38097.fb2
El primer domingo de marzo hallamos un pozo con brocal grande de piedras en derredor y una vereda. Y acordamos seguir aquel camino y al poco trecho vimos algunas mujeres negras vestidas de largas tocas y fuimos a ellas y cuando estaban a un tiro de ballesta les dimos voces que éramos amigos, en la parla de los negros, y les hicimos señas. Mas ellas no entendieron y se alborotaron y escaparon con mucho susto y nosotros seguimos por la vereda adelante donde, a poco, dimos en un llano donde se descubrían más de cien chozas redondas con las paredes de barro y el techo de caña, como algunas que hacen los pastores en Castilla.
Y en torno a las chozas había una cerca baja de barro, menos que tapia, que no llegaría al pecho, buena para que no entraran animales al pueblo mas no para defensa de hombres. En lo que conocimos que sería pueblo de gentes pacíficas y así nos íbamos acercando cuando la gente se fue saliendo al camino en gran muchedumbre, todos negros de la negrura y tinte del traidor Boboro. Mas como venían mujeres y niños, nada temimos, sino que concertadamente y en buena ordenanza seguimos adelante. Mas yo dije que los traseros que en la zaga marchaban llevasen armadas las ballestas por si acaso. Y en llegando a tiro de piedra los negros se detuvieron y el que parecía mandamás de ellos se adelantó.
Y éste era un viejo liado en una manta y con los pelos pintados de alheña y abiertos como melena de león. Y levantó una mano, que es señal de amistad entre aquellas gentes, y los que venían detrás, que venían gritando muy extraños gritos, se callaron luego. Y es de ver que entre los negros hay muchas tinturas y pelajes pero todos tienen la misma costumbre de gritar cuando se juntan muchos que no parece sino que los estén despellejando. Y también patalean mucho sobre el suelo levantando grandes polvos. Y fray Jordi creía que, por causa desta costumbre, les han ido agrandando los pies y hasta ensanchando las narices, pues, cuando hacen fiesta festejada, se meten en muy recios polvos donde no podemos respirar los cristianos pero ellos sí respiran como digo, por la anchura de las narices.
Y luego que llegamos a medio tiro de piedra, se pararon los negros y nos paramos nosotros y se adelantó el mandamás y nos adelantamos Paliques y yo. Y Paliques temblaba algo. Y en llegando al negro yo le hice el saludo morisco que pensé que lo entendería, y éste es poniendo la mano derecha en el pecho y luego en la boca y luego en la frente. Lo que quiere decir que mis sentimientos y mis palabras y mis pensamientos están contigo y es la cosa más mentirosa y embustidora que nunca se viera, pues sabido es que cuando un moro te lo hace es mejor que no te fíes de él. Hícelo yo, por ver si el otro entendía, y él entendió y lo hizo también, por donde ya nos percatamos que había tenido trato con moros. Y luego habló Paliques y el otro entendió y Paliques dijo qué recado nos traía al país de los negros y cómo éramos criados del Rey más grande de los cristianos y cómo veníamos en pos de un animal llamado unicornio. Y el viejo todo lo entendió menos lo del unicornio, de lo que yo hube no poco pesar. Mas en eso se volvió y dijo algo a los que atrás quedaban y ellos se apartaron haciendo calle y pasamos por medio de la muchedumbre y nos pareció que eran gente respetuosa y algunos dellos alargaban la mano como niños temerosos y tocaban nuestras carnes, que nunca las vieron tan blancas, y pensaban que era ilusión o que las traíamos pintadas de polvos de albayalde y se maravillaban mucho de que fuera aquélla nuestra color natural. Y otros se espantaban de las barbas y subían manos a mesárnoslas mas yo di orden de que nadie lo tomara a ofensa pues la negrada no entendía lo que era en Castilla mesar barbas y que en esto debíamos consentirlos sin tomar ofensa, como se lo consentimos a los niños, y los ballesteros en todo fueron obedientes sino aquel Pedro Martínez, "el Rajado", que venía refunfuñando que yo los ponía en grandes peligros por tener las cosas en poco y que él no sufriría que le mesara las barbas ni su padre. Mas, por suerte, ningún negro le puso mano a las suyas porque las tenía ralas y entrecanas y le hacían una cara de catavinagres que a nadie, por más negro que fuera, apetecería llegarse a su rostro. Y con esto pasamos adelante y fuímonos entrando por entre las chozas y llegamos a una plaza que en medio dellas se hacía y a un lado de la plaza había una casa grande hecha del mismo adobe y cañas trenzadas que las otras, pero mucho más alta, que parecía iglesia si no hubieran sido los negros gente pagana, y enfrente della estaba una choza más ancha y muy adornada de abalorios y pieles curadas, que conocimos ser la posada del Rey. Y paramos delante y el Rey de aquellos negros salió a vernos y era el hombre más gordo que jamás se viera, que casi no podía andar de las mantecas que le colgaban del culo y de los brazos, y la panza la tenía no más chica que tonel de quince arrobas, y la papada le hacía tres pliegues en la sotabarba y le descansaba en el pecho, y las tetas las tenía como ama de leche. Y todo esto lo vimos porque, fuera de algunos adornos de ciertas cañas pintadas y marfiles, el Rey de los negros venía del todo desnudo y en cueros como su madre lo parió, menos un pañizuelo que alcanzaba a taparle las vergüenzas. Y el viejo que nos había traído dijo que aquél era el Rey Furabay, pero nosotros de allí en adelante lo llamamos el Gordo haciendo merced de que a los Reyes no es ofensa llamarlos por apodo. Y el viejo era su médico y su consejero y canciller y se llamaba Cabaca. Y le dio parla al Rey de quiénes éramos y del recado que traíamos y el Rey me hizo seña que me acercara a él y luego me estuvo gran pieza mesando las barbas y palpándome los brazos y acariciándome el pescuezo con aquellos sus dedos sebosos y suaves como negras butifarras o morcillas, y yo me dejaba hacer con paciencia y disimulaba el asco. Y detrás del Rey Gordo salieron hasta cuatro mujeres muy liadas en tocas de muchos colores y con el pelo muy trenzado en trencillas chicas como cordel y adornado de prolijos modos. Y dos de ellas eran gordas casi tanto como el Rey, pero las otras dos eran jóvenes y de armoniosas y justas carnes y Cabaca dijo que aquéllas eran las mujeres del Rey Gordo y fue diciendo los nombres dellas, sólo que yo sólo me quedé con los de las dos jóvenes que eran Asquia y Duma. Y las dos se parecían como hermanas porque, como ya dejo dicho de otras veces, entre la gente negra hay menos caras que entre la blanca, sólo que Asquia tenía el mirar más alegre que la otra y alargó un brazo como si titubeara si tocarme el pescuezo o no y yo le compuse mi semblante amistoso y ella se rió con una muy alegre y prometedora risa y el Rey Gordo se rió como invitándola a que me tocara y con esto ella tuvo licencia y me pasó la mano cálida y suave por el cuello, de lo que me subió un temblor por el estómago arriba y quedé muy confortado y los otros ballesteros muy envidiosos después del regocijo que habían tenido cuando el Rey Gordo me palpó como a caballo en feria. Y con esto dio plática el Rey Gordo, la cual entendió Paliques, y era que no sabía qué regalo habíamos traído para él, porque es costumbre del país que las visitas se hagan regalos y en esto los negros tienen los mismos malos usos que los blancos y yo, no sabiendo qué darle, determiné entregarle aquel vestido que me regalara mi señor el Condestable y que llevaba en mi hato de ropa estorbándome ya y sin habérmelo puesto desde que entramos al arenal. A la vista estaba que en el país de los negros no iba a encontrar ocasión de lucirlo y así lo saqué de su talega y se lo entregué y él lo tomó a gran merced y lo miró por muchos sitios y se reía como niño con vejiga y, aunque nunca se lo podría poner, por su mucha grosura, lo metió para su choza con grandes muestras de placer. Y en estas y otras pláticas sobre nuestro país y familias gastamos el tiempo hasta que el Rey Gordo, que mucho no podía estar de pie, nos despidió y nosotros fuimos con Cabaca y toda la otra gente a unas chocillas que allí cerca estaban, donde nos aposentaron muy bien aposentados, que era de mejor habitación que a lo que estábamos acostumbrados, y nos trajeron de comer gachas de mijo y frutos de diversas clases y nos hicieron muchas honras y fiestas y nos ordenaron muchos placeres y luego se fueron para que descansáramos.
Cuando pasamos una semana entre aquellos negros, determiné pasar adelante con guías ciertos hasta el país de los leones, donde Cabaca nos decía que estaría aquel unicornio por el que veníamos preguntando y que él nunca viera. Pero luego se fueron trabando distintamente las cosas, de manera que hubimos de estar con ellos sin movernos del sitio por más de un año. Y aunque esto se hizo muy en contra de mi voluntad, que yo sólo pensaba cada día en servir al Rey nuestro señor y en tornar pronto a Castilla, ahora diré como se aparejaron las cosas.
Llegó la Pascua, y los ballesteros no la festejaron como cristianos con penitencias y cenizas y ayunos sino que cada día ballesteaban y comían carne y se refocilaban con las negras muy desahogadamente y fray Jordi me venía con quejas que del lujurioso y vil acto los cuerpos son debilitados, según los autores de medicina ponen por cuento, y que el que a la tal delectación se da en gran cantidad pierde el comer y aun acrecienta por ardor y sequedad del fuego en el beber, como todo violento movimiento sea causa de sequedad y todo, sequedad y aductión, causa de destrucción, mas ni yo ni los ballesteros hicimos oído de lo que sabiamente se nos advertía, y Dios nuestro señor fue servido castigar nuestra impiedad con unas bubas que nos salieron por todo el cuerpo como viruela y se iban hinchando y reventaban y salía de ellas pus que hedía mucho y por la parte de las ingles se hinchaba la carne hasta no dejar que el aquejado anduviese ni osara ponerse de pie siquiera para hacer sus necesidades, y otros bultos salían en el pescuezo y los ojos se pegaban de legañosos. Y esta peste era conocida de los negros, sólo que ellos la sufren en su corta edad y mueren muchos niños della. Y de los nuestros murieron, en dos meses, catorce hombres, entre ellos Federico Esteban, el físico de las llagas, y el lego que servía a fray Jordi con lo que solamente quedaron dieciocho ballesteros; y Andrés de Premió también estuvo enfermo mas no murió y fray Jordi cada día ensayaba conocimientos y unturas y pomadas, mas no hubo manera de dar con el remedio y medicina porque las yerbas necesarias no se criaban allí, según decía, sino en ciertas partes de Cataluña y del país de Provenza, con lo que quedamos muy informados pero poco aliviados. Y en todo este tiempo el Rey Gordo nos trató muy bien y cada día nos mandaba comida de la suya y todas las cosas que para nuestra despensa eran menester muy cumplida y abundosamente. Con lo que quedamos muy agradecidos y por más obligarlo le regalé los tres camellos que estaban todavía con nosotros y que él mucho miraba y los otros fardajes y tiendas, que ya se veía que de nada nos habrían de servir en el país de los negros sino de estorbo. Y en llegando la fiesta de todos los Santos, yo mandé hacer oficio por las ánimas de todos los finados y los días siguientes hicimos misas por cada uno de ellos y todos las oíamos muy devotamente.
Y en este año que forzosamente estuvimos en aquel lugar, algunos aprendimos a chapurrear un poco la parla de los negros y nos maravillamos de los usos y costumbres de tales gentes. Y aquellos negros hacían boda de muchos mancebos con muchas doncellas, de manera que nunca se supiera de quién los hijos nacidos eran, sino que algunos nacieron más claros y mulatos y cuarterones y ésos eran hijos de los ballesteros, y hasta Inesilla parió aquel año de Andrés, mas el hijo que tuvo murió de allí a poco. Y fray Jordi amistó mucho con el viejo Cabaca y los dos mutuamente aprendieron de lo que el otro sabía de yerbas y cocimientos y ensalmos. Y salían juntos a donde los árboles más espesos estaban en busca de sus raíces y hojas y remedios. Y yo hice amistad con el Rey Gordo y cada día iba a verlo y le hacía ceremonias cortesanas de las que usábamos en Castilla, que es cosa probada que la lisonja a todo el mundo halaga y toda voluntad doblega, sea de una u otra color, y el Rey Gordo me regalaba cada día y me preguntaba lo que yo sabía de las estrellas y del arenal y de los barcos y naos que navegan por la mar, que él nunca viera, y sobre el Rey de Castilla y de las guerras que traemos con los moros y de todo le iba dando yo cuanta puntual según mejor podía. Y aunque hablara con él yo siempre tenía puesta las mientes en aquella Asquia su mujer, de tetas y muslos tan firmes que me tenía comido el seso, y sólo pensaba en ella cuando me acostaba con alguna de las otras negras del pueblo y hasta se me representaba en sueños cuando dormía, sólo que entonces, cuando iba a llegarme a ella como varón a mujer, la dicha Asquia se iba empequeñeciendo y menguaba como si fuera niña y luego más aún como muñeca cocida y luego más, hasta tornarse tan chica que no se podía ver, con lo que, aun siendo todo sueño, quedaba yo muy burlado y escarmentado de mis lujurias.
Mas no acabó el año sin que ella y yo nos encontráramos en los árboles, metidos en lo espeso de aquellas frondas, para dar franquicia a mi masculino ardor haciendo lo que hombre con mujer. Y esto repetimos muchas veces, que ella venía a buscarme porque tenía gran placer y curiosidad en hacerlo conmigo.
Y así pasó el año y a veces hablaba yo con Andrés de Premió y con fray Jordi de que era cosa de ir pensando en proseguir la busca del unicornio.
Y ellos eran en esto de un acuerdo conmigo. Y así determinamos que cuando moviera el pueblo de los negros, moveríamos también nosotros por otro lado, para seguir nuestras pesquisas.
Y sobre lo de mover el pueblo de los negros hay algo que explicar.
En el país de los negros la gente es tan poca y la tierra tanta que el campo no tiene valor alguno y es como el aire entre nosotros o como el mar.
Y por esta causa cada hombre puede tener toda la tierra que quiera, que lindes no hay, y sólo tiene que caminar hasta donde no haya otro y quemarla y rozarla y cavarla y sembrar en ella. Pero, como los negros son por su naturaleza poco inclinados al trabajo, la labran mal y luego que da dos o tres cosechas, se agota porque no le echan estiércol ni la riegan ni la cavan honda ni le hacen barbecho como acá entre los cristianos se usa. Y así tienen luego que abandonarla y seguir a otra parte en busca de tierra nueva que dé cosecha. Con lo cual los pueblos de allá no están quietos como en Castilla sino que cada pocos años se mueven y las gentes por esta causa andan siempre con la casa a cuestas hoy aquí y mañana allá y viven en chozas y no saben labrar casas de ladrillo ni piedra ni levantan tapias como nosotros, ni arrecifes ni caminos.
Cuando fue llegado el momento en que el pueblo del Rey Gordo había de moverse en busca de tierras nuevas, le pedí licencia y me despedí, que nosotros habíamos de seguir por otro camino en la busca del unicornio. Y el Rey Gordo y su pueblo se apartaron de nosotros con muestras de mucho pesar y grandes lágrimas y plantos y nos dieron regalos de lo poco que tenían.
Y Cabaca dio a fray Jordi un collarillo de cuentas y semillas de mucha virtud. Y fray Jordi le dio a él una cruz, que el otro se puso al pescuezo con los otros adornos, y yo no sé si entendería qué era, porque fray Jordi, después de lo de Tomboctú, había quedado muy escarmentado y avisado y ya no bautizaba a nadie ni hacía por explicar la doctrina cristiana a los negros. Y el día de antes de la partida, Asquia me dio una taleguilla de polvo de oro que ella sabía que el oro era cosa muy apreciada para los blancos y yo tuve gran pesadumbre de no tener cosa que darle porque ya nada tenía aparte de los pobres harapos que me cubrían y las armas.
Habíamos caminando dos jornadas hacia la parte del Septentrión cuando otro día, viernes, dos días de julio, levantámonos de mañana y hallamos que Pedro Martínez, "el Rajado", y otros cinco ballesteros que eran muy amigos suyos y siempre andaban en su obediencia y conciliábulos, se habían ido de noche y se habían llevado trece ballestas, tres espadas y la poca sal que nos quedaba y un poco oro que algunos teníamos. Y yo hube gran enojo de ello, mas no sabía si seguirlos que Sebastián de Torres y Ramón Peñica, los rastreadores, decían que el rastro estaba fresco y era fácil pero tiraba para el Mediodía, o si seguir nuestro camino adelante sin ellos. Y hube luego consejo y determinamos seguir sin ellos. Y por las hablas que los otros ballesteros juntaron averiguamos que se habían partido a buscar el país del oro del que estaban muy informados por los negros.
Los cuales decían que el oro venía de un sitio del Meridión distante cincuenta jornadas de camino y este sitio se llama Faleme en la parla de los negros y allí hay un gran río y altas montañas y los negros que habitan aquel país se llaman bambukas y no tienen trato alguno con sus vecinos.
Y los que allí iban a comprar oro llevaban cargas de sal y el comercio se hace de la siguiente manera que diré: llegan los mercaderes con la sal y la dejan en una plaza grande que cerca del río se hace, en montones del peso de la que un hombre puede llevar.
Y luego retíranse al otro lado del río y esperan. Entonces salen de entre los árboles y matas los negros bambukas y van a la sal y la miran y ponen una esterilla con un puñado de polvo de oro al lado de cada montón de sal y se retiran a sus árboles. Entonces vuelven los mercaderes de la sal y tornan a pasar el río y miran el polvo de oro que los otros dejaron y, si les parece suficiente, lo toman y si no se retiran al otro lado del río como la vez primera, sin tocar nada.
Vuelven los bambukas y viendo que el oro sigue allí dan muchos gritos y se arañan el pecho como si hubiera ocurrido gran desgracia y luego añaden un poco más de polvo de oro al que pusieron y se retiran otra vez. Y así se repite el toma y daca hasta que los negros están conformes y retiran el oro. Pero algunas veces sucede que los bambukas se molestan y retiran el oro que pusieron. Entonces los otros han de tomar su sal y todos esperan al día siguiente para volver a empezar el trato.
Con esto seguimos nuestro camino que no era ninguno cierto, puesto que, por donde íbamos, no vivía nadie, según notamos, por lo confiadamente que podíamos acercarnos a las manadas de ciervos y venados y otra carne de monte que por allí se cría, y fuimos saliendo de las espesas arboledas, donde había grandes serpientes y muy fieros mosquitos que mucho ofendían, y un calor de sofoco y mucha agua en el aire así como si cerca hirvieran calderas, y llegamos muy menguados a las treinta jornadas de marcha al sitio que llamaban los negros Calope. Y ésta era una vega llana donde se perdía la vista sin topar con montañas u otra cosa y tenía un yerbazal muy alto y amarillo y pocos árboles y éstos muy derramados y de buen cobijo y por allí seguimos con más comodidad, ballesteando carne y habiendo placer y estábamos nueve blancos y treinta negros que el Rey Gordo nos diera para acompañamiento y criados, y ellos venían de muy buen grado por el poco peso que entre todos repartían y la mucha liberalidad y franqueza que con ellos usábamos.
Y en aquel llano ya vimos leones, que no osaron acercársenos, y otros animales grandes y fieros y elefantes y muchos burros rayados de los que viéramos la otra vez, por lo que nos alegramos pensando que ya estábamos cerca del sitio donde pastan los unicornios. Y apretábamos el paso si podíamos por acortar jornadas. Mas una mañana divisamos lejos una como caravana de negros y en acercándonos vimos que no era pueblo en marcha como pensábamos sino soga de esclavos que los llevaban cautivos y no había entre ellos blancos ni moros sino tan sólo unos negros llevando a otros. Y ellos al vernos se pararon y se pusieron en junto y los guardas que los llevaban levantaban las varas y daban grandes palos en las cabezas de los cautivos para que se echaran al suelo y los tapara la yerba y yo me adelanté con tres ballesteros y Paliques a haber parla sobre qué sitio era aquél y por dónde habría unicornios mas, antes de que llegáramos a donde estaban los guardias, que serían como cincuenta, ellos dieron gran grita y tiraron de sus venablos y gran copia de flechas sobre nosotros. Y a un ballestero que se llamaba Cristóbal de Nicuesa le pasaron el pecho y le salió el hierro por la espalda y murió luego y a Paliques le rebotó una flecha que venía sin fuerza en la chaquetilla de cuero.
Y vista la traición y felonía, corrimos atrás dando una gran vocería por avisar a los otros. Y el de Villalfañe que lo sintió tocó la trompeta muy reciamente a degüello y los ballesteros dieron grita de ¡Enrique, Enrique, Castilla y Santiago! y vinieron con las ballestas armadas e hicieron una salva de la que pasaron a diez o doce negros de los guardias. Y de esto hubieron los enemigos gran espanto, pues nunca vieran un tiro de ballesta que desde tan lejos hiere tan acertadamente y mata, y alzaron las manos con mucha grita y tiraron al suelo venablos y flechas en lo que entendimos que se daban sin lucha y así formamos línea y abiertamente nos acercamos a ellos con las ballestas por delante y mandé a nuestros negros que fueran a soltar a los cautivos que en el suelo quedaban. Y en soltándolos luego ellos se fueron contra los guardas y los mataron a todos muy crudamente con piedras y con palos y clavándoles flechas como si navajas fueran. Y nada hicimos nosotros por contenerlos.
Y luego que hubieron matado a sus guardas vinieron a nosotros y se tiraban a tierra y nos besaban los pies y nos abrazaban nuestras rodillas y derramaban muchas lágrimas y daban alaridos no sé yo si de contento o por mostrar gratitud. Mandé a Paliques que tuviera parla con ellos y Paliques probó una parla y luego otra y luego otra, de las chamullas de los negros que tenía aprendidas, mas ninguna cuadraba bien y en ninguna era entendido. Mas luego vino uno de los negros que nos diera el Rey Gordo, el cual sí pudo entenderlos y por su intermedio supimos que venían de un sitio que llaman Garrafa y que estaba para la parte del Meridión y que aquellos negros que los llevaban cautivos eran de los chongai sus enemigos y los habían prendido para venderlos como esclavos y que ahora que los habían muerto era mejor huir todos para su tierra pues tenían por cierto que cerca de allí había muchos más de aquellos enemigos muy fieros y armados, en un sitio donde hacían juntas de cautivos antes de pasar con ellos adelante a donde los mercados están.
Y que éstos eran tantos que había que excusar escaramuza con ellos siendo nosotros tan pocos. Y a lo que preguntamos por un animal de tales señas con un cuerno solo en la frente tuvieron sus fablas entre ellos muy vivas y luego contestaron que a muchas jornadas hacia la parte del Mediodía había un río grande de nombre Congolunda donde se vieran animales como aquel que decíamos y que pacían yerba y eran grandes y tenían un cuerno encima del hocico y que los polvos de raspadura de este cuerno eran apreciada medicina en el trato venéreo. Y al decir esto se señalaban a sus vergüenzas, que las traían al aire, y se reían. Con lo que ya quedamos confirmados de que por fin habíamos dado con gentes que sabían darnos nuevas ciertas de dónde estaban los unicornios.
Y como nos pareció que en todo decían verdad, resolvimos partir luego hacia la parte del Mediodía y aquel mismo día torcimos el camino por alejarnos cuanto antes de la mortandad que atrás dejábamos. Y es maravilla ver cómo en el país de los negros no es posible callar un muerto porque en seguida se convoca gran copia de buitres y otras aves del mismo talante que hacen su vuelo coronado encima de la carroña y se dejan ver como nube negra a muchas leguas del lugar, tan espesas se juntan y tan grandes son. Y estos buitres que digo son mucho más lerdos que los que se crían en Castilla porque, en viendo a alguien que no se mueve, ya empiezan a volarle encima y no se cuidan de si está muerto o solamente dormido y en más de una ocasión se ha despertado uno y se ha visto rodeado de estos pájaros. Mas luego son cobardes y en gritándoles levantan vuelo y se alejan con gran algarabía y enfado, que parece que siempre traen hambres atrasadas y se contrarían mucho de que lo que parecía moribundo goce de buena salud.
Y en pasando adelante dejamos que los cautivos que habíamos liberado se fueran por otro lado por no tener que ballestear carne para tanta gente, sino dos o tres de ellos que parecían más listos que los otros a los que dijimos que se quedaran para mostrarnos el camino y ellos se quedaron de muy buena gana. Y marchaban delanteros abriendo marcha y eran muy parleros y Paliques iba con ellos informándose de sus chamullos. Y eran tan menudos de cuerpo que Paliques parecía el padre de todos ellos, aun siendo tan corto y escurrido de carnes como era.
Y movimos de allí y hacíamos jornadas cortas para dar descanso a algunos enfermos y heridos que venían y porque las grandes calores en medio del día estorbaban el mucho caminar. Y los ballesteros iban más conformes que otras veces porque tenían sobra de mujeres que muy alegremente se les daban y con esto olvidaban los trabajos pasados y los por venir. Y ellas les molían el mijo y les maceraban la carne y hasta les mascaban los bocados. Y ellos dábanse vida de mucha holganza, como reyes moros, y desoían a fray Jordi que muy enconadamente los exhortaba a no vivir como paganos.
Mas ni Andrés ni yo teníamos fuerza de negarles aquellas comodidades y regalos por miedo a que con la desesperación de la mala vida se fueran en pos de Pedro Martínez, "el Rajado", y los otros que buscan el oro.