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Helena y Pakula pasaron frío. Invirtieron tres días en bordear una cresta y atravesar inmensos ventisqueros al norte del lago Chēm Co, donde se iban acumulando unas nubes negras y turbulentas. Los picos, de seis mil metros de altura, ya no se veían. El paisaje era cada vez más sombrío. Tenían malas vibraciones; a veces los yaks se resistían a avanzar, pues sentían que un peligro invisible estaba al acecho. Se les ponían los pelos de punta.
– Su ojo malvado nos está vigilando -dijo Pakula-. ¡Maldito Anciano!
– Yo también lo noto… Y algo poderoso merodea con él.
– El Demonio de las Tormentas. ¿Conoces alguna plegaria?
– Antes sí… Hace mucho tiempo que no rezo.
– En las montañas hay dioses, y muchos de ellos son buenos.
– Siempre he sido una aliada de la naturaleza. Los indios de América me enseñaron a amarla.
– Entonces, ama las montañas y nos protegerán.
Avanzaron rápidamente hacia el este. Cierta noche, se pararon en Changmar, un pueblo de bandoleros y religiosos. Los víveres eran muy preciados y las buenas voluntades escaseaban; aun así, consiguieron ganarse el favor de cuatro nómadas de la lejana región de Amdo, que se habían refugiado en Changmar después de que fuera asaltada la caravana que debían escoltar hasta Leh. Habían perdido a veinte de sus hombres y a todos los vendedores. Eran guerreros devotos. Todas las noches, después de plantar las dos tiendas de piel de yak, clavaban unas minúsculas banderas del rezo y se encomendaban a la clemencia de Buda.
En una madrugada agitada, una manada de lobos famélicos los atacó.
– Tenemos que matar al líder de la manada -dijo Helena.
Abrieron fuego. Mataron al lobo de un disparo. Apuntaron las armas hacia las demás bestias y dispararon al azar. Los supervivientes de la manada huyeron chillando.
– ¡Tormenta! ¡Tormenta! -gritó uno de los nómadas mirando las banderas, que habían empezado a agitarse.
– El Anciano, el demonio y el monzón juntos -dijo Helena.
El cielo arrastraba unas nubes espesas. El paisaje se volvió gris y luego cayó la noche. Ataron los yaks unos a otros. De repente, una borrasca arrancó las banderas.
– ¡Tenemos que atarnos a las bestias si no queremos que se nos lleve el viento! -gritó Pakula.
Su voz se perdió en los aullidos del viento. Pero no era sólo el ruido ensordecedor del viento; también se oía un rugido, un rugido extraño y estremecedor.
– ¡Ahí está! ¡El demonio! -dijo Helena.
Allí estaba: enorme, deforme, con la piel azulada con rayas negras. Bajaba una montaña; tras él se habían concentrado unos nubarrones que los relámpagos atravesaban.
– Toma -dijo Pakula, y le extendió por la cara una capa espesa de grasa, antes de envolverle el cuello y el gorro con una larga bufanda que le ató con tres nudos.
Ya no se veía nada. La nieve caía a ráfagas de viento. Helena no recordaba haber sufrido un asalto de tal magnitud ni en Rusia ni en Canadá. Se agarró tan fuerte como pudo a su yak. Un nómada soltó un grito antes de precipitarse al vacío. El suelo tembló.
El Anciano estaba contento. Tenía una perspectiva confusa de su angustia.
– ¡Destrúyelo todo! ¡Llévatelo todo a tu infierno!
Entonces el demonio ordenó al cielo que estallara, a los relámpagos que fulminaran y a los aludes que arrasaran los valles. Se llevó las almas de los nómadas y las hizo pedazos, pero hubo dos almas de las que no pudo apoderarse. Alguna fuerza superior las protegía. Rugió, resquebrajó los glaciares y levantó los vientos, provocando tornados de nieve y despertando a todos los elementos. Lo intentó todo, pero fracasó.
Al límite de sus fuerzas, el Anciano se hizo un ovillo y dejó que el demonio diera rienda suelta a su furia. No tuvo más remedio que volver a su caverna. Había perdido la primera batalla.