de veinticuatro minutos.

De repente, se dio cuenta de que sus pasos la habían conducido a un barrio en ruinas. Había hogueras por aquí y por allá. El suelo estaba cubierto de desechos humanos que gemían y se arrastraban. Eran cuatrocientos o quinientos, desnudos, en los huesos, con los estigmas del hambre en su cara. Pero no había nada que comer en las basuras invadidas por las ratas, siempre más rápidas.

Helena estaba aterrorizada. Dos leprosos acababan de agarrarse a su ropa. Era un hospicio al que iban los supervivientes del cólera y la viruela. Treparon unos sobre los otros para verla mejor y la rodearon. Por todas partes, salían de galerías excavadas bajo la ruinas. Haciendo acopio de valor, Helena se abrió camino ayudándose de los codos y los puños. Su reacción azuzó un odio durante largo tiempo contenido. La agarraron. Enseguida, la hundieron. En un acto reflejo, sacó de su bolsillo unas cuantas moneditas de cobre y las lanzó. Las monedas caídas por el suelo provocaron una tempestad.

Se alzó un griterío. Cayeron piedras a su alrededor, piedras que alcanzaron a los que se habían lanzado al suelo para apoderarse de un anna. Una mujer joven con viruela la señaló con el dedo y dijo en hindi:

– Seguro que lleva más dinero encima.

Empujando a un hombre que caminaba con muletas, Helena echó a correr hacia un estrecho callejón. Los más fuertes la persiguieron. Una verdadera horda furiosa se lanzó por la callejuela que ella había tomado. Los mendigos que estaban allí se unieron a sus hermanos, tendiendo sus muñones hacia ella.

Con la energía del desespero, Helena se dirigió hacia un narthex levantado en honor de Panchanana, el señor Shiva de cinco cabezas; lo franqueó soltando un grito y se encontró en la orilla del Ganges, donde bullían los santos, los ascetas y los fieles. El griterío los distrajo de sus plegarias y mujeres con saris tornasolados se volvieron hacia Helena.

Pudo notar sus miradas cargadas de reproches. Detrás de ella, los gritos cesaron. Los perseguidores no se atrevieron a bajar a los gaths.

Las sagradas orillas del río les estaban prohibidas en período de fiesta. Contemplaron a la mujer blanca, a partir de ahora inaccesible, y después escupieron en su dirección.

No obstante, todavía no se había salvado. Las mujeres de los saris la señalaron con el dedo. Unos sadhus se unieron a ellas, con el tridente trishula de puntas afiladas en la mano. Vestidos con un paño naranja o un vestido rojo, habían abandonado los desiertos del noroeste para saborear el néctar de inmortalidad mezclado en el río.

Helena temió de nuevo por su vida. Sin embargo, aquella gente se concentró en sus invocaciones a Rama y a Krishna. El agua resplandeciente los invitaba a la más mística de las comuniones. Como ningún hombre parecía pensar en alejar a la extranjera, las mujeres acabaron ignorándola.

Los latidos de su corazón bajaron el ritmo. Helena estaba a unos pocos metros del Ganges. Se le hizo un nudo en la garganta. Un cadáver flotaba en la superficie. Descubrió otros dos dando vueltas en la corriente. Hinchada, con las patas levantadas como mástiles sin velas, una vaca se encalló en el último escalón de un gath. Entre dos inmersiones, los peregrinos la devolvieron a su lento viaje bajo el cielo rojo.

Helena comprendió que todavía no estaba lista para fundirse con aquella India. La proximidad del río le pareció ilusoria; la ciudad, quimérica; los creyentes, irreales. Había pensado que podría conocerlo todo en seis meses…

«¿Viviré el tiempo suficiente para realizarme en este mundo?», se preguntó.

Durante veinte años, vagaría por las llanuras con su guía, dando vueltas, atravesando ríos sin puente; allí, escuadras de soldados ingleses pacificaban las provincias anexionadas. Cuanto más se acercaban a Nepal, más se intensificaban los rumores de revuelta.

Durante las largas horas que pasó caminando, Helena aprendió a adaptar su vida a la de los hindúes. La India penetraba poco a poco en ella.

Incrementaba sus poderes de videncia, y, durante las noches, el maestro Kut Humi se le aparecía y le hablaba. Entre ellos, se había abolido la distancia. Sus pensamientos iban del uno al otro a la velocidad de la luz. Le bastaba con cerrar los ojos y evocar al príncipe mongol. Su doble se transportaba allá donde él viviera, a las alturas de una montaña o a una ciudad blanca. Aunque a veces todavía se sublevaba ante las injusticias, intentaba siempre serenarse. Todas las mañanas se levantaba con la misma idea en la cabeza: «Debes canalizar tu energía hacia la verdad oculta y no dejar que la realidad se apodere de ti».

No obstante, ¿dónde iba a buscar la verdad? ¿Dónde la encontraría? ¿En la mirada de Narayan, que creía en Chamunda, la potencia destructora de demonios, y en Janardana, el terror de los hombres, cuyas figuritas de piedra protegían los templos? ¿En la ciudad de Ayodhya, donde había buscado en vano la sombra de Rama en las salas oscuras? ¿En el fondo de los pozos del conocimiento de Varanasi, la ciudad de Shiva, a los que se asomaba durante horas? ¿En los vestigios de Pataliputra, donde había comulgado con las almas de los reyes Gupta? Tal vez la verdad estuviera detrás de la barrera inmaculada que percibía en la lejanía.

– ¡Himalaya! -gritó Narayan, al ver con dicha despuntar el fin de su viaje.