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Cuánto tiempo había durado la pesadilla que el Anciano de la Montaña había desatado? La débil luz del sol la hizo volver en sí. Helena se estaba muriendo de frío y Pakula se encontraba a su lado. Le deslizó la Piedra Hablante por el pecho y le dijo:
– Sin ti, habríamos muerto.
– ¡Si no he hecho nada!
– Hay una fuerza en ti que ha rechazado al Anciano.
Un lobo aulló no muy lejos. Helena buscó al animal. Estaba todo blanco, un blanco inmaculado y cegador. El camino se había borrado. Los nómadas de Anido habían desaparecido. Los yaks todavía se encontraban allí, en fila, al borde del precipicio.
– ¿Dónde están los hombres?
– Se los ha llevado la criatura del Anciano.
– ¡Los vamos a vengar!
– En Lhassa dispondremos de los medios para poder vencerlo.
– Pero hemos perdido todos los víveres. Nunca conseguiremos llegar hasta allí.
– A dos días de aquí a pie, por el puerto, está la ciudad de Gerze. Allí podremos descansar.
Gerze ya no era más que un dulce recuerdo. El Anciano de la Montaña todavía no los había dejado en paz. Desencadenó las fuerzas oscuras en el seno del monzón y la tormenta duró tres días. Setenta y dos horas terribles, durante las cuales se refugiaron en la cúpula hueca de un gran chorten en ruinas. Otros viajeros muy considerados habían dejado estiércol seco de yak. Lo encendieron y pudieron fundir la nieve para hervir agua para el té y el arroz.
De momento estaban salvados.
La tormenta se detuvo de golpe; parecía que el Anciano se había quedado sin fuerzas y que el monzón había remitido en el frente de la cordillera del Himalaya. Así que retomaron el pesado viaje.
Vagando a lomos de los yaks fatigados, echaban de menos el chorten lleno de humo. Los pobres animales trazaban surcos en la nieve virgen. Tenían la pelambrera helada, la mirada apagada, la panza vacía.
– No nos llevarán más allá de lo que alcanzan tres disparos de fusil -dijo el chamán con la oreja pegada a la joroba de su montura.
– ¿Cuánto queda hasta Lhassa?
– No sé… Tal vez siete días.
Siete días… Era una muerte segura. La noche anterior lo había asumido: llegaría un momento en el que los yaks se desmoronarían, y luego les tocaría a ellos vivir el lento entumecimiento glacial, la somnolencia, la rigidez y el fin, antes de entregarse a un sueño eterno y blanco.
Desde aquel momento, el nombre de Lhassa le pareció un mito inaccesible, una ciudad que no era más que un sueño, una leyenda. La realidad era el frío que le cortaba la piel con crueldad. Tenía la cara cubierta de escarcha, y de las pestañas y la nariz le colgaban cristales. La grasa había cuajado y se había agrietado, con lo que se le había formado una telaraña de cicatrices. ¿Dónde estaba la joven princesa, elegante y alegre, la fogosa jinete, montada a horcajadas sobre su caballo?
Helena estaba irreconocible. Llevaba la máscara de la muerte.
El yak de Pakula fue el primero en quedarse paralizado. Cayó sobre sus rodillas y luego se hundió sobre el costado. Pakula acarició la cabeza de su fiel montura.
A lo lejos se oyó el ruido de un alud, luego una campanada. De repente, el yak de Helena falleció y ella salió disparada hacia un bloque de hielo.
¿Quién la había llevado por la noche? En sueños, se acordó de los bosques de Cachemira, de los torrentes tempestuosos, del bullicio de la vida en los profundos valles. Había nieve y no faltaban las fuerzas maléficas invocadas por el Anciano de la Montaña, la desaparición del Maestro, Buda y unos demonios. Todo se confundía en su cabeza…
Ahora, alguien le estaba metiendo algo en la boca. Volvió en sí. Se encontró con la mirada condescendiente de Pakula.
– Mastica -le ordenó-. Es una raíz de Punjab. Contiene una potente droga que da fuerza y hace pasar el hambre.
Helena masticó la sustancia gomosa de árnica y de grama, saboreó su gusto amargo.
– Muy bien, te vas a recuperar del accidente -añadió mientras le tocaba el chichón que le había salido en la frente.
Helena se despabiló y recuperó la lucidez. Hizo una mueca por el dolor de cabeza que sentía.
– Debo de estar horrible -dijo.
– Sí, pareces una vieja mongola -bromeó Pakula.
– ¡Ya nadie me querrá!
– ¿Nunca te has enamorado de un hombre?
– ¿Eh?
– Vas a conocer a uno.
– ¡Pakula!
– Muy pronto -insistió el chamán.
Pero no era momento para bromas.
– Vamos a morir; eso será en otra vida -replicó ella.
– No, te está esperando en una isla… Puedo verlo… Está al acecho… Se encuentra en peligro. Debes salvarlo.
– ¡Para ya!
– Vas a amar y te van a amar. Es tu buen karma.
– Pakula, mira a tu alrededor.
– Ya lo hago, y puedo ver más allá de los obstáculos.
Estaban dentro de una cueva poco profunda. Por el agujero de la entrada se podía distinguir el cielo que se fundía y un trozo de un acantilado rocoso. Pakula se levantó.
– Tendremos visita -dijo quitando el pedazo de piel que envolvía su fusil.
Helena lo imitó. Avanzaron hacia la entrada. El enemigo estaba allí, formando en semicírculo. Quince lobos hambrientos los acechaban. Al ver a los humanos, el mayor de ellos les mostró los colmillos.
Helena lo apuntó con el arma antes de que pudiera abalanzarse sobre ella. La bala le atravesó el cuello. Soltó un breve ladrido y se desmoronó. Helena volvió a cargar el arma. La manada no se lanzó sobre el cadáver; prefería la carne humana. Abrieron fuego. Dos lobos salieron rodando por la nieve.
Pakula se abalanzó con su navaja y destripó el que le quedaba más cerca. A su vez, Helena desenvainó el puñal. Ante tal determinación, aquellos animales salvajes vacilaron. Entonces Pakula soltó un grito terrible y los lobos se fueron.
– ¿Qué será de nosotros? -se lamentó Helena.
– Nos convertiremos en devoradores de lobos -respondió Pakula, que se inclinó sobre el animal muerto.
Lo despedazó y esparció los pedazos; repitió la misma operación con el otro cadáver.
– Por sus hermanos vivos -dijo antes de arrastrar los despojos del tercer animal al interior de la cueva.
– Ese de allí es para nosotros.
Se puso a cortar lonchas de la carne humeante y le dio una. A pesar de no tener hambre, Helena empezó a desgarrar la carne dura. Desvió la mirada cuando Pakula le arrancó el corazón y el hígado. Con avidez, chupó la aorta llena de sangre.
– La piedra necesita fuerza… -dijo cogiendo el talismán-, y yo también. Voy a ir en busca de ayuda.
– ¿Cómo?
– Volando.
Se metió la piedra en la boca y cayó en una especie de catalepsia. Poco a poco, apareció su doble luminiscente. La evanescencia flotó durante unos instantes por encima de su cuerpo, que se había puesto rígido.
«Sólo tardaré una hora en llegar al monasterio más cercano.»
Le hablaba a través de sus pensamientos. Ella le respondió de la misma forma.
«Podré resistir, ahora tengo de qué alimentarme.»
Y de pronto desapareció.
Helena cargó el fusil y se situó en la entrada. Los lobos habían vuelto y devoraban la carne magra de sus compañeros. Cuando la vieron, soltaron unos aullidos.
Se llevaron los pedazos lejos de ella. Oyó cómo se peleaban, luego todo quedó en silencio. Estaba perdida en la inmensidad del Himalaya. Cayó la tarde; se hizo de noche; regresó cerca de Pakula.
Iban pasando las horas… Tardaba mucho. De repente notó la mano del chamán en el hombro.
«Los monjes de Tchord nos vendrán a ayudar», dijo él.
Helena sonrió tristemente. Acababa de tener la premonición de que nunca iba a alcanzar Lhassa.
El Anciano de la Montaña se había retirado a su habitación para meditar. Ya no tenía miedo ni de la mujer blanca ni del chamán. Estaban acabados… El monzón había terminado su obra; él mismo había provocado los aludes. Todos los puertos habían quedado sepultados. Nadie podía atravesar el Tíbet.
El Anciano había pecado mucho y buscó refugio en Buda.