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Había acabado por olvidar las preocupaciones que su hermana mostró la noche de su reencuentro. Los meses fueron pasando, apacibles. Su familia le prodigaba muestras de afecto. Y ella estaba serena: su padre había encontrado la felicidad al lado de su nueva esposa, la bella baronesa Von Lange. Pero el tiempo pasaba volando y Helena se aburría soberanamente. Estaba claro: la vida de salón no era para ella. Las pocas sesiones de espiritismo y de magia que daba en Pskov ya no bastaban para animar los largos días. Echaba de menos la acción; se moría por volver a encontrar los caminos del Tíbet y el espíritu de Kut Humi Lal Sing. Tenía que ajustarle las cuentas al Anciano de la Montaña.
Vestida como un cosaco, despeinada por el viento, Helena se dejó embriagar por el galope. El alazán que montaba era rápido y estaba perfectamente adiestrado. Reaccionaba a la mínima presión de los muslos y los talones, a la más ligera tracción de las riendas.
Había dejado atrás Pskov, que quedaba ya lejos. Se reencontró con la naturaleza salvaje liberada por la primavera. Los olores de la tierra encharcada le mandaban mensajes. Galopaba despreocupada. No se dio cuenta de que a lo lejos había un caballero fornido, encorvado sobre el cuello de un caballo robusto, ni de que al final del campo había otro, de pie sobre los estribos, y todavía menos de que la estaban siguiendo a una distancia de cinco tiros de flecha.
De pronto apareció la orilla fangosa de un río. Se trataba todavía del tortuoso Velikaya, que buscaba su camino. Las riberas estaban cubiertas de tiendas blancas. Los transbordadores llevaban a los soldados de un lado a otro de los dos pontones.
Helena sintió la amenaza y cambió de opinión. Su caballo se encabritó. Los cosacos le estaban cortando el camino. Helena, ante los sables desenvainados y los fusiles que la apuntaban, renunció a intentar forzar el paso.
– ¿Qué quieren de mí?
– Síguenos; nuestro general quiere hablar contigo -le dijo el jefe de la escuadra, que tomó las riendas de su caballo.
La llevaron hacia la mayor de las tiendas rodeadas de banderines. La amenaza venía de ese lugar, pero ella no llegó a ponerle rostro al ser maligno que estaba ahí dentro; ni siquiera se lo imaginaba.
– Puedes entrar, te está esperando -dijo el cosaco.
Helena se bajó del caballo, respiró hondo y empujó la piel de oso que escondía la entrada.
– Dichosos los ojos, Helena.
Era imposible. Seguramente despertaría de un momento a otro y saldría de esa espantosa pesadilla. Nicéphore Blavatski, su horrible esposo, estaba delante de ella, con la mano apoyada sobre un bastón con el pomo de plata.
Helena luchó contra las náuseas y los desvanecimientos que sintió. El monstruo sonrió, enseñando sus dientes amarillos y descarnados. Parecía un maldito que hubiera vuelto del Infierno. Helena tartamudeó:
– Pero yo pensaba… Yo pensaba que…
– Que se me habían comido los gusanos y que mi alma estaba en la parrilla del diablo, ¿es eso lo que pensabas? Pues no, estoy vivo. Hace unos años, después de una larga enfermedad, decidí hacerte creer que estaba muerto. Tu familia también se lo creyó cuando desaparecí en una de mis retiradas armenias. El zar estaba al corriente de ello. Un día, tu padre descubrió la estratagema y te hizo llegar una misiva, que, como todas las demás, fue interceptada por la policía del zar y reescrita por los expertos grafólogos del Ministerio del Interior.
– ¡Maldito seas!
– ¡Ah, ahora te reconozco! Siempre tan tierna. Pero déjame terminar. Sí, mi querida, todo tu correo ha sido leído y seleccionado. Luego me serví de mi influencia con el emperador para meter en cintura al querido Von Hahn y a su familia. Tenemos unos documentos comprometedores para los tuyos, que hemos elaborado nosotros mismos. Es cierto que Alejandro II es liberal, pero teme a los revolucionarios, a todos esos falsos idealistas que han tomado el nombre de nihilistas. Si tu padre no está en la cárcel, es gracias al afecto que siempre te he tenido y a mis excelentes relaciones con el almirante Evfimi Putiatine, el favorito del zar. Resumiendo, ese tonto de Külwein, a quien habíamos dado diez mil rublos de oro, fue el primero en encontrarte en la India y fue quien te anunció mi muerte con una carta intervenida. Todavía me invade el entusiasmo. Lo que me sorprende es tu poca clarividencia. Mi adorable esposa dotada de poderes paranormales no ha descubierto mi presencia en este pequeño mundo de los humanos.
– En el otro tampoco lo habría descubierto. Ya te había extirpado de mi memoria, te había expulsado de mi espíritu, había roto voluntariamente los hilos que me ataban a ti.
– Yo no. He seguido la mayor parte de tus hazañas, y debo decir que me honran.
– ¡Tu honor no era lo que me preocupaba!
– ¡No lo dudo! Sin embargo, sigues llevando mi nombre. Y no me importa que lo hayas manchado, entregándote a esas mascaradas espiritistas ante la nobleza. Dispongo de los medios para hacerte volver a entrar en razón.
Helena apretó los puños; se vio de nuevo desnuda, azotada en la plaza pública, diez años atrás. La historia volvería a empezar.
– No, no, no -precisó él, adivinando sus pensamientos-. No tengo intención de someterte por la fuerza.
– Antes te mataré.
– Me arrepiento de haber utilizado la violencia… Vuelve a vivir conmigo -le dijo de pronto.
– Jamás! Jamás me quedaré encerrada a tu lado.
– Sí, ya lo sé, el Tíbet, los lamas, Buda, las escuelas de magia. Tu búsqueda del más allá. No irás a ninguna parte. Le he pedido al zar que confisque todos tus bienes y que congele tus cuentas. Volverás a disponer de ellas cuando te decidas a tomar de nuevo tu rango de esposa.
– Prefiero vivir en la pobreza antes que servirte según la maldita ley santa y sagrada del matrimonio.
– Esa lengua… ¡Matías!
– ¿Sí, general? -respondió un cosaco que apareció en la tienda.
– Acompañen bajo protección de una buena escolta a mi esposa a casa de su familia en Pskov. Y no lo olvides, mi dulce tesoro… No intentes lanzarte a los caminos de Siberia si no quieres que mande allí a tu padre. No resistiría ni los trabajos forzados ni la dureza del clima.
– Entonces, será mi poder contra el tuyo -sentenció Helena.