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Los ocho monjes vestidos con ropas color azafrán desataron sus pensamientos. Se levantaron. Habían permanecido sentados en la nieve y el hielo y ya no sentían frío. El calor no les llegaba de las antorchas clavadas en el suelo. Estaba dentro de su cuerpo. Lo evocaban, lo invocaban, lo materializaban en un pequeño sol que calentaba su carne.
Volvieron al interior de la gruta de las Revelaciones, donde les esperaba el Maestro.
El delgado anciano había adoptado la posición del loto. Con la mirada ausente, estaba debajo de la inmensa estatua de Buda Bhumishparsha, que toma a la tierra como testigo. Una inmensa higuera sagrada con el tronco de bronce y las hojas de plata cubría a Buda y al Maestro.
Formando un semicírculo, colocados en cavidades, había esculpidos en la pared de obsidiana ocho demonios con los ojos fuera de sus órbitas y colmillos prominentes.
Cada uno de los ocho monjes se sentó delante de un demonio, con la cara vuelta hacia el Maestro y el Buda, iluminados por ocho lámparas de aceite.
Esperaron más de una hora hasta el final de su meditación. Cuando parpadeó, un monje le dirigió la palabra:
– Hemos visto su espíritu. Ella se acerca.
– No conseguirá llegar hasta nosotros -respondió él.
– ¿Tendremos que transgredir el primero de los preceptos morales si llega a Lhassa?
– El acto de segar la vida corresponde a los guardianes. Ninguno de nosotros infringirá la regla de las Diez Inmoralidades. Dejad hacer a los que vigilan.
Los que vigilaban estaban detrás de ellos, abominables y negros demonios a los que un encantamiento insuflaba vida. El Anciano tenía ese poder. Lo utilizaría si la extranjera se atrevía a poner en peligro la doctrina. Los monjes se recogieron. Ninguno de ellos dudaba del Maestro. Estaba en el camino de la perfección. Casi lo había cumplido y también había alcanzado los cuatro fundamentos con la concentración justa: chattarosati-patthana, la contemplación del cuerpo, la contemplación de las sensaciones, la contemplación del espíritu y la contemplación de la inteligencia. Había alcanzado la pureza, había superado la pena y el dolor. Ahora estaba en el tramo final del camino que llevaba a la felicidad.
La mujer blanca seguía buscando el camino. Era impura. Su destino era ser entregada a los demonios.