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Con la llegada de un tiempo más templado, las llanuras del Don se convirtieron en fango. Hombres y animales se hundían profundamente al intentar avanzar. En voz baja, los hombres farfullaban maldiciones contra el general, que había ordenado a los regimientos que caminaran de noche. La columna de fuego se extendía varios kilómetros. Los caballos que arrastraban los cañones quedaban retrasados. El propio Nicéphore Blavatski se quedó en la retaguardia para fustigar a los caballos y ayudar a los artilleros a deshacerse de los ejes.
– ¡Vamos, coraje! ¡Sois los mejores soldados de Rusia! -les gritó.
Los entrenaba con dureza ante la perspectiva de una guerra que no se declaraba jamás. Todavía había que pacificar el Cáucaso y conquistar el centro de Asia, pero Alejandro II consideraba a Blavatski demasiado viejo para aumentar el territorio del Imperio. El tiempo del jefe de los cosacos había pasado. No obstante, le quedaba una guerra que ganar: la que sostenía contra Helena, su «querida» esposa.
Sus espías le hacían llegar informes sobre los movimientos y las actuaciones de la princesa rebelde. No había nada especialmente alarmante en ellos. Seguía jugando a la hechicera junto a su hermana Vera.
Habían conseguido desatascar los cañones. Nicéphore volvió a subirse al caballo. Un dolor terrible en el vientre le hizo soltar las riendas. Un fuego se propagaba por sus entrañas. Vio entonces a los fantasmas a su alrededor, con las bocas deformadas por las maldiciones, con la mirada muerta.
Después, la nada. Y se cayó del caballo.