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A cada paso, la pendiente aumentaba y los caballos, empapados en sudor y cansados, avanzaban cada vez con menos seguridad. El sendero se estrechaba y se pulverizaba bajo los cascos. Las piedras se desprendían y caían ruidosas por los precipicios.
Külwein fue el primero que se bajó del caballo y rozó la pared. Sintió vértigo cuando ese imbécil de Pierre Neuwald mencionó la caída de un amigo en Suiza: «Era un hombre honesto, no se merecía eso. Cuando los médicos de Zermatt lo examinaron, comprobaron que todos los huesos se habían roto, y, sin embargo, sólo había caído unos sesenta metros».
El Jhelum fluía a setecientos metros bajo ellos. Bajaron todos de los caballos. El vacío los atraía irresistiblemente.
– ¡No miren abajo! -gritó Pakula.
Recorrieron tres peligrosos kilómetros y, después de una vuelta, el camino se ensanchó por fin. Se alejaron del precipicio para cruzar tierras regadas por canales.
– ¡El Küt! -dijo Helena.
El monasterio que se alzaba en la falda parda de la montaña dominaba un pueblo miserable custodiado por perros sarnosos. Más allá de las casas de piedra y fango, una escalera estrecha llevaba hasta un patio decorado con dos Budas y cuatro demonios protectores. En ese lugar, se separaba en varias ramas que comunicaban unas grutas.
Cuando se detuvieron para contemplar el monasterio, los habitantes rodearon a los cinco viajeros, sorprendidos por ver a extranjeros en su pueblo.
Pakula entregó las riendas de su caballo a un campesino, y todos hicieron lo mismo. Iniciaron el último ascenso a las grutas. Había una subida de quinientos metros y un nuevo precipicio que rodear.
Unos pájaros de gran envergadura daban vueltas en un cielo de ópalo. El magnífico paisaje no parecía real. Silencio… Ni un canto se escapaba de las fauces negras de las cavernas. Ningún gong resonaba. Ningún rostro se mostraba por las aspilleras de las paredes.
Külwein demostraba su pesimismo poniendo mala cara. No esperaba encontrarse con eruditos en esas rateras. Había conocido a muchos monjes que, a fuerza de aislamiento y privaciones, creían oír a Dios en los ruidos de su estómago vacío. En Italia y en Grecia había conocido a centenares. Eran locos que imitaban la vida de san Antonio y hablaban de milagros acaecidos sin testigos. Practicaban el autocastigo flagelándose hasta hacerse sangre: esperaban conseguir la beatitud con el sufrimiento.
Los mugrientos del Küt pertenecían a la misma raza de iluminados, y él, el señor Külwein, después de haber rechazado a Lutero, no tenía intención alguna de adherirse ni al pensamiento budista ni a ninguna de las majaderías que derivaban de él.
A todos les costaba subir los peldaños desgastados; él reflexionaba sobre todos esos problemas esotéricos, envidiando al chamán que conocía las verdades simples y esenciales. Había observado que Pakula influía en los espíritus mediante el verbo. En esto, el tártaro se parecía a los judíos cabalistas, que atribuían a cada letra del alfabeto hebreo una energía determinada.
Blavatski era otra historia. El alemán no conseguía clasificarla. Tenía poderes innatos y no parecía creer en la Iglesia.
– ¿Es usted atea, Helena? -preguntó casi sin aliento.
– No, creo en una conciencia superior en la que se reúnen todas las conciencias de las divinidades adoradas sobre la Tierra y en el universo.
– Ah, es una teoría interesante. Es parecida a la de los budistas.
– Me limito a coger lo bueno de cada religión.
No siguió preguntando. Helena se adelantó. Pakula había tomado una escalera que pasaba muy cerca de una plataforma donde se levantaba una tienda de cuero y fieltro. No pudieron resistir la curiosidad y echaron una ojeada al interior. Un Buda delgado y debilitado, tal y como aparecía descrito en los libros de historia, esperaba el despertar. Su rostro demacrado tenía un aire de sorna. En su boca se dibujaba una sonrisa malévola. Külwein y los hermanos Neuwald tuvieron la impresión de estar en presencia de un demonio.
– Me temo que nuestro chamán nos haya conducido a un lugar poco propicio para la meditación y las revelaciones -dijo Külwein.
Prosiguieron su interminable ascenso y llegaron, por fin, a la caverna mayor. Desde las profundidades de la cavidad les llegó un rumor de pies desnudos. Unas lámparas colocadas sobre un trípode marcaban el camino a lo lejos. Bajo esa luz, se veían las chillonas ropas de color naranja de los monjes. Los religiosos venían al encuentro de los visitantes. Los saludaron inclinándose. Uno de ellos los invitó a que los siguieran.
– El Mkhan-po les espera desde hace dos días -dijo mirando detenidamente a Külwein.
– Los rebeldes han retrasado nuestra llegada.
– Los rebeldes evitan el Küt. Tienen miedo de nuestra magia. Ya no corren ningún peligro.
Los condujo hasta una larga y estrecha galería. A su paso, las llamas de las lámparas de aceite temblaban, los ratones huían y los monjes abandonaban su meditación. Llegaron a una vasta sala custodiada por cuatro majestuosos Budas llenos de sabiduría. Simbolizaban los grandes momentos de la vida del hombre santo. El primero meditaba sentado, con las manos unidas sobre su regazo. El segundo tomaba la tierra como testimonio con la mano derecha. El tercero hacía el gesto de girar la rueda de la ley. El cuarto estaba acostado sobre el lado derecho, muerto y ya en el nirvana. Lo rodeaban cincuenta monjes, que bebían de su serenidad. Helena estaba fascinada.
Mientras los contemplaba, tuvo la revelación del estado supremo de la no existencia. Sintió ese estado de pureza absoluta del alma que le permitía fundirse con el universo.
El monje observaba a Helena. Le dijo:
– Está liberado del ciclo de los nacimientos, de las muertes y de los tres males: el deseo, el odio y el error.
– Era inútil hacerse ilusiones -comentó Pakula-. Tú y yo estamos condenados a renacer y morir decenas de miles de veces.
– Por aquí -dijo el monje.
Los condujo hasta una anfractuosidad en la que siete Budas vivientes parecían llevar siglos allí metidos. El más viejo debía de tener más de cien años y se parecía a una momia. Su torso desnudo estaba cubierto de un aceite aromático. Los seis monjes, tres a su derecha y tres a su izquierda, eran casi igual de viejos. Todos tenían la mirada perdida.
– Es el guía del Küt -dijo Pakula-. El honorable Mkhan-po, maestro en el arte de dominar el fuego y el agua.
– No nos ven -susurró Külwein.
El monje pidió silencio y le hizo una señal a Pakula. Éste se acercó al Mkhan-po, con la espalda encorvada y las manos unidas. El jefe espiritual abandonó entonces su meditación.
– ¿Eres el Pakula de mis recuerdos?
– Sí, Mkhan-po.
– Muestra la piedra.
Él se puso la mano bajo la axila y retiró la Piedra Hablante. El honorable se apoderó de ella y se la acercó a la cara. De inmediato, corrieron sobre su mano unas chispas y después unas llamas verdes se extendieron por toda la piedra.
– Su fuego se ha mezclado con el mío -dijo el Mkhan-po sonriendo-. Eres el Pakula de mis recuerdos.
El fuego subió por una larga mecha hasta el techo rocoso ante las miradas de asombro de los visitantes, y se dividió en cuatro estelas verdes que iluminaron los Budas.
– Tú y tus amigos podéis quedaros aquí el tiempo que queráis. Sé que deseáis ir al Tíbet, pero sólo puede hacerlo la mujer. Es la escogida y debe ir sola; es su karma.
– El Anciano de la Montaña quiere impedírselo.
– Esta vez, el Anciano de la Montaña tendrá éxito.
– ¿Voy a fracasar? -intervino Helena.
– El camino que lleva al conocimiento y al despertar es así. Debes aprender la lengua de los lamas antes de recibir las enseñanzas filosóficas y metafísicas de los maestros de las escuelas de Tsén Gnid y de Gyud. Entonces, podrás comprender nuestros rituales y nuestra magia.
– Le enseñaré tibetano y la guiaré hasta nuestras escuelas -dijo Pakula.
– He dicho que es una tarea que debe realizar sola, del mismo modo que debe vencer sola al Anciano de la Montaña.
Esa respuesta desarmó a Pakula. Viniendo del todopoderoso Mkhan-po, que leía el porvenir en las estrellas y conocía el destino de los hombres, sonaba como una sentencia imposible de recusar.
– No lo veo todo -añadió el Mkhan-po agitando su índice en gesto de negación-. Hay otras vías posibles, otros futuros. Vuestros karmas están moviéndose. No hay nada escrito definitivamente.
– ¿Debo entender, de todos modos, que tengo que renunciar a este viaje?
– ¡No me has entendido, chamán! No te he dicho que abandones el camino que lleva a la ciudad santa de Lhassa y a las escuelas de enseñanza sagrada. Sigue tu búsqueda. Lleva a la mujer elegida y a los extranjeros. Cada uno de vosotros se realizará a su manera. Tendréis que soportar muchas pruebas a lo largo de vuestro viaje. Habéis llegado hasta mí. Yo soy la primera prueba.
– ¿Tú eres la primera prueba?
– Pide a tus amigos que presten juramento. Ninguno de ellos deberá contar lo que haya visto y oído antes de que pasen siete años. Llamémoslo la prueba del silencio. Déjaselo bien claro, Pakula: una muerte lenta entre horribles sufrimientos espera al que no sepa contener su lengua.
El tártaro les transmitió la información a Külwein y a los Neuwald. Éstos reaccionaron con entusiasmo. Helena se mostró reservada. De todos modos, juró que guardaría el secreto. Külwein, como de costumbre, se tomó el juramento a la ligera.
– ¡Menudas niñerías! Vamos, amigos míos, comprometámonos a no hablar durante siete años. En Europa, no habrá monjes para espiarnos. Los trucos de magia siempre me han divertido, mi querido Pakula, y por nada del mundo despreciaría los de su cómplice el lama.
– Me temo que usted no aprecia lo suficiente el poder mágico de nuestro anfitrión -dijo Helena-. No se tome las palabras de ese hombre a la ligera. Es hora de salir de esta cueva. Créame, Külwein, siete años con semejante amenaza sobre nuestras cabezas es mucho tiempo.
– Duda usted de mí… ¡He sido sacerdote!
– Pero ya no lo es.
– ¡Sigo siéndolo!
– A su manera -suspiró Helena.
– Nadie incumplirá su palabra -se comprometió Pakula.
El chamán intercambió una mirada con el Mkhan-po. Ambos sabían que Külwein se iría de la lengua a la menor ocasión…