38096.fb2 En busca de Buda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 62

En busca de Buda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 62

61

Mantener la cabeza gacha bajo el gorro de fieltro. Ser humilde entre los humildes. Confundirse con la tierra gris de los caminos. Ése era el precio que había que pagar para que nadie adivinara que una mujer había entrado sola en Sikkim. Helena se pintaba el rostro con carbón de madera o con arcilla diluida en aceite, y se ensuciaba adrede su ropa hecha con pieles. La joven podía pasar por un «hombre de los barrancos», uno de esos pastores de cabras y yaks que recorrían los caminos vendiendo lana y productos lácteos. No había vuelto a suscitar las sospechas de la población.

Ahora, su mula bajaba hacia el río Rungit, una franja limosa y gris flanqueada por los abruptos montes que separaban Sikkim de la India. Avanzaba con precaución por el suelo mullido y resbaladizo, entre los bambúes, las higueras gigantes y los árboles desconocidos. La selva, cubierta de lianas y plantas trepadoras, agitada por aleteos y llena de rugidos y silbidos, se escalonaba en vertientes.

Allí residía el peligro. Era el escondite de serpientes, fieras y criminales. Sin embargo, no tenía otra opción que la de adentrarse en aquella jungla para evitar el puesto fronterizo.

Unos cuantos metros antes de llegar al puente que cruzaba el río, Helena se salió del camino. La jungla se cerró sobre ella y su mula. Inició el descenso de la pendiente resbaladiza para llegar al río, que cruzó sin dificultad. Su caudal todavía no había crecido por las lluvias del monzón. Retomó su marcha y, al llegar a la otra orilla, se encontró por fin en Sikkim. Contempló los picos nevados. Su alma se encontraba ya en aquellas cumbres. Después de medio día recorriendo a marchas forzadas la jungla, consideró que se había alejado de la frontera, llegó a las orillas del Tista y volvió a toparse con el camino que unía Kalimpong con Gangtok. Por aquella ruta serpenteante, pedregosa y con continuas encrucijadas, marchaban caravanas de mulos y de yaks. Los cencerros de las bestias de carga resonaban en el valle y llenaron de dicha el corazón de Helena. No obstante, continuó siendo prudente.

Los funcionarios y soldados del rey Rgyal-po realizaban en ocasiones registros de las mercancías y de los viajeros. Debido al deterioro de las relaciones entre la East India Company y el reino de Sikkim, los occidentales tenían prohibido entrar en el Tenjong [9] sagrado.

En cuatro ocasiones se cruzó con guerreros montados en ponis. Ninguno de ellos mostró interés por Helena, confundida entre los miles de guardias y peregrinos. Delante de ella se balanceaban las grupas de las mulas cargadas con cobre de Nepal y con sacos de coral. Tras ella, un clan de ngologs armados escoltaba a un rico notable que se dirigía a un retiro espiritual. Estaba llegando a Gangtok. Pensaba aprovechar la noche para cruzar o rodear la ciudad del negocio del oro y la sal.

Estaba perdida en sus reflexiones, cuando el viento trajo hasta ella el ruido de un galope. Entre los mercaderes tibetanos y nepaleses cundía la conmoción. Nunca nadie los había atacado allí. Desenfundaron las armas y ordenaron a sus servidores que encerraran a los animales. El galope se oía cada vez más cerca.

– ¡Los ingleses, los ingleses!

Se elevó un clamor en todas las lenguas. Los ingleses… Un mal presentimiento la invadió. Aparecieron los banderines rojos y blancos de los lanceros. Junto con los caballeros reales de Rgyal-po, se abalanzaron sobre los ngologs y los dispersaron.

«¡Han venido a por mí!»

Ahora estaba segura de ello. Se planteó la única solución posible: escapar de ellos lanzándose al Tista. Le dio dos violentos golpes de talón a su mula, que se abalanzó por la pendiente, y la metió en el río. El agua estaba helada y la jungla, cerca. A su espalda, los ingleses le daban el alto, pero no habían tenido valor para seguirla hasta allí con sus caballos. Dispararon al aire.

Helena alcanzó la orilla. La mula se negaba a ir más lejos, así que la dejó atrás y echó a correr, apartando violentamente las cortinas de hojas y de lianas con los brazos. Se le pegaban cosas a la cara. En dos ocasiones se cayó de bruces en el fango, se levantó y aumentó la velocidad hasta perder el aliento.

La jauría inglesa y sikkimesa le pisaba los talones. Oía el ruido de los machetes abriéndose camino, los gritos en tibetano y en hindi, las órdenes rabiosas proferidas en inglés. Estaba intentando alcanzar un sendero que subía hasta la cima cuando notó que la agarraban del tobillo.

Un lepcha con una coraza de cuero se lanzó sobre ella. Tenía una mirada feroz y la nariz rota. Helena sacó el puñal para atacarlo.

– ¡Blavatski, no!

La voz del comandante Murray la detuvo en seco. Ella soltó el arma y la dejó caer lentamente por un tronco liso.

– Confiaba en usted, princesa. Ha pervertido a mi esposa y ha provocado un incidente diplomático. Hemos tenido que hacer ciertas concesiones ante las autoridades de Sikkim para dar con usted.

– Quería llegar a Lhassa.

– Nunca nadie ha llegado a esa ciudad, ni siquiera los jesuitas, inspirados por la fe. Ha infringido la ley inglesa y ha pisoteado nuestra amistad… ¡No voy a mostrar ninguna indulgencia con usted, señora Helena Petrovna Blavatski!

– ¿Qué piensa hacer conmigo?

El veredicto cayó como un mazazo.

– Expulsarla de la India.


  1. <a l:href="#_ftnref9">[9]</a> Nombre tibetano de Sikkim.