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Los kirguizos la acompañaron hasta la ciudad de Kashgar, en la que convergían todos los mercaderes de armas y de ganado. Su misión terminaba ahí. Helena estaba en el Tíbet. La abandonaron y retomaron el camino a los Pamires.

Helena compró un poni tangut y provisiones para el verano y el otoño antes de iniciar su viaje hacia el sur. No podía equivocarse de dirección. Una nube negra en forma de lanza se había formado en el cielo. Apuntaba hacia Kang Rimpoche. Reconoció el signo del Anciano de la Montaña. Muy pronto se enfrentaría a él.

El gran chorten se alzaba entre nueve colonias de granito. No había visto nada parecido desde su llegada al Tíbet. Acababa en una cúpula de color negro tan denso que absorbía la luz del sol. Con la esperanza de hacer méritos, unos cincuenta peregrinos de camino a Lhassa daban vueltas alrededor del monumento y se arrodillaban cada tres pasos para tocar la tierra con su frente. Entre ellos había un joven vestido con ropa de color azafrán. Provisto de un largo bastón en espiral pintado de rojo y amarillo, golpeaba el suelo mientras recitaba un mantra. Se detuvo y le hizo una señal a la viajera para que no siguiera avanzando. Él le señaló el cielo.

– Aquí debe cumplirse todo -dijo en tibetano.

Helena se bajó del poni. Se quedó paralizada contemplando la nube negra que bajaba rápidamente. Los peregrinos también la vieron y se asustaron. Se separaron y desaparecieron en el bosque de abetos.

El joven acudió al encuentro de Helena.

– El conocimiento supremo debe pagarse a un alto precio. Has venido a ser iniciada en la doctrina del Sendero Directo y en nuestra magia; todo para liberar a tu espíritu de la ilusión y a tu corazón del mal. Yo soy el que te llevará al nirvana; he sido el maestro de Kout Houmi Lal Sing.

– Eso es imposible, no tienes ni veinte años.

– No te fíes de las apariencias. Soy más viejo que el hombre que desciende del suelo. Me verás tal y como soy cuando consigas vencer al demonio -dijo señalando la nube que tocaba la cima del chorten-. Voy a entrar en ti. No te resistas.

– ¿Quién me dice que no eres una criatura del Anciano de la Montaña?

– Fíate de tu corazón.

Ella se abrió. Sintió la bondad del ser que estaba delante de ella y la maléfica presencia de su enemigo sobre el chorten.

La nube se había tragado el chorten. Era una noche de locura, llena de gritos y brasas. Helena estaba desconcertada, pero no sentía ningún espanto. Todavía no. El joven monje le transmitía una fuerza extraordinaria y poderes cuyo alcance no podía medir. También sintió la conciencia de Kut Humi y supo que se había reencarnado en la tierra. Era un niño, un Buda ya. Sin embargo, la sensación de bienestar y de invulnerabilidad no duró más.

Con la magia de procesos innombrables, el Anciano de la Montaña la había conducido hasta el umbral de los infiernos. No tenía noción del tiempo. Su memoria había desaparecido. ¿En qué momento estaba? ¿Había vuelto a los sótanos encantados de su infancia? ¿Estaba en los oscuros bosques de Canadá o bien en Egipto, en la tumba de los faraones?

¿Dónde estaba?

Veía carnicerías, oía gritos, el rugido de la tormenta. Avanzó por aquel universo. El fuego, que estaba por todas partes, quemaba a gente que caminaba entre gemidos hacia la puerta de los infiernos.

– Nunca conocerán el nirvana, y tú tampoco -rugió una voz.

Lo vio… y lo reconoció. El Anciano había aparecido rodeado de llamas, en el centro de un remolino infernal de demonios.

– Prueba tu pena futura -dijo tendiendo su brazo descarnado hacia ella.

Helena no tuvo fuerzas para gritar. No era más que una muñeca de trapo, llena de caos, con todas las percepciones aniquiladas, violada, vibrando por la tortura hasta lo más recóndito del alma. Sólo recordaba un nombre.

– ¡Kut Humi! -gritó.

Durante unos segundos tuvo una sensación de ligereza, como si fuera un pájaro que volaba en el cielo inmenso y radiante del Tíbet hacia el sol purificador.

– ¡Eres mía! Kut Humi todavía no es consciente de su regreso -dijo el Anciano.

El brazo descarnado se alargó y se hundió en el pecho de Helena. El dolor le hizo gritar. Se le pusieron los ojos en blanco. La noche roja de una efervescencia indescriptible iluminaba a los demonios que avanzaban. Una música estridente y los truenos servían de acompañamiento a sus gritos. Un olor asqueroso provenía del caldero, pero, por encima de todo, predominaba el olor de la carne calcinada.

– ¡Vas a recibir tu castigo!

El Anciano, pegado a su pecho, le torturaba el espíritu y el alma.

– ¡Kut Humi! -volvió a gritar ella.

A lo lejos, alguien respondió, pero no fue Kut Humi.

«Utiliza mis poderes, me has dejado entrar en ti. Soy el tulku [14] por quien se elevó Kut Humi. El fuego de los infiernos puede vencerse. Los demonios también me obedecen. Dirígelos en mi nombre; soy Karma Lumpo. Enfrenta el fuego del sol a los fuegos del Infierno. Encuentra el camino al bien.»

– Karma Lumpo -repitió ella.

Pronunciar ese nombre provocó una vibración. Le pareció que volvía a sentir el dolor.

– ¡Karma Lumpo!

Lo había dicho más alto y había conseguido que los demonios retrocedieran. El Anciano hizo una mueca y aflojó un poco su abrazo mortal. Entonces, en nombre del tulku, ordenó a las fuerzas del mal que se retiraran. Después invocó al bien que había en ella, al amor universal que sentía a través del Maestro, al propio Buda.

Y vio el cielo de nuevo. El sol inmenso bajando hacia ella.

El Anciano de la Montaña lanzó hechizos sin lograr ningún efecto. Gritó cuando un rayo le tocó la frente y lo atravesó de un lado al otro. Pronto no fue más que una brasa de pura luz, y después un montón de cenizas que la brisa esparció.

Helena se levantó. Habían ardido decenas de abetos. El chorten ya no tenía su cúpula. Había estado a punto de gritar al ver al viejo, pero se dio cuenta de que ése no era el Anciano de la Montaña.

– ¿Quién eres?

– Soy el tulku Karma Lumpo. Ahora me ves con mi verdadera apariencia.

– ¿Y el Anciano de la Montaña?

– Está bajo tierra con los demonios, que ya no son sus aliados. Nunca volverá a reencarnarse. Lo has vencido definitivamente. Pero no creo que tus pruebas se hayan acabado. Tu nueva existencia comienza y, con ella, nuevos sufrimientos. Vayámonos. El trayecto es largo, y todavía lo es más el camino interior que debes recorrer.

Se fueron al corazón del Tíbet, a una cueva retirada del mundo, en el seno de un acantilado que dominaba un lago. Allí, en las entrañas de la Tierra, durante tres años, Helena recibió las enseñanzas que le desvelaron los secretos de la doctrina de Buda.


  1. <a l:href="#_ftnref14">[14]</a> Encarnación de un ser espiritualmente superior.