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Finalmente llegó el momento en que Agardi pudo dejar de guardar cama, y luego, el momento en el que se entregó a los brazos de Helena. Se lo había contado todo: su matrimonio desdichado, la existencia de Sophie, su amante. Gustaba mucho a las mujeres; desde que se había subido a los escenarios, lo acosaban. Por desgracia, no sabía resistirse cuando lo abordaban. A Helena le preocupó tanto que se planteó dejarlo. Tenía miedo de que la amara un hombre veleidoso. Tal idea la torturaba.

Todas las noches se acostaba con el cuerpo tembloroso en la cama complementaria que el señor Strofades había instalado de mala gana. Todas las noches sentía el olor de Agardi, se sumergía en sueños eróticos; había dejado de controlar la atracción que sentía hacia él. Se le había acercado tres veces, para acariciarlo mientras dormía profundamente. Ya no podía aguantar más. Por eso, dos semanas después de la agresión, le pidió que dejara el hotel.

– La gente empezará a hablar, no puede quedarse aquí.

Él se estaba cortando la barba delante del espejo. Dejó caer las tijeras en el lavabo y le plantó cara.

– Créame, ya lo hacen.

– ¡Váyase, Agardi, se lo ruego!

– No quiero oír ni una palabra más, Helena, no voy a dejarla sola.

– Siempre he estado sola.

– Pues ya no lo estará nunca más.

Ella retrocedió y puso la cama de por medio. Él la esquivó. Se esforzó por sostenerle la mirada e impedirle que se acercara, pero él siguió avanzando.

– No -susurró ella sin convicción, al mismo tiempo que él la cogía por los hombros antes de deslizarle la mano por la nuca.

Helena sintió que flojeaba. El segundo «no» que intentó soltar se vio ahogado por un beso. Se abrieron todas las barreras. A su vez, ella lo abrazó y lo llenó de besos hasta quedarse sin aliento.

Sus manos se buscaron, se unieron, se entretuvieron sobre la piel. Esbozaron curvas, estamparon marcas de placer sobre las marcas de los sufrimientos pasados. Agardi la besó con fogosidad. Era la heroína con la que siempre había soñado. Superaba de lejos a todas las mujeres con las que había estado en el escenario. Dejó que sus labios corrieran sobre ese marfil tostado que nunca había conocido la absurda máscara del maquillaje.

Helena le devolvió los besos. Él le dio la vuelta y ella se arqueó, ofreciendo su liso cuello a los labios apasionados que, en un arrebato, bajaron hasta sus pechos disimulados bajo la larga camisa de tela. Helena empezó a gemir. Una mano subió a lo largo de sus muslos. La suya también lo buscó para darle placer. Pronto, quedaron desnudos, exaltados por el deseo, vientre contra vientre.

Helena cerró los ojos cuando él la penetró. El fuego insaciable del amor se avivó.

Gritaron al mismo tiempo. Agardi se derrumbó agotado. Le dolía la herida.

– ¿Te duele, mi amor?

– No, tú me has curado de todos los males.

Helena le cubrió de besos el rostro mojado por el sudor. Los dos pensaban palabras dulces, juramentos, sortilegios que los unieran para siempre. Habían vivido muy intensamente antes de conocerse.

Nunca podrían consolidar ese amor naciente, pues sus destinos eran muy distintos. Helena se fue dando cuenta poco a poco. En efecto, en lo más hondo de su ser, temía al amor.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó él cuando sintió que se iba alejando.

– Nada… Nada.

– ¿He sido demasiado brusco?

– No.

Se debatía entre el deseo de apoyar la mejilla en el hombro de su amante y el de huir de la habitación.

– Dime lo que sientes.

Vaciló, luego las palabras se le amontonaron en la cabeza.

– Agardi, desde que te salvé, nunca pensé en enamorarme. Me lo habían predicho, pero yo no me lo creía. Estoy maravillada, y es un desastre. En lo más hondo de mi ser, alimento un sueño oculto, una esperanza. Y el amor es un obstáculo para la realización de este ideal.

– ¿Cuál es?

– Se me revelará en el Tíbet. Quiero el bien para la humanidad, el fin de las grandes religiones, proporcionarle al ser humano los medios para que pueda comprender el universo, transmitir mis poderes al mayor número de gente posible y hacer recular la miseria allí donde se encuentre.

– Tendrás que fundar una nueva religión para lograrlo… Déjame soñar contigo. Guíame, enséñame los secretos del mundo. Llévame al Tíbet, seré tu primer discípulo.

– No puedo, Agardi, perdóname.

– ¿Por qué?

– Tengo que ir sola. Pero antes tengo que volver a mi santa Rusia para ver una última vez a los míos.