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El doctor Meyer-Cohen había vendado el fuerte torso del desconocido, que ahora descansaba en la cama de Helena.
– Se repondrá muy pronto -afirmó con una sonrisa-. Su amigo es un hombre fuerte, señora Blavatski.
Helena se sonrojó sin corregirlo. Contempló al herido. Esa cara de patricio con una boca llena y sensual, y pestañas largas y rizadas, correspondía a la de un hombre de unos cuarenta años.
– Volveré mañana -dijo el médico-. No se olvide de darle dos cucharadas de este calmante -añadió, y dejó un frasco sobre la mesita de noche.
– ¿Cuánto le debo, doctor?
– Dos libras.
Helena cerró la puerta tras el médico y se mordió los labios. La predicción de Pakula le pesó sobre los hombros. A partir de entonces se quedaría sola con ese inquietante extraño.
Se sentó en la silla junto a la cama, decidida a desempeñar el papel de enfermera. El herido estaba dormido. Permaneció más de una hora en la cabecera de la cama, con el busto erguido y las manos puestas decentemente sobre los muslos, atenta y a la escucha de la lenta respiración del desconocido. Poco a poco, su espíritu se fue evadiendo. Empezó a sentir deseo por aquel herido expuesto a su mirada, inconsciente, cuyas pasiones podía percibir a través de los pedazos de sus pensamientos.
«Estoy loca…»
Se comportaba como la más ingenua de las mujeres. El deseo la asaltaba. Conmovida, dejó su asiento y se fue a llenar la pequeña estufa de carbón. El resplandor de las llamas resaltó su tez, el calor atizó aún más sus sentimientos, la atracción que sentía por aquel extraño creció.
Buscó una excusa. Se dijo que debía de tener fiebre. Se dio la vuelta. Su mirada se encontró con los libros tibetanos. Eran la distracción que necesitaba. Abrió uno y se concentró en el texto. Pasó un cuarto de hora, pero no podía retener nada de lo que leía… Sentía unas ganas locas de poner la mano sobre ese hombre, de notar su piel, de conocer sus secretos.
Se acercó a la cama a paso lento.
Le tocó la frente con la punta de los dedos, aguantando la respiración. Sintió un pinchazo en el corazón. Rápidamente retiró la mano y contó hasta diez antes de repetir el gesto prohibido, tal como hacía cuando era pequeña.
Sus dedos siguieron la línea de una arruga, única y profunda, y luego se perdieron entre su pelo negro, que estaba sembrado de hilos plateados. Con el contacto, pudo percibir los recuerdos ardientes de aquel hombre apasionado, sus numerosas aventuras…
«No estoy hecha para él», se dijo.
Era la primera vez que sentía una confusión tan profunda y a la vez tan íntima. Se sintió como una llama, vacilante y caliente. Una especie de felicidad sin un contorno definido se apoderó de ella lentamente, hasta sumergirla en la única visión de ese hombre, abandonado a ella. Se preguntó si sería amor, aunque apenas osaba pronunciar esa palabra hasta entonces sin cuerpo, sin carne, sin vida para ella.
– ¿Dónde estoy? -preguntó con voz apagada el herido.
Helena despertó de un sobresalto. Las agujetas le llevaron a hacer muecas; había dormido a ras de suelo. Pero el dolor no era nada comparado con las palpitaciones de su corazón. Sacó la cabeza tímidamente por encima de la línea del horizonte de las mantas que envolvían al herido. Éste se sorprendió por la aparición de ese rostro de mujer, bello y solemne.
– ¿Quién es usted?
– Soy…, soy quien lo ha traído hasta aquí.
– ¿Es a usted a quien le debo la vida?
– Sólo he hecho lo que debía.
– ¿Estaba usted sola?
– Sí.
Pareció maravillado por esa revelación. La devoró con los ojos. Ella, molesta, se dio la vuelta.
– Voy… Voy a calentar el caldo.
Se la quedó mirando, con los ojos ardientes por la fiebre, mientras ella se movía delante de la estufa. Al sentirse observada por el desconocido, Helena se aterrorizó un poco.
«¿Por qué me mira así? ¿Qué voy a hacer con él? ¡Debe de estar pensando que soy muy fea!»
Se recogió un mechón rebelde de pelo, se colocó la trenza sobre el hombro erguido y luego se contempló a hurtadillas en el óvalo desconchado del espejo. Estaba hecha un desastre, era un espectáculo deprimente. Se le veían los rasgos marcados por el cansancio y la inquietud que sentía le acentuaba las ojeras bajo los ojos. Tenía la tez lívida.
– ¡No sé cómo darle las gracias! ¿Cómo se llama?
Su voz había recuperado la seguridad.
– Blavatski… Helena Petrovna Blavatski…
– ¡Blavatski!… ¿La Blavatski cuyas hazañas han llegado a oídos de la realeza? ¿Usted es la hechicera que ha dado la vuelta al mundo? ¿La mujer que hace salir a los muertos de su tumba y que habla con los dioses?
– Me temo que sí… Pero la gente exagera sobre mí. Los dioses nunca me han escuchado y los muertos hacen lo que quieren -dijo ella, sonriente.
– Señor, ¡bendice a los mafiosos que han hecho posible este encuentro! ¡Las cuchilladas en el abdomen han merecido la pena! Estoy con la mujer más misteriosa y más aventurera de todo el universo…, y encima es la más bella.
A Helena se le subieron los colores a la cara. Estuvo a punto de tirarle el tazón de caldo que le iba a dar. Murmuró:
– No se burle de mí.
– Pero si no me estoy burlando.
– Beba.
Sus dedos se rozaron en el momento en que él tomó el tazón, y Helena quedó cautiva de esa mirada castaña, que no mostraba huella alguna de falsedad. Realmente, se la quedó mirando como si fuera una Venus emergente de los mares. Bebió. Cada vez que daba un trago, suspiraba. Finalmente, fue una sonrisa la que descubrió sus dientes blancos.
– Le debo una explicación -dijo tendiéndole el recipiente vacío. Todavía le temblaban las manos-. Me llamo Agardi Metrovitch. Soy cantante de ópera y un prófugo rebelde. A esos animales que me han asaltado los había enviado el príncipe Schwarzenberg, el primer ministro de Su Majestad Francisco José de Habsburgo, a menos que estuvieran a sueldo de böse Frau.
– ¿Y quién es esa «mujer malvada»?
– ¿Cómo? ¿No lo sabe?
– Ya hace mucho tiempo que los chismes y las intrigas de las cortes de Europa no llegan a mis oídos.
– Es la archiduquesa Sophie, la madre del emperador. Ese apodo se lo puso Sissi, su nuera. La corte de Austria está corrompida… ¡Ay! ¡Lo que daría por poder lanzar una bomba en la galería de Schönbrunn mientras estuvieran dando un baile!
– ¿Es usted un revolucionario?
– Lo fui… En 1848, en Pest.
Un velo de tristeza enturbió la mirada de Agardi. En un rincón de sus recuerdos estaban Pest y las brumas del Danubio, una multitud alborozada que acaba de enterarse de la partida del hombre más detestado del Imperio, Metternich, y centenares de estudiantes concentrados gritando «Pereat Austria!»: «¡Que muera Austria!».
Agardi volvió a verse a sí mismo andando de frente con un hombre joven y frágil, su mejor amigo.
– Estaba al lado de Sandor Petöfi, el más romántico de todos los poetas húngaros; también estaban el ardiente Lajos Kossuth y un millar más de locos apasionados por la libertad. Nuestra aventura terminó manchada de sangre en Vilagos, frente a las tropas de Francisco José y las del zar Nicolás… Vi cómo mi amigo Sandor moría en el combate y cómo la juventud húngara caía bajo el fuego de los rusos. Luego huí, perseguido por la venganza pretendida por los Habsburgo. Algún día tendrán mi cabeza y alimentaré por unos segundos las conversaciones del palacio de Hofburg.
Agardi apretó los ojos intentando imaginarse la escena: el emperador y los cortesanos llenos de altivez, sonriendo cruelmente ante la noticia de su muerte. Arrastró a Helena dentro del oscuro palacio imperial que un mago iluminó de pronto con un vals de Strauss.
Se celebraba el fin de las libertades, la represión de las revoluciones, la eternidad de las dictaduras… Helena estaba presente. El parque se llenó de carrozas doradas, de príncipes, de archiduques, de condes y de embajadores, todos impacientes por cruzarse con las cabezas coronadas.
Helena entró en la sala de baile con Agardi y los nobles. Allí, bajo las arañas de la galería Schönbrunn, las parejas se arremolinaban y las mujeres parecían flores bailando con la melodía de los violines. Se emocionaban en brazos de los oficiales imperiales con túnica azul oscuro, de los húsares con traje rojo vivo, de los guardaespaldas húngaros con botas color limón y con pieles de leopardo echadas sobre los hombros de sus vestidos escarlata y con bordados de plata. Llegó más gente que se unió al vals, procedente de toda Europa. Helena y Agardi bailaban en el centro de ese remolino de alemanes, magiares, checos, eslovacos, polacos, rutenos, serbios, croatas, italianos y rumanos… Pero Helena fue la única que vio el fin de ese mundo y cómo el pueblo de Viena estaba de duelo por los caídos en Lemberg, Lutsk, San, por las batallas de Isonzo y del Carso, por los miles de soldados muertos en los Cárpatos, por las caballerías enteras que desaparecieron en las llanuras de Galitzia, por los batallones aplastados por la metralla en Prusia, en Champagne y demás lugares. Los imperios desaparecían entre terribles guerras mundiales. Esas visiones la asustaron.
Le cogió la mano a Agardi y la estrechó muy fuerte. Se puso blanca como la pared. Esa palidez repentina hizo que el hombre se preocupara.
– ¿No se encuentra bien?
– No, no… Perdone, no sé qué me ha pasado -respondió ella, confusa, intentando retirar la mano.
Agardi no se la soltó.
– No quisiera causarle problemas. Mañana, haga que me lleven a las afueras de Londres; allí tengo un amigo de la orquesta. Yo estaré seguro y a usted nadie le hará daño.
– ¡No!
Abandonó definitivamente la mano a la dulce presión de los dedos de aquel hombre que le alteraba los principios y la hacía desfallecer. Se justificó recalcando sus palabras.
– Todavía está muy débil; además, no le tengo miedo a nadie. Sabré cómo darles una buena bienvenida de plomo, ¡así que ya pueden venir esos asesinos enviados por Francisco José!
Abrió el cajón de la cómoda, apartó un montón de pañuelos y cogió el revólver. Con la parte exterior del puño, hizo girar el cilindro antes de apuntar al tablero de la puerta.
– ¡Anda! -exclamó Agardi.
– Yo también tengo mis razones para odiar todo lo imperial.
– ¿Y cuáles son?
– Me llevaría horas contárselas, así que mejor cuénteme qué hace en Londres en estos tiempos difíciles. La capital inglesa no es de las más seguras. En París le habrían acogido mejor y estaría más protegido. Los franceses y los austríacos no se llevan bien.
– ¡Ya estuve allí! Intentaron asesinarme en la plaza de Notre-Dame. Creía que los había despistado al cruzar la Mancha. En realidad, nunca he estado tan cerca de mi papel de comendador en Don Juan como ahora que estoy acorralado y agonizando.
Tras decir estas palabras, entonó débilmente esa melodía poderosa en fa menor que Mozart había querido que fuera lenta y solemne, pero sólo consiguió soltar un gemido en el primero de los dieciocho compases.
– ¿Acaso ha perdido el juicio? -exclamó Helena-. No debe hacer esfuerzos. ¿Quiere que se le vuelvan a abrir las heridas?
Agardi sonrió. Lo había arrancado de la muerte una mujer que se había enfrentado a los dioses de Oriente. La encontraba magnífica y heroica. Se olvidó de su ardiente amante, la cantante Sophie Cruvelli.
Helena reunía todas las cualidades y las pasiones de las heroínas de ópera. Ella era la Norma de Bellini, y él, el procónsul Pollione, su amante, que le daba entrada. Él era Robert, el Diablo, y ella tenía los ojos de Alice.
– Querida Helena, he perdido el juicio, sí -le susurró llevándose la mano prisionera hacia los labios.
Helena no hizo nada para impedírselo. Sintió el calor del suave beso en la punta de los dedos… Sólo una dulce caricia sobre la piel temblorosa. El amor la invadió, pero no quería ceder tan pronto a ese sentimiento. No tan deprisa.
La salvaron tres golpes breves y secos en la puerta de la habitación y la voz del doctor Meyer-Cohen:
– ¿Se puede pasar?
– Sí -respondió Helena retirando rápidamente la mano.
El médico fue a estrechar su mano caliente y notó el rubor en las mejillas de Helena. Luego se inclinó sobre el herido.
– Veo que mi paciente va camino de recuperarse -dijo al tiempo que le tomaba el pulso a Agardi-. Todos los médicos lo han comprobado; se sabe ya desde la Antigüedad: no hay mejor remedio que el amor -dijo con una sonrisa divertida-. Volveré dentro de tres días.