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Y llegó el día de la partida y salió el Miramamolín a despedir la caravana como era costumbre. Y salieron con él todos los de su consejo y los hombres altos de la ciudad. Y todos ellos se pusieron subidos a una torre grande que le dicen la Blanca y la dicha torre está cerca de la puerta Baberrima, que es la que da espaldas al alcázar, y allí hicimos alarde delante con gran tamborada, y fue saliendo la caravana en muy buena ordenanza con el pueblo dando grandes alaridos por los adarves y almenas, en tan gran cantidad que no parecía sino que gran parte del universo allí era juntado. Y era cosa de ver que iríamos como dos mil personas y cinco o seis mil camellos, todos cargados con serones de sal y de paños y de otras mercaderías y de muchas baratijas de cristal y de espejillos y de madejas de hilo de cobre. Y de las personas las más iban andando, tirando de los cabestros de los camellos. Y mandaba la caravana un alcaide que se llamaba Mojamé Ifrane, hombre muy ducho en las cosas del desierto, en cuya compañía íbamos muy bien guiados.
Aún gastamos dos semanas en alcanzar la puerta del desierto, que es el lugar que llaman Uladris, y, mientras tanto, fuimos bajando por un palmeral largo con regatillos de agua y huertecillas al que los moros llaman el Dra, donde acampábamos en muy cumplidos corrales que allí estaban hechos de otras veces, una jornada de distancia el uno del otro, y en medio de aquellos corrales se soltaban los fardajes y carga de los camellos y luego los camelleros les daban careo a las bestias, que pacieran y bebieran a placer, de lo que venía el dicho de estar francos como el camello del Tamerlán que sin pena podía pacer donde quisiese. Y esto era porque había que engordarlos un poco antes de entrar en los arenales y por este motivo se iban haciendo las jornadas tan cortas y ociosas.
Y en el sitio que llaman de Garzatate se descubrió que un camellero le había robado a otro un paño chico y ciertos dineros y Mojamé Ifrane, el mentado alcaide de la caravana, los hizo comparecer ante él aquella tarde a la acampada, todo el mundo presente con mucho silencio si no la berrea de los camellos, y los estuvo escuchando (quiero decir al quejoso y al demandado, no a los camellos) y luego hizo venir al verdugo y le mandó que cortara las manos al que había robado y el verdugo se las cortó y le remendó los brazos que no se desangrara y las manos las ataron a un palo largo y las pasearon por todo el corral y campamento pregonando la justicia hecha, y al que había quedado manco lo dejamos atrás, que ya no servía para caravanero. El dicho Mojamé, que tan fieras justicias hacía, era hombre alto y enjuto, de pocas palabras. Nunca levantaba la voz, pero los que con él servían estaban prestos a obedecerlo antes que hablara y ya me fui percatando de que más les valía ser bien mandados.
Cuando llegaba la hora del yantar, que era dos veces al día, al salir el sol y al ponerse, cada uno comía de lo suyo y los moros juntábanse en cuadrillas de siete u ocho para aviar de comer en junto y lo mismo hacíamos nosotros y la comida era mayormente de unas gachas de cierta harina con las que los moros cuecen cecina de oveja.
Mas habiendo flaca despensa en las nuevas tierras que andábamos, el trigo se nos acabó a los pocos días y de allí en adelante hubimos de arreglarnos con lo que los moros comían. Si algo echábamos de menos era el vino y el tocino que por allí, como son moros y gente grosera, no se gastan. A lo que fray Jordi muchas veces decía: "¿Qué puede decirse de una ley que prohíbe a los hombres el vino y el cochino, tan consoladores? Fiera disciplina es ésa y muy contra natura y más propia de las bestias del campo que de las personas a lo que tengo averiguado". Mas a todo hubimos de acostumbrarnos y aquello fue sólo el empezar a penar.
Cuando llegamos al sitio que llaman Zagora vino a mí una junta de ballesteros a pedir licencia para vestirse a la morisca, que es con hábitos holgados hasta el suelo y una venda larga liada a la cabeza por delante, con una vuelta que tapa también los ojos y la boca y que deja sólo una rendija por donde los ojos vean. Y es de ver que en ese atuendo se suda y da frescor con el aire que corre por de dentro y no se masca arena todo el día, a lo que pregunté su parecer a fray Jordi y él dio licencia. Con esto yo solamente pedí que a la vuelta de Castilla no dijéramos que habíamos pasado el arenal en hábito de moro, porque no se chancearan de nosotros los que lo sintieran ni nos pusieran apodos y nombrajos de la morisma, en lo que todos estuvieron de acuerdo teniéndolo por muy bien pensado y discreto. Y así pasamos adelante moriscamente ataviados que también yo, por acercarme más a la ballestería y no señalarme, me puse de tocas blancas y fray Jordi y su lego resistieron dos días más pero a la postre también acabaron sucumbiendo, para el secreto regocijo de todos.
Y de allí a poco entramos en el erial que en lengua arábiga se dice Sajelo y también el camino de la sed y del espanto. Y este que tan lindos nombres merece es un yermo más dilatado que la mar oceana, una extensión pedregosa unas veces llana y otras veces llena de montañas y cerros donde no se crían árboles ni plantas ni verde alguno sino algunas matillas y escaramujos de espinas. Y no hay bicho alguno viviente fuera de algunas sabandijas que no necesitan del agua.
Y éstas son lagartos y víboras y escorpiones y unas pocas hienas y algunos perros montunos que siempre muestran los dientes, como lobos en febrero, y esta suerte de bichos, todos dañinos. Y no hay agua más que en unos pocos pozos a muchos días de camino el uno del otro y éstos son hondos a maravilla y muy celados y dan agua salobre y dura y caliente y si una caravana yerra el camino o encuentra un pozo seco, luego perecen todos, así hombres como camellos, como algunas veces acaece.
Y el primer pozo al que vinimos a dar, después de ocho días de penoso andar por aquellos fragosos caminos y pedregales requemados, fue uno al que llaman Chega, y antes de dar en él pasamos a un día de camino por una cañada donde había muchas osamentas esparcidas así de hombres como de camellos, los cuales en otro tiempo erraron el camino y perecieron, y las de los hombres estaban peladas y blancas, más blancas que las que viéramos cerca del castillo Ferral, donde mi señora doña Josefina vino a mí la vez primera. Y las huesas de los camellos tenían el cuero encima, reseco y duro como parche de tambor, y en pasándolos, Mojamé Ifrane me los señaló y dijo que si aquellos camellos murieran fue porque sus camelleros habían perdido el seso con el sol y la sed y los degollaron para beberles la sangre, que de otro modo ellos hubieran olido el agua y estrechándose un poco hubieran llegado a donde los pozos estaban, sólo que en ellos habrían perecido de no tener quien les sacara el agua y que así de estrechas eran las cosas del desierto, que el animal no vive sin el hombre ni el hombre sin el animal. Lo que tuvimos nosotros por seña de gran seso y razón y muy discreta enseñanza.
Y desta manera proseguimos haciendo nuestra vía cada jornada más penosa y esforzada que la anterior porque, a medida que bajábamos al desierto, mayores eran las calores del día y mayores los fríos de la noche, que es cosa maravillosa de contar cómo en una misma provincia pueden darse tales cambios del riguroso invierno al quemante verano en tan sólo un día. Mas no fue ésta la mayor maravilla que vimos con nuestros ojos. En otro sitio que llaman Dajado había ciertas peñas sueltas, tan grandes que no las abarcaran tres hombres cogidos de las manos, y estaban sobre el suelo de arena y cantos y las dichas peñas van caminando solas así como si fueran caracoles, sin que nadie las toque ni las mueva y van labrando en la tierra un canal hondo por donde pasan a causa de la mucha pesadumbre de sus cuerpos. Y a esto nos dijo Mojamé Ifrane que las tales peñas no son sino las ánimas del desierto que se mueven por entretener los ocios y hacer apuestas y estas ánimas, que en arábigo se dicen "efrimo", unas veces favorecen a los caravaneros y otras no, que son de muy mudable genio y un punto retozones. Y las hay entre ellas algunas machos y otras hembras, así como entre las gentes se suele, y si una hembra se enamora y prenda de un caravanero, ya no lo dejará nunca, más que cuando salga del yermo arenal, y allí quedará, en las lindes del verde, esperándolo a que retorne y lo acompañará de nuevo siempre y estará atenta a si le falta agua o alguna cosa y a señalarle pozos y manantiales secretos si menester fuere y cuáles son los mejores caminos y los que más a salvo llevan de una parte a otra.
Y otra maravilla no chica es que en el desierto, ya que no hay ríos de agua por mengua de manantiales y lluvias, los hay de arena y unos son más grandes que otros y unos principales y otros arroyos de menos monta, como en la tierra de cristianos, y estos ríos se mueven más por la noche que por el día y van discurriendo por entre las peñas y las montañas, y borran los caminos unas veces y otras veces los cambian y alteran, y ciegan algunos pozos y abren otros, y levantan grandes avenidas de arena que van suavemente discurriendo como las olas de la mar, y si te acaece haberte dormido una noche en el cauce de uno de estos ríos, a otro día amaneces tapado de arena que es cosa maravillosa de ver, como si te hubieren enterrado la víspera.
Y aunque los cristianos íbamos un poco afligidos y un mucho amedrentados de tan desolado camino, no osábamos comunicarlo el uno al otro ni tan siquiera al amigo, por no parecer medrosos más que aquella chusma de moros en cuya compañía íbamos, y, haciendo de tripas corazón, como el pueblo dice, seguíamos a la caravana y acomodábamos nuestras costumbres a las suyas, viendo que aquellas gentes, aunque paganas, eran más conocedoras que nosotros de lo que en cada ocasión cumplía hacer, y así comíamos a sus horas y bebíamos a las suyas y si escupían escupíamos y en todo hacíamos lo que ellos, si no que dos veces al día se paraban y se postraban encima de sus esterillas para hacer sus preces a La Meca y cantaban sus oraciones y entonces nosotros nos juntábamos con fray Jordi y oíamos misa y rezábamos devotamente como cristianos y cada uno pedía a Dios en su corazón salir con bien de todo aquello y yo le pedía, además, la pronta tornada por estar al lado de mi señora doña Josefina con cuyo pensamiento iba entreteniendo aquellas soledades, pues nunca de mí se apartaba. E iba yo trazando que de allí en adelante no podría vivir sin ella, pero Dios mediante el Rey nuestro señor me la daría por esposa en premio de mi esfuerzo cuando me presentara de vuelta llevándole no un cuerno de unicornio sino cuatro o cinco. Y yo me prometía tener a mi señora doña Josefina muy alhajada y dichosa de paños y joyas como reina, con lo que todas sus parientas y vecinas vendrían a mirarla con envidia en sus corazones. Y en estas ensoñaciones iba yo muy consolado y cobraba ánimos para el camino.
El primer lunes del otro mes llegamos al sitio que llaman Silete y allí acampamos y una sabandija picó a uno de los nuestros que se llamaba Juan García y era de una villa cerca de Toledo, muy buen ballestero, y aunque el físico de las llagas le sajó la pierna por la picadura y lo sangró bien por sacarle la ponzoña, luego la carne le fue subiendo como la de un buey y se le puso toda negra y se le vidriaron los ojos con grandes calenturas y se le secó la boca y por más pomadas que fray Jordi le untó y más destilaciones que le dio a beber y más oraciones que hicimos, no hubo remedio y el hombre murió. Y éste fue nuestro primer muerto en tierra tan extraña, de lo que hubimos gran pesar y tristeza por tenerlo en agüero de los que después habrían de venir, y cuando entramos en Silete no nos alegramos, aunque muchos días lo habíamos esperado como a regalo.
Y es este Silete un vallecillo donde hay siete pozos y algunas palmerillas chicas que han crecido en derredor, y algún verdor, poco, muy mordido de cabras y camellos, y hay algunas casillas de barro muy míseras y muchos muros caídos y tapias de haber tenido algún pueblo en otro tiempo mejor. Y allí paramos y posamos al amparo de unas tapias y nos detuvimos dos días para que el ganado se repusiera un poco con el agua. Y al segundo día vinieron los targui, que son aquellos malandrines del desierto a los que es forzoso pagar por cruzarlo, y, aunque no eran más que treinta y pocamente armados de medias espadillas, Mojamé Ifrane les hizo mucho agasajo y ceremonia y se entró en su tienda con el que parecía el mandamás de ellos, que era un hombrecillo enjuto de blancas y pocas barbas. Y allí estuvieron haciendo sus acuerdos y parlas y luego salió el mayordomo de la caravana que con ellos entrara y mandó cargar ciertos paños y algunas trébedes y ollas y sal y pertrechos en los camellos de los targui, que ése era el portazgo y tributo por pasar adelante. Y esto acabado luego se fueron muy saludadores y derechos en sus sillas. Y lo que más era de ver fue que las cabezas las llevaban liadas en vendas negras muy luengas y que el sudor las despintaba y les ponía la cara antes azul que de otro color y también las manos, del mucho llevarlas al rostro cuando hablan, y ese teñido y afeite lo tienen a gala y para que no se les borre y pierda no se lavan nunca, lo cual debe ser también por la mucha mengua de agua que en el arenal se padesce, que hasta los moros han de hacer sus abluciones, cuando rezan, con polvo y no con agua. Y certifico que al salir de aquel erial, después de dos meses de muchas estrechuras y dificultades, olíamos ya derechamente como los camellos. Mas no fue la mengua de agua la peor lacería que nos estaba aparejada, como luego se verá.
Y en este Silete mandé hacer oficio por el ánima del dicho ballestero finado y esto así acabado y concluido partimos de allí y seguimos adelante por aquellos rastrojos, siempre sufriendo como buenos y esforzados las muchas y grandes calores. Y jurándolo por mi fe, porque me crean cristianos, certifico que no hay lugar más desolado y desapacible en la tierra que aquel arenal de los moros. Donde la hora del mediodía dura hasta casi la noche y el calor como la boca del horno abierta aflige y estrecha a hombres y bestias y es tan ardoroso el sol que la sombra se achica y el lumbror que levanta del suelo es como un humo y las piedras queman y quema el cuero y las hebillas y fierros dan vejigas y úlceras si se tocan por azar y el sudor va dejando una salecilla espesa como arena y el moco se seca en las narices y la garganta quema al echar las palabras. Mas, por cesar de prolijidad, dejo de explicar menudamente los actos que por el arenal pasaron.
El primer domingo del otro mes llegamos a un cerro grande que llaman Zeriba y desde su cumbre, que es muy pedregosa, se veían enfrente unos montes coronados de nubes, muy lejanas, como a tres días de camino, y en llegando a este lugar hubo gran algazara y grita en la caravana y hasta algunos camellos dieron berrea, en señal de contento, y vinimos a saber que detrás de las montañas aquellas estaba la primera ciudad del país de los negros que es una muy grande y famosa de nombre Tomboctú, de lo que hubimos gran placer y contento y fray Jordi salió de unas fiebres en que iba muy postrado y cobró ánimo y se vino a donde Andrés y yo caminábamos y propuso que aquel día se dijeran tres misas en lugar de la una acostumbrada y que se cantara un "Te Deum Laudamus" que entonamos todos los cristianos con mucha devoción y puestos de hinojos pues, ya salidos de aquellas privaciones y miserias, pensábamos que lo que viniera adelante sería cosa fácil y cumplidera de hacer.
Y después desto, ya con más ánimo, seguimos caminando los otros días y al quinto, que fue viernes, ya nos parecía ver la raya del horizonte con un blancor que sería el de los muros de Tomboctú, y a otro día vinieron a nosotros las gentes de aquella ciudad, mostrando tan grande placer y alegría de la venida de la caravana como suelen en Castilla hacer cuando comienza a llover si por algún tiempo las aguas son deseadas y se han detenido. Y ya metidos en medio del ruido y muchedumbre, entramos en Tomboctú y hallamos que allí no había muros blancos ningunos como pensábamos sino que una nieblecilla que las calores levantaban del suelo nos había engañado.
Tomboctú es una ciudad grande más que las nuestras suelen ser aunque, como la tierra es parda tirando a bermeja y las casas son todas de tapial malo y cañas y ramas y tienen en sus vejeces el mismo color de la tierra a la que vuelven disolviéndose y desmoronándose, es difícil decir dónde la ciudad empieza y dónde acaba el campo y la gente que la habita ha desertado de los arrabales y vive en medio, y alrededor hay muchas collaciones de casas y calles enteras menguadas y despobladas y arruinadas donde habitan hienas y otras alimañas y algunos malhechores hallan refugio. En esto se conoce estar muy disipada y destruida y haber sido más ciudad antes de lo que era cuando nosotros llegamos a ella.
Y los negros que allí habitan son tantos como los moros y otros cuarterones cruzados de ellos que no se sabe bien si tienen más de moro que de negro y todas las casas son igualmente pobres y no se ve a nadie más rico que el vecino, sino que todas parecen gente de poco pelo y venidos a tanto decaimiento y quebranto que no es cosa de poderse creer. Mas, a lo que pronto supimos, al país le llaman Chongay y por las jornadas de camino que iban de una ciudad a otra calculamos que sería más grande que Castilla y de hechura cuadrada y en cada esquina dél una ciudad, a las cuales ciudades llamaban, además de la nombrada Tomboctú, Gao, Salé y Genne. Y el Rey y los mandamases vivían en Gao muy encubiertamente y allí no podían ir los moros so pena de morir a manos del verdugo. Y Tomboctú era solamente el sitio donde se juntaban las caravanas y allí llevaban los negros sus mercaderías de esclavos y oro y marfil y pieles y nueces de cola. Estas nueces de cola son muy apreciadas entre los moros porque sus raspaduras dan calor al corazón lo mismo que el vino hace a los cristianos. Y a cambio de todas estas cosas, los negros solamente quieren sal y mucha sal y algo de paños y otras cosillas, en lo que se hecha de ver la gran necedad de esta gente que cambia lo mucho por lo poco y la sal por el oro.
Cuando llegamos a Tomboctú paramos en un corral grande, el más grande que nunca se viera, que estaba enfrente de una plaza que allí hay y dejamos fuera a gran copia de negros que salieron a vernos. Los cuales negros iban desnudos y en cueros si no fuera porque llevaban sus partes tapadas con un paño que apenas alcanzaba a vedarlas.
Y echamos de ver que las partes de los negros son más luengas que las de los cristianos y aun que las de los moros, en lo que hubimos no poco pesar, sólo que a Inesilla se le alegraban los ojos y Andrés la miraba severamente, mas ella decía que estaba alegre porque ya habíamos salido de las estrecheces y fatigas del desierto y no por otra cosa.
Y luego que hubimos aposentado nuestros fardajes y camellos y pertenencias en un lado del corral grande que el mayordomo de la caravana nos señaló, dejamos con ellas mucha guarda de ballesteros y los demás salimos con los otros y nos juntamos a los moros que iban muy desenfadadamente para donde decían que había un río. Y a dos tiros de ballesta de allí vimos mucha arboleda muy verde y muy espesa y alegre y detrás de dicha arboleda corría turbio y manso el río más grande que nunca se viera, ancho a maravilla que parecía pariente de la mar, tan ancho o más como el Guadalquivir cuando ya se llega cerca de la mar oceana, pero más sosegado de corriente y espeso de aguas. En el cual río nos metimos a bañarnos con gran algazara y grita y fiestas y era gran muchedumbre de caravaneros los que a un tiempo se bañaban estorbándose unos a otros y jugando con las aguas, y las aguas, que de ordinario bajaban pardas, tornáronse grises y aún más oscuras, como si ceniza hubieran, de la roña que los bañistas íbamos dejando en ellas. Y en esto y en descansar y holgar de músicas y ferias se nos pasó el día muy ligeramente. Y de las grandes panzadas de agua que bebíamos de una fuente generosa que cerca de la plaza está, los vientres se desataron y luego los más de nosotros quedamos muy quejosos de mal de vientre con grandes retortijones y salida de gachuelas aquella misma noche. Lo que produjo gran contento y burla de los otros, a los que sólo se les manifestó el mismo mal a la mañana siguiente. Con lo que ya todos quedamos muy bien servidos.
Es cosa de mucha enseñanza cómo Mojamé Ifrane, después que hubimos entrado en el arenal, ya no castigó a ningún caravanero por hurto o falta sino que puntualmente iba dictándole las faltas habidas al mayordomo y escribano que con él iba para el asiento de las mercancías. Y en llegados que fuimos a Tomboctú, se dio pregón y el escribano fue diciendo los nombres de los que habían merecido castigo y ellos fueron saliendo del corral grande y les iban poniendo grillos de los que por aquella parte comúnmente se usan para prender esclavos, que no son de hierro sino de madera y alambre. Y luego que los hubieron sacado a todos, que serían como treinta o pocos más, Mojamé Ifrane fue diciendo el castigo que había de darse a cada uno de ellos y que era de latigazos, menos uno al que le cortaron una mano. Y luego los desnudaron y vinieron los capataces con látigos de cuero, muy fieros, y les azotaron las espaldas con ellos, en medio de la plaza pública, con gran concurrencia de gentes así de negros como de retintos y moros. Y los penitenciados daban recios alaridos y sollozos, sin cuidar la gravedad que a varón conviene, que les estaban dejando los huesos del espinazo al aire. Y era cosa muy fiera de ver cómo les caían las tiras de carne al suelo y sangraban como cochinos en mesa de matarife.
Y al final del castigo les pusieron en las espaldas ciertas hierbas majadas que cortan la sangre y paños mojados y los llevaron a la sombra y les acudieron con agua de que bebieran. Y de todos ellos murieron dos del castigo y los otros quedaron muy marcados en las espaldas. Sobre esto es cosa muy común entre los negros ver espaldas llenas de rayas blancas y cicatrices que son de penitenciados, donde los humanos yerros se pagan caros.
A otro día de mañana acudieron los caravaneros al corral grande donde había puesto un chamizo de hojas y ramas para que Mojamé Ifrane estuviera regaladamente a la sombra y allí les fueron dando la paga de haber cruzado el arenal y la dicha paga se les da en sal o en alambre de cobre y luego ellos la comercian con los negros, cada uno por su lado, y así llevan también su ganancia. Y en esto Mojamé Ifrane me llamó y me dio tres sacos de sal por encargo del Miramamolín, que así se lo había asentado antes de partir. De lo que quedamos todos muy contentos y agradecidos y yo hice repartir la sal a partes iguales entre los ballesteros y peones y cada cual se fue a gastar su parte alegremente como mejor quiso.
Los dos primeros días de nuestra llegada montamos las tiendas en nuestro lado del corral y allí dormimos con los otros. Mas era tanta la multitud de gentes que entraban y salían y el alboroto de los camellos que allí estaban y la gran pestilencia del aire, porque nadie se cuidaba de sacar el estiércol del ganado ni estercoleros había ni albañales para hombres o bestias, que se dormían mal y con mucho ruido y molestia. Así es que luego acordamos mudar y buscando por la parte del río, por tener más acomodo con el agua, dimos con otro corral largo como tiro de ballesta de pico a pico, con tapia de tierra pisada, caído por un lado, que parecía a propósito para nuestro acomodo. Y tomando licencia de Mojamé Ifrane nos mudamos a él y allí montamos nuestras tiendas y acomodamos a los camellos y reparamos los portillos que en la tapia había con mampuestos y ladrillos crudos que tomábamos de otras casas arruinadas. Con lo que quedamos contentos y muy aposentados. Y luego establecí que no salieran a la ciudad hombres solos sino en cuadrillas de a diez por lo menos, y esto fue por excusarnos de las muertes y puñaladas y ruidos que cada día había en las callejas y entre las tapias, por causa de que no habiendo allí mas vida que la que traen las caravanas, concurría gran muchedumbre de gentes que iban creciendo de día en día, sin bocado que llevarse a la boca, y era de ver cómo eran capaces de echar a un hombre las tripas fuera por robarle un puñado de sal.
Y cada día venían más negras que negros y supimos que todas las mujeres de los pueblos de alrededor se hacían putas cuando llegaba caravana y estaban en Tomboctú hasta que era otra vez partida, con lo que regresaban a sus casas y a sus maridos e hijos asaz ricas y contentas ya que no muy honradas. Y vinieron ballesteros contando cómo habían yacido con negras y retintas y alabando mucho que era muy placentero. Y picado de la curiosidad fuime yo a probarlo y lo probé y hallé que era como hacerlo con mujer blanca, sino que las negras tienen sus partes más prietas y calientes por dentro y les huelen no a pescado pasado, como a las blancas, sino más bien a cecina de carnero rancia. Y tienen los pendejos de esa parte muy rizados, que más parecen bolitas de roña que pelo y no pierden esa hechura por más que se laven, aunque tampoco se lavan tanto.
Y habiendo tantas mujeres ofrecidas, no cobran mucho por yacer sino que con un puñado chico de sal van muy contentas y pagadas y aun piensan que el que se lo dio, siendo blanco y poco conocedor de los usos de la tierra, queda engañado. Y corren a esconderse entre la muchedumbre de la gente pensando que luego le va a pesar su liberalidad y largueza y va a ir detrás de ellas para reclamar la mitad de la sal. Y otra cosa maravillosa y digna de nota es cómo entre los negros hay dos o tres rostros y no hay más, no como entre los blancos que cada uno tiene su cara y por mucho que se busque no se encuentran dos iguales, como no sea en hermanos del mismo vientre. Por eso, los negros, para distinguirse entre ellos, van todos marcados de un modo u otro y unos tienen cicatrices en el rostro, que ellos mismos se hacen cuando son niños como si se bautizaran, y a otros les falta un dedo o media oreja o están señalados de pedradas o tienen un chirle o alforzas de látigo y otras señas igualmente buenas. Y es de notar que todos traen buenos dientes y muy blancos. Esto será del poco uso que dellos hacen, porque no tienen mucho que comer. Y tienen poca barba y las narices anchas en desmesura por lo que son buenos oledores, y los labios gordos más que es menester, con los que dan muy cumplidos besos. Y las mujeres jóvenes tienen más tetas y más enhiestas que las blancas así como caídas para arriba, y los hombres tienen, como queda dicho, su miembro más largo y esto debe ser porque desde que son niños lo llevan más suelto y volandero y no tapado y frazado entre paños como por discreción solemos llevarlo los cristianos y sobre ello más ligeramente hacen uso dél, siendo gente grosera y dada al fornicio y no sujeta al temor de Dios.