38096.fb2
Helena se quedó en silencio durante horas, perdida en el gran dolor de su fracaso. El Tíbet que no había podido conquistar formaba parte de la historia de su vida. Apenas se acordaba del viaje de vuelta; quería borrar el recuerdo.
Pakula y los monjes la habían acompañado a Nepal por caminos alternativos, usando medicinas y magia. Se había pasado días delirando, pegada al lomo de un yak, congelada y con fiebre. La habían curado en Katmandú. No podía volver a partir hacia Lhassa de ninguna manera durante los próximos meses. Pakula la había convencido antes de separarse de ella.
– No estás preparada; primero debes encontrar a ese hombre en Occidente y convertirte en una mujer completa. Antes de realizarte, tienes que aprender a amar. Yo te esperaré y prepararé tu vuelta. Cuando regreses, te estaré esperando con el Maestro reencarnado.
Con el alma muerta, se unió a los caravaneros que hacían su ruta por el sur del país. De su travesía del continente sólo se acordaba de un hecho concreto. Una noche de luna llena, durante la fiesta de Raji Purnima, una mujer le había puesto un brazalete raji en la muñeca para conjurar la mala suerte, pero al cabo de unos días había tirado el amuleto en el puerto de Madrás, donde iba a embarcar hacia Java.
Mecida por el oleaje perezoso de sus penas y presa del ensueño, Helena, en un sillón de la biblioteca, dormitaba con un gran libro abierto sobre las rodillas. Alguien tosió.
– Se ha entregado demasiado; ningún hombre en su lugar habría sobrevivido -dijo alguien con acento escocés.
– ¿Disculpe? -dijo ella, sorprendida, mientras levantaba la cabeza.
Era un hombre encorvado y calvo. La miraba con sus ojos de miope tras unas lentes redondas plateadas. Tenía la tez amarillenta típica de los enfermos de hígado. No obstante, parecía honesto y buena persona.
– Se tiene que cuidar, señora Blavatski, parece muy cansada.
– Es mi espíritu el que está cansado. A veces, ya no sé ni quién soy ni dónde estoy.
Sin embargo, era el mes de febrero de 1857 y estaba en Londres, en la magnífica biblioteca de lord Palmerston, enfrente del bibliotecario, que nunca había salido de la ciudad y que conservaba amorosamente los ciento diez mil volúmenes de los que se encargaba.
La aventurera había trastornado al viejo, pero no dejó que se le notara. Sentía una admiración secreta por esa mujer enigmática que había explorado, según decían, las zonas más peligrosas del mundo, y que había llegado incluso hasta el Tíbet.
– ¿Tiene previsto volver?
– Sí, cuando esté en armonía con mi cuerpo.
– ¿Qué entiende usted por eso?
– No se lo puedo explicar, todavía no sé cómo pasará.
– Ah -dijo él, y volvió a su labor de etiquetaje y limpieza.
Le era imposible admitir que estaba esperando a un hombre, ¡y que encima se trataba de un desconocido! No se acababa de creer que fuera a encontrar el amor durante los próximos meses o años.
¿Acaso Pakula se había equivocado?
Curiosamente, estaba deseando conocerlo. Sólo había un hombre con quien habría querido compartir la vida: Garibaldi, cuyas hazañas seguía desde hacía mucho tiempo. Para ella, lo tenía todo: la grandeza, el espíritu de libertad, un carácter fuerte; pero desgraciadamente estaba casado con la fogosa Anita. Había escrito frases maravillosas: «Iba sentado a horcajadas con la mujer de mi alma a mi lado, digna de la admiración universal. ¿Qué más me daba no tener nada más que la ropa que me cubría el cuerpo o estar al servicio de una pobre República que no podía dar ni un céntimo a nadie? Tenía un sable y una carabina que llevaba delante de mí, atravesados en la silla… Mi Anita era mi tesoro, no menos entusiasta que yo por la causa sagrada de los pueblos y por una vida aventurera».
Ningún hombre le había dicho nunca algo así. Helena suspiró. No iba a esperar mucho más; había empezado a pensar en irse. Esta vez tenía previsto viajar por tierra, a través de Rusia y de Mongolia.
Se lo había comentado a unos amigos de su padre. Todos le habían desaconsejado tal locura. Le dijeron que nunca llegaría al Tíbet por ese camino. Los descendientes de las hordas matarían a los extranjeros. Había terminado por no pedir consejo a nadie más. Habían criticado mucho a esa mujer audaz que alteraba las reglas. Era objeto de calumnias por parte de los periodistas, objeto de envidia de la vieja nobleza inglesa, y sufría los agravios de las Iglesias católica y protestante, que parecían añorar los bellos tiempos de la Inquisición y de las hogueras. Tampoco hizo ninguna sesión más de espiritismo; ya no quería comunicarse con los muertos. Lejos de los cancanes de los salones, disfrutaba de su tiempo entre preciados libros y rodeada de sus propios escritos. En su modesta habitación del Soho, se pasaba las horas trabajando en el plan de su futura obra: la teosofía.
Aprender, comprender, fundirse con el pensamiento tibetano. Clavó la mirada de nuevo en el texto y, en voz baja, repitió unas palabras en la lengua mágica de los lamas:
– Bla-ma, na-ran, dra-ba, tog-maz, zags-pa, ral-gri: mi lama, yo, la red, el lazo, la espada…, ro-khog, cadáver… La than-chadgrod-pa yanltogs, estoy cansada y tengo hambre…
– Señora, es más de medianoche.
El bibliotecario había vuelto a la carga; no le gustaba tener compañía durante la noche, momento en que se quedaba acariciando sus libros y hablando con los autores desaparecidos. Su pequeño ojo acusador parecía estar diciendo: «¿No tiene una casa que mantener, una madre que cuidar, un marido que consolar, unos hijos que educar? ¿No tendría que estar rezándole a Dios en vez de aprender lenguas impías?».
Helena miró el péndulo del reloj, que empezó a desgranar unas campanadas un tanto agrias.
– Tengo tanto que aprender…
– Eso no es problema; le puedo prestar este volumen y todos los que ha escogido. Nadie los había abierto antes que usted.
Con diligencia, tomó dos libros más sobre el Tíbet.
– Espere -dijo él deteniéndola-, se los meteré en un zurrón.
– ¿Está seguro de que me los puedo llevar?
– Lord Palmerston tiene plena confianza en usted, y yo también. Lord Palmerston está muy unido a su padre y eso le confiere un estatus especial.
Helena no se lo pensó dos veces. Después del hundimiento de la flota rusa en Sebastopol el 11 de septiembre de 1855, su padre había sido uno de los emisarios secretos enviados a Londres por Nicolás I. Había preparado la paz firmada en París el 30 de marzo de 1856. Los ingleses y los franceses le habían dado el reconocimiento de hombre leal y justo; el coronel Meter von Hahn había hecho nuevos amigos: los lores Palmerston, Clarendon, Derby, Russel y el almirante Dundas.
– Me los puede devolver dentro de dos semanas -dijo el bibliotecario-. Buenas noches, señora.
– Buenas noches, míster Lewis.
La acompañó hasta la recepción desierta del peculiar hotel. Los Palmerston estaban en un baile oficial que daba la princesa María de Cambridge. En algún lugar de Balmoral, de Windsor o en otra parte, estaban bailando la cuadrilla y la marcha.
Empezó a andar tristemente por las calles grises bajo la lluvia fina, con el pesado zurrón en la mano. A medida que se alejaba de los lujosos barrios residenciales, las arterias se iban estrechando y se iban debilitando en una multitud de callejuelas negras sin nombre y sórdidos callejones sin salida. La pálida luz de las farolas se deslizaba como lo hacen las llamas de los cirios sobre las piedras sepulcrales de las casas altas, apoyadas unas sobre otras con maderos y vigas.
Helena no se preocupaba mucho por las sombras que poblaban esos barrios. Su instinto sabía evaluar los peligros y ella confiaba en él. Aquella noche, la alertó rápidamente…
De repente, oyó un ruido de pasos rápidos.
Eran cuatro: un hombre al que perseguían otros tres.
– ¡Aquí! ¡Socorro! -gritó él.
Los perseguidores blandían una navaja. Helena se apartó de golpe y dejó que pasaran. El fugitivo resbaló sobre los adoquines mojados.
– ¡Ya lo tenemos! -exclamó en italiano uno de los que lo perseguían.
– ¡Aquí!
Se levantó y les plantó cara, pero sus agresores se abatieron sobre él. Lo recorrió un escalofrío de terror. Soltó un gemido cuando una navaja se le hundió en el hombro.
– ¡Aguante!
Una mujer surgió de la penumbra. Era Helena, que corría con el zurrón dando vueltas en la mano. Era una maza fantástica. Los tres volúmenes sobre el Tíbet pesaban más de cuatro kilos. Con ellos golpeó una nuca, aplastó una nariz, rompió una ceja y molió a golpes a un hombre. El abrigo se le volvió pesado por la lluvia y no la dejaba moverse bien. Uno de los bandidos lo aprovechó para apropiarse de su zurrón y arrancárselo. La echaron al suelo. Intentó escaparse, pero vio cómo una cuchilla se deslizaba por su barbilla.
– ¡No te muevas más, preciosa; si no, te desangraré como si fueras una cerda!
Otro de ellos golpeó de nuevo al herido.
– ¡El cantante ya ha recibido su merecido! -dijo el mafioso.
– ¿Qué hacemos con ésta?
– Dejémosla, no nos han pagado para matarla.
La presión cesó. El hombre que la estaba aguantando la soltó, se fue y sus comparsas lo siguieron. Helena se enderezó. Las piernas le temblaban; luego se precipitó hacia el moribundo.
– ¡Señor, señor, por piedad, contésteme!
Le puso los dedos sobre el abrigo impregnado de sangre. En aquel momento, el hombre le preguntó con una voz alta y clara:
– ¿Se han ido?
– ¡Caramba! ¡Vaya muerto más raro!
– Es un papel que sé interpretar a la perfección -respondió.
– Venga, más vale que hagamos algo antes de que el papel se convierta en eterno. Está en muy mal sitio. Voy a pedir ayuda y a llamar a la policía.
– ¡La policía! ¡No, eso no!
– Pero…
– Búsqueme un refugio y se lo explicaré todo.
Helena vaciló un momento, pero luego se decidió.
– Mi hotel está a diez minutos de aquí. ¿Se siente capaz de andar apoyándose en mis hombros?
– Creo que sí.
– Pues venga -dijo, ayudándolo a ponerse en pie.
– ¡Por el amor de Dios! Me han dado por todas partes.
– Cállese, guárdese el aliento o no llegará vivo hasta mi casa.
Ambos se fueron tambaleando en medio de la noche. Había parado de llover. La niebla subía por el Támesis. Helena oía el eco de sus pasos morir detrás de ellos. Soltó un suspiro de alivio al ver la insignia del hotel.
– Ya estamos. Un último esfuerzo.
Le costaba mucho trabajo sujetarlo. El desconocido, de complexión robusta, le sacaba dos cabezas. Sin aliento, lanzó dos golpes con el pie contra la puerta de cristal; la única respuesta que obtuvo fue un reniego. Una cara canija con el pelo blanco y rizado se pegó a uno de los cristales empañados.
– ¡Diablos! Señora Blavatski…
– ¡Ábrame rápido!
El hotelero tiró del pestillo del cerrojo y entreabrió el batiente.
– Ya me figuraba yo que con usted tendría problemas -dijo lanzando una mirada asustada hacia el herido.
– ¡Ya lo hablaremos, señor Strofades! -replicó Helena abriéndose paso con la rodilla.
El griego se llevó las manos a la cabeza y lanzó una retahíla de maldiciones. Helena no le escuchó; dejó su carga quejumbrosa sobre un sillón gastado.
– Toda esta sangre -se lamentó Strofades- en mis alfombras… Ay, Virgen Santísima, toda esta sangre…
– No llore por sus alfombrillas de poca monta y vaya corriendo a buscar un médico discreto en el barrio judío. Este hombre podría morirse aquí. Eso sí que sería nefasto para su renombrado establecimiento.
Strofades, de repente, tomó conciencia de sus palabras.
– Sí… Sí… El doctor Meyer-Cohen…, discreto… Es el que nos conviene. Voy para allá.