38096.fb2
El Anciano de la Montaña escalaba el monte con los pies desnudos. Se hundía en la nieve hasta las rodillas. Vestido simplemente con una túnica color azafrán y un gorro, ya no sentía el frío cortante del viento. Había dejado tras él las águilas y las nubes. Sus ocho monjes guardianes y sus criados lo seguían a veinte pasos, también con los pies desnudos. Estaban preparados para resistir condiciones extremas, pero no estaban a la altura del Anciano de la Montaña.
Los monjes se detuvieron cuando el aire se enrareció. Con admiración, vieron al Maestro escalar sin perder el aliento.
El Anciano no respiraba. Podía aguantar más de ocho minutos sin llenarse de aire los pulmones mientras hacía un esfuerzo violento, y media hora si no se movía. La magia se lo permitía. Llegó hasta la cima y adoptó la postura del loto.
Dominaba el mundo.
Cerró los ojos. La mujer se acercaba. No estaba lejos de Leh.
No necesitaba saber más. Al Demonio de las Tormentas le gustaba el pico de esa montaña. El Anciano de la Montaña lo invocó. Poco a poco se fueron formando las nubes, el sol se cubrió con un velo. Hubo una primera avalancha y después otra.
El demonio llegaba a nuestro mundo.