38096.fb2
Helena llevaba catorce meses bajo la vigilancia discreta de los agentes de Nicéphore. Aquel monstruo tenía la esperanza de recuperarla. Ella aguantaba. La amenaza pesaba sobre toda la familia y en especial sobre su padre. Sólo Vera, protegida por el general Yahontov y adulada por los más grandes de la corte imperial, parecía estar fuera del alcance de los chantajes de Nicéphore.
Segura de su posición, Vera tomó la iniciativa de llevar a su hermana a Georgia, a casa de sus abuelos, a los que no habían visto desde hacía años. Salieron de Pskov el 3 de abril de 1860 e iniciaron un largo viaje de tres semanas. Ocho caballeros del regimiento de Von Hahn las escoltaban. Las dos mujeres nunca se les acercaban, excepto por razones de servicio durante las paradas. En la medida de lo posible, ellos las evitaban, pues temían que los embrujaran sólo con su contacto. No pasaba ni un día sin que tuviera lugar alguna manifestación extraña. Los poderes de Helena se reforzaban y no siempre dominaba los efectos. Se oían cantos en lenguas desconocidas, los objetos se desplazaban, los árboles se caían y unos gritos terroríficos acompañaban a los galopes. La valiente Vera escuchaba las explicaciones de su hermana: el contacto con los seres invisibles no entrañaba ningún peligro. También hablaban mucho de amor.
Helena no había ocultado su relación con Agardi.
– Todavía lo amo -le confesó.
– Entonces, ¿por qué no está contigo?
– Porque debo entrar sola en Lhassa después de haberme enfrentado sola a mi enemigo. No quiero que Agardi muera.
– ¿Tan potente es ese Anciano de la Montaña del que tanto hablas?
– Tiene el poder de los demonios del Infierno. Ha retorcido las enseñanzas de las escuelas de magia tibetana y debo vencerlo después de acabar mi propia enseñanza.
– En primer lugar, deberás desembarazarte de Nicéphore.
– Eso ocurrirá muy pronto.
– ¿Cómo piensas conseguirlo?
– Es un secreto, pero me esfuerzo por ello todos los días.
– Por eso te ausentas todas las noches después de la caída del sol y les prohíbes a los soldados que te sigan.
– Entre otros motivos, sí.
– ¿Y adónde vas?
– A un cementerio, cuando hay alguno, o a la orilla de un río, cerca de algún árbol viejo…, donde sienta actuar a las viejas fuerzas.
– Dios es la mayor de las fuerzas. Te bastará entrar en una iglesia y rezar.
– Hace mucho que abandoné el camino de Dios.
Al caer la noche, Helena desapareció discretamente.
Las cruces emergían de la nieve. Por aquí y por allá, había efigies de Cristo y de la Virgen esculpidas sobre las lápidas en las que se leían los nombres de los difuntos. Helena caminaba sobre las tumbas. No se sentía bien al iniciar un ritual semejante. No habría ido allí si Nicéphore no la hubiera privado de libertad de nuevo.
Encontró cinco tumbas frescas, cinco montones de tierra negra rodeados de un muro de nieve. Los habían levantado la víspera o el día anterior. Era exactamente lo que buscaba.
La luna creciente apareció sobre una torre de las murallas de la ciudad. Sus rayos hicieron que los cristales relucieran; las sombras de las cruces se alargaron y las esculturas cobraron vida. Era el momento propicio.
«Todavía están cerca de su cuerpo», se dijo ella dejando correr su espíritu bajo los pequeños túmulos en los que habían metido los ataúdes.
No le gustaba lo que debía hacer. Se quitó las manoplas, deshizo el lazo que ataba la bolsa que llevaba al hombro y cogió la muñeca que había confeccionado la noche de Navidad.
Se colocó en medio de las tumbas. Se puso a escuchar, más abajo, más abajo todavía. Las almas se agitaban; los espectros se despertaban. Todas las noches organizaba un cortejo de muertos; todas las noches continuaba su combate.
– Yo os invoco, escuchadme, os llamo, os llamo para que volváis a la vida. Voy a agujerear el vientre de Nicéphore y vosotros entraréis en sus entrañas.
Había una larga aguja clavada en el vientre de la muñeca. La metió y la sacó varias veces.
– Seguid mi espíritu hasta el suyo. Id más rápido que el viento. Entrad en sus carnes y propagad la infección.
– ¡Qué estás haciendo, desgraciada!
La voz la sobresaltó.
– ¡Vera!
Se giró. Su hermana tenía las manos unidas. Una bufanda le cubría la parte inferior del rostro. Su mirada atrevida brillaba.
– ¡Lo he oído todo! -exclamó-. ¡Te estás condenando! ¡Dame esa figurita!
– ¡No!
– ¡Dámela! -continuó ella lanzándose sobre su hermana.
Vera se la arrancó y contempló el objeto confeccionado toscamente y que se parecía a un oficial. El rostro de cera, mejor hecho, no dejaba ninguna duda sobre la identidad del sujeto: Nicéphore.
Vera dijo con voz temblorosa:
– Siempre has utilizado tus poderes para hacer el bien y para aliviar los corazones. No te reconozco, Helena -dijo Vera con voz temblorosa.
– ¿Querer destruir a un hombre devoto de la maldad es condenarse? ¿Un hombre que no dudará en enviar a nuestro padre a Siberia si abandono Rusia? Nicéphore es un monstruo. Me ha humillado y me ha violado, como a otras muchas mujeres. Hace ahorcar a centenares de siervos y continúa sembrando el terror por donde quiera que pase. Mi causa es justa. Tan sólo ejerzo la justicia en nombre de todas sus víctimas.
– Le corresponde a Dios juzgar y condenar. Tu esposo tendrá que rendirle cuentas y pagará -dijo Vera apuntando al cielo con la muñeca.
– ¡Devuélvemela! ¡Déjame acabar con mi pasado!
– Te la daré cuando te hayas confesado con el metropolita Isidoro… Mañana mismo.
– Mis pecados me pertenecen, nadie me librará de ellos. Me corresponde a mí borrarlos. Vera… Vera, necesito amor, no la absolución.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
– Vámonos de aquí, te lo ruego. Yo también siento agitarse a los muertos…, y ellos sí que no son portadores de amor.
Vera contempló de nuevo la muñeca. Le pareció mejor quitar la aguja. Cuando lo hizo, se oyó un grito. No era el de un animal.