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No se había llevado a Agardi con ella. Y el Tíbet seguía estando lejos. La acompañaban dos kirguizos ariscos. Helena los había contratado en el pueblo de Kialouch. Sabían cazar un poco y luchaban bien. No pedía más. Encendieron el fuego para la noche y escucharon a los lobos gritando en la lejanía. Al día siguiente, iniciarían el último ascenso.
Agardi… El cantante no era más que un recuerdo desastroso. Tras conseguir que lo contrataran en la Ópera Italiana de Tiflis, Agardi se había impuesto a los Fadéiev para instalarse en el palacio con Helena. Al aceptar públicamente su relación, habían firmado su sentencia de muerte. Nadie había olvidado que Helena estaba casada. La vieja Krivalov hizo correr el rumor de que la joven y Agardi se habían casado en secreto, lo que hizo estallar un escándalo sin precedentes. Helena, acusada de bigamia, se vio obligada a dejar precipitadamente la ciudad.
Habría querido quemar todos sus malos recuerdos en el fuego chisporroteante. Se volvió a ver con su amante en Kiev, donde la recibió el príncipe Dundukov-Korsakov, gobernador de Ucrania y amigo de su padre. El príncipe los había instalado en un apartamento frente a Santa Sofía y había hecho que contrataran a Agardi en el Gran Teatro Lírico. Hizo maravillas en dos óperas: la Rusalka, de Alexander Daromikij, y Morir por el zar, de Mijail Glinka, pero no pudo interpretar correctamente el papel del mago Finn en Ruslán y Liudmila. El príncipe Dundukov se lo reprochó públicamente.
Para vengar a su amante, Helena escribió un panfleto contra el príncipe. Distribuido clandestinamente, en el texto se tachaba a Dundukov de corto de luces, falso erudito y otras lindezas deshonrosas que hicieron reír a todos los notables de Kiev. Cuando el príncipe se enteró de que la autora de ese texto infame era su protegida, le pidió que se fuera.
Apartada de la sociedad, la pareja se resquebrajó entre disputas y vagabundeos. Los desencuentros se acumulaban. La luna de miel se acababa. Intentaron incluso sacar adelante una tienda de flores, pero sin éxito. La aventurera y el cantante se revelaron como unos comerciantes penosos. Tuvieron que cerrar la tienda. Su amor se había marchitado.
Cuando le anunció que la Ópera Italiana de El Cairo le había contratado, ella aprovechó la oportunidad para librarse definitivamente de su amante. La ruptura fue amarga para Agardi, que le dedicó unas palabras muy duras; ella no intentó ocultar su alivio, embargada por las ansias de libertad.
Había retomado su camino: cruzó los Urales, recorrió las estepas y se adentró en los desiertos de Karakorum. Agardi no era más que un minúsculo punto en su memoria. En Samarkanda, había encontrado a los dos kirguizos. Los tres habían seguido la antigua ruta de la seda, habían escalado los Pamires y habían llegado a la frontera norte del Gran Tíbet. Un solo puerto, con una altura de cinco mil metros, los separaba ahora del país de los lamas.
Llevaban horas escalando. China quedaba poco a poco tras ellos. A pesar de la altitud, se morían de calor por el esfuerzo y por tener que arrastrar a sus camellos de las riendas. Les faltaba el aire en los pulmones. El cielo los cegaba. El hambre los atormentaba, pero avanzaban con corazón valeroso. Al ver las ruinas cubiertas de inscripciones chinas y tibetanas que señalaban la cima de la cordillera, apresuraron el paso.
– ¡La frontera! -exclamó Helena.
No había guardias. Nunca los había habido. Los esqueletos atrapados en la nieve extendían sus manos sin carne hacia los picos relumbrantes.
– No murieron de frío -dijo un kirguizo señalando las marcas de sus cráneos.
Llevaban allí mucho tiempo…, mucho tiempo, y, sin embargo, la amenaza persistía. Hacía cuatro días que Helena la sentía.
– Tenemos que estar en guardia -dijo ella.
Los kirguizos olisquearon el aire.
– Nadie viene aquí desde el inicio de la primavera -dijo uno de ellos-. No corremos ningún peligro.
– Siento algo.
– Entonces, no es humano.
Él sintió un escalofrío, había creído que ella no volvería jamás. La mujer había despertado las fuerzas de las tinieblas. Los ojos de los demonios llevaban cuatro días brillando. Los monjes estaban reunidos en torno a las estatuas, rezaban y reforzaban su poder. El Anciano de la Montaña se preparaba para recibir a la maga blanca. Esa vez, no saldría viva del Tíbet.
– Preparad el Gran Círculo -ordenó a sus monjes-. Vamos a abrir la puerta de los infiernos.