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El Anciano de la Montaña sujetaba una amatista en la mano derecha y un aguamarina en la izquierda. Los símbolos se entrelazaban en la superficie de esas piedras legadas por el maestro anterior, que se había pasado toda la vida estudiando la magia y formando a monjes. Las dos piedras reforzaban el poder de su espíritu. Brillaban entre sus palmas, brillaban en su cabeza, brillaban en la nube que los llevaba a él y al demonio de las tempestades.
Durante unos cuantos días, el Anciano había creído que había perdido la partida, después de que Gounjav y sus monjes se unieran para impedirle llegar a Leh. Habían embrujado el pueblo fronterizo, pero ahora su encantamiento ya no funcionaba.
El Anciano permanecía impasible en la cumbre de su pico. Las nubes se acumulaban sobre él. La nieve empezó a caer y lo fue sepultando poco a poco. Después, empezó a fundirse. Había evocado su sol interior. El fuego le llegó hasta la punta de sus dedos y un arco eléctrico se formó entre las dos piedras preciosas.
– Utiliza el monzón, activa los relámpagos, que caigan truenos y destrucción -le dijo a la entidad que él y sus monjes habían invocado algunos días antes.
El demonio volaba por encima de la frontera tibetana con el espíritu del Anciano. Formaba un solo cuerpo con la nube, que seguía a la rusa y al tártaro. Al cabo de poco tiempo, adoptaría su forma verdadera y tempestuosa. Utilizaría el monzón que había empezado a inundar la India. Se concentraría en una fuerza inconmensurable entre sus garras de hielo. Ordenaría a los vientos que corrieran tan rápido como las flechas de los arcos; a los rayos, que fundieran los glaciares; a la nieve, que borrara los caminos y cubriera los stupas. El Anciano, su maestro, lo protegería de los ataques del chamán y de la hechicera blanca.
– Los matarás y te llevarás sus almas a tu reino -continuó el Anciano-. No quiero que se incorporen al ciclo de las reencarnaciones.
El demonio le respondió en su lengua hecha de gruñidos y notas graves. Era una música lúgubre que anunciaba la destrucción y que, al Anciano, le parecía agradable.
– ¡Que así sea!