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Los caballos olisquearon la vegetación y el agua. Aceleraron el paso. Una línea oscura se perfiló en el horizonte. El desierto de Thar acababa allí, al norte. Pakula lo confirmó.
– El fortín avanzado de Kasur. Aquí acaba el desierto.
Helena suspiró. Un pájaro nocturno ululó. La vida se reanudaba entre los árboles desmedrados. Las hojas crujían suavemente bajo la caricia ligera y fresca del viento del norte.
– Vamos a poder descansar -dijo Pakula dirigiendo a su caballo hacia el fortín.
Era una antigualla en ruinas habitada por roedores y murciélagos. Una torre seguía en pie. Así pues, decidieron instalarse en ella para vigilar mejor el desierto. Los sijs podían aparecer de un momento a otro. También existía el peligro de los bandidos, los saqueadores, los nómadas…
Helena estaba completamente fatigada. Se tumbó en el suelo sin preocuparse por retirar los guijarros. Pakula, como de costumbre, no mostraba ningún signo de cansancio. Preparó un caldo sobre un fuego débil. Se lo tomaron al mismo tiempo que masticaban carne seca.
Helena se durmió muy rápido. No vio a su amigo tártaro lanzar los encantamientos ni preguntar a los Grandes Ancianos, los señores de todos los destinos. No lo sintió cuando se inclinó sobre ella y murmuró:
– Velaré por ti. El Anciano no te matará.
A la mañana siguiente, se pusieron en marcha hacia Kasur. Pasaron los días y se fueron acercando a Lahore. Una mañana, llegaron por fin a Punjab y se pusieron a resguardo del peligro sij. El estado de Punjab estaba bajo vigilancia de militares ingleses.
En aquel invierno de 1856, Helena albergaba la esperanza de que el viaje siguiera siendo fácil. Al llegar a las orillas verdes del Béas, compartió la alegría y la comida con los campesinos musulmanes. Allí no se padecía hambre. Prácticamente no había mendigos.
Pakula era un agradable compañero de ruta. Hablaba de todo. Su extraordinaria memoria le permitía restituir todos los detalles de su saber. Era uno de los pocos chamanes que sabían leer y escribir en varias lenguas, y seguramente el único que conocía la historia de Asia y que se identificaba con los personajes que habían logrado la gloria. Su mirada se iluminaba al mencionar a Akbar, el Conquistador, a Abú Fadi, el Unificador del Corán, a Hammir, el Príncipe Rajput, o a Dhrishtadyumana, el Rey Ciego, al que imitaba agitando los brazos ante sí, mientras decía que iba en busca de su fiel esposa Gandhari y de sus cien hijos.
Era la última historia de Pakula. La más fantástica y larga. La hoguera se apagaba.
– ¿Qué fue de los hijos del Rey Ciego? -preguntó Helena, riéndose por ese número excesivo de hijos.
Pakula pareció reflexionar; después lanzó unos juramentos antes de responder:
– Este lugar no es propicio para las revelaciones.
– Pero ¡ocurrió en el pasado! Es una leyenda.
– ¿Quién te dice que el poema del Mahabarata no es verdad?
– Según la opinión de los historiadores, todos los poemas fueron inventados.
– La Gran Batalla tuvo lugar… Sus historiadores no estaban presentes cuando los ejércitos se enfrentaron al norte de Panipat.
– Los hombres saben inventar bellas historias…
– Tienes el poder de remontarte en el tiempo y reencontrarte con los espíritus de los muertos. ¡Puedes verlo por ti misma!
– Tengo que estar en el lugar.
– Yo estaba en ese sitio y en ese momento y… -Dejó de hablar y se puso a escudriñar los alrededores.
– ¿Qué pasa?
– Utiliza tus dones y lo sabrás.
Helena cerró los ojos y abrió su espíritu a la noche. Seguían merodeando por allí fantasmas y… había algo más.
– Está ahí -dijo ella.
– ¿Lo sientes?
– Lo percibo. No pertenece a nuestro mundo.
– Es un malhechor enviado por el Anciano de la Montaña. Mi Piedra Hablante bastará para echarlo -dijo Pakula, que dirigió el talismán hacia un punto preciso.
Se oyó un grito parecido al de un recién nacido, seguido de una ráfaga de viento. Helena perdió el contacto con esa presencia que había detectado.
– Se ha ido -dijo abriendo los ojos.
– Y no volverá esta noche. Intenta dormir. Mañana tenemos por delante una larga etapa.
– No es más que un simple poema. No hay ninguna revelación.
– Conozco otro que habla de mujeres estúpidas, feas y testarudas.
– Ése ya me lo has recitado.
– Es muy adecuado para la situación.
Helena se rió. Por primera vez, Pakula se ponía nervioso. La comparaba con una de las mujeres del horroroso poema que recitaba complacido con voz pastosa cuando bebía demasiado arak:
La octava clase es la de las mujeres imposibles de mirar, con cabellos semejantes a un erizo; huelen tan fuerte como bestias y hablan como grita el búho. La novena, la de aquellas con las que nadie se acuesta. Enemigas de la propiedad, tienen la ropa manchada de barro y les cuelgan los labios. La décima clase es la de las que nadie escoge y cuya casa parece una piara. Tienen el carácter de perro y la boca y los labios de camello. Tenemos ahora a la undécima clase, la de aquellas que son tan malvadas y peleonas alrededor de la mesa como las grajas. Tienen culos enormes que son nidos de ladillas.
– ¿Qué pretendes decir? -le preguntó ella, que recordaba la edificante clasificación del hombre, que como todos los de las estepas, tenía en mayor consideración a sus caballos que a las mujeres.
– ¡Que tienes que morderte la lengua!
– El Maestro no nos ha unido para discutir, y somos lo bastante fuertes como para vencer a cualquier criatura de los mundos prohibidos. ¿O es que tienes miedo, gran chamán?
– ¡Puf!
Herido en su orgullo, le contó cómo los cien hijos de Dhrishtadyumana se habían convertido en demonios yathudhana tras la gran batalla en la que se habían enfrentado los kaurava y los pandava.
De nuevo, demonios.
– Me encontré con ellos en una ocasión. Éramos cuatro chamanes. Soy el único superviviente, y no lo digo para pavonearme. Los demonios yathudhana son como aquellos a los que nos tendremos que enfrentar en el Tíbet.
– Acabaremos con ellos.
– Que los dioses te oigan. Debemos ser precavidos -dijo él, que, bruscamente, metió la mano en el fuego. Agarró una brasa y la lanzó a la noche-. Yo, lama y mago, chamán de la estepa, lanzo este hueso de fuego en nombre de Zor, lo lanzo contra mis enemigos, a los que odio a muerte; lo lanzo contra los diablos causantes de todos los males; lo lanzo contra los espíritus que provocan el desorden; lo lanzo contra los monjes crueles de las altas montañas.
Se había expresado en tibetano, una lengua desconocida para Helena; sin embargo, captó el sentido de las palabras gracias a la violencia del tono. Pakula se hizo un ovillo. Parecía agotado.
– No me gusta este sitio.
– A mí tampoco.
– Tengo mis razones, ahora me acuerdo. Este lugar está maldito. Aquí han pasado cosas terribles. Está claro que esta noche no vamos a pegar ojo -dijo levantándose de golpe.
Helena se sintió pesada. El miedo le pasó de las tripas a la columna.
La suave brisa se convirtió en un viento frío portador de hielo. El frío le cortaba el rostro. Sintió que se le dormían las extremidades y se acercó al fuego moribundo. En ese momento, las piedras se desprendieron de las paredes y una torre se derrumbó en medio de un estruendo ensordecedor. El suelo temblaba…, temblaba bajo los pasos de algo inmenso y pesado.
– Un demonio yathudhana -susurró Pakula-. Viene del corazón del hielo.
Helena tiritaba. La temperatura seguía bajando. El viento del Himalaya traía consigo un olor fétido. No olía a cadáver, sino a frutas en descomposición, agua estancada y huevos podridos. Helena intentó no dejarse llevar por el pánico. De repente, vislumbró unos ojos sobre la torre.
Dos rombos azulados con las pupilas dilatadas flotaban en la noche. Tan sólo veía aquella mirada demoniaca que la juzgaba.
Helena luchaba con todas sus fuerzas para no huir. ¿Existiría algún medio de alejar esa aparición gigantesca cuyo cuerpo brumoso empezaba a distinguirse? La violencia del aliento glacial aumentó. Tuvo la impresión de que unas garras se hundían en sus carnes y coagulaban su sangre. Vio una pata fantasmal elevarse hacia el cielo.
– ¡No, no, vete! ¡No existes, no existes!
No pudo soportar más el miedo y gritó.
– ¡Invoquemos a Kut Humi!
La voz de Pakula le llegaba deformada.
– ¡El Maestro puede salvarnos! ¡Él ha alcanzado la perfección!
Lo llamaron con toda la fuerza de sus pensamientos, pronunciaron tres veces el nombre del Maestro cogidos de las manos. Sintieron que el frío se apoderaba de ellos. El demonio derribó lo que quedaba de pared de su refugio y cerró su puño para aplastarlos.
– Sal de este mundo -susurró una voz.
Kut Humi se les apareció entre sombras y plantó cara al yathudhana. Hizo nacer una esfera de luz y la lanzó a la cara del monstruo. Los ojos naranja estallaron formando una miríada de puntos. El viento cesó y la temperatura subió. Sólo persistió el olor. Helena y Pakula buscaron al Maestro. También había desaparecido; tampoco pudieron reunirse con él mediante el pensamiento.
– Nos ha salvado -dijo Pakula.
– ¿Cómo lo ha hecho?
– Utiliza armas sagradas.
La explicación se detuvo ahí. Pakula no estaba en condiciones de decir nada más. Jamás había alcanzado la perfección, y no lo haría nunca.
– Tan sólo estamos al inicio de las pruebas. Cuanto más avancemos, más salvajemente se manifestarán los seres de los mundos invisibles. El Anciano de la Montaña no se dará por vencido.
– Ya encontraremos el modo de librarnos.
Señaló hacia el norte, al Himalaya.
– Quiero hacer el voto de ir al Tíbet. Juntos nos realizaremos en Lhassa!