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Trece

Del tiempo que allí estuvimos guardo poca memoria, sólo que allá nos tomó el lunes de Casimodo y la fiesta del Espíritu Santo y tan quebrantados estaban algunos de las calenturas y pestilencias y tan acomodados otros a la vida de los negros que no veíamos el día de partir. Y todos los hombres acabaron emparejándose con mujer negra, en lo cual no fui yo distinto a ellos sino que, andando el tiempo, después de haber retozado con cuatro o cinco de ellas, siempre a espaldas de fray Jordi por no merecer su reprobación, luego me vine a aficionar a una negra muy joven que tendría catorce o quince años y que se llamaba Gela. Y ésta era hija de uno de los hermanos gordos de Caramansa. Y cuando el padre vio que ponía mucho los ojos en ella, vino a ofrecérmela por más obligarme. Y es costumbre de los negros, como entre nosotros en Castilla, la de pagar dote por la mujer. Y el padre de Gela me señaló por dote una ballesta de las tres que yo entonces tenía, mas hice venir a Paliques y por su intermedio le expliqué que nuestra ley prohibía comerciar con ballestas, así que debía acomodarse a pedir cualquier otra mercadería que no fuera la ballesta. Y él torció el gesto e hizo ademán de retirarse muy enojado, mas venía yo avisado, de mi trato con otros negros, de que estas manifestaciones de enojo y amenaza que los negros usan no son nunca verdad.

Y es el caso que cuando han de pensar algo fingen enfadarse y dan la espalda o se mesan los cabellos o se arañan la cara como si hubieran recibido gran afrenta. No se parecen en esto a nosotros, los blancos, que, cuando hemos de pensar algo, nos dejamos ver con el gesto grave, la frente arrugada, la mano en la mejilla, dando silenciosos paseos, mirando ora a la tierra ora al cielo. E incluso, muchos de entre nosotros que no están dotados de pensamiento o, si lo están, lo están poco, fingen esas posturas para hacer creer a los que los miran que piensan.

Y esto es porque entre los blancos el pensar está bien visto. Por el contrario, entre los negros, el pensar no está bien visto y por ese motivo han de fingir que no piensan cuando en realidad están pensando y cavilando sobre sus negocios. Así que esto me hizo el padre de Gela y yo no le di importancia y al cabo del rato tornó y me pidió dos melenas de león y una manta. Y es de advertir que las melenas de león alcanzan gran precio entre los negros porque ellos piensan que la virtud del león y toda su fuerza y fiereza se contiene en la melena y por este motivo muy a menudo los mandamases vienen tocados dellas en la cabeza y las melenas alcanzan grandes precios. Mas, como cazar un león es empresa muy arriscada y dificultosa, yo le dije que era mucho precio y que por tanto tendría que acomodarme con escoger mujer distinta que no fuera de dote tan crecido. A lo que el padre de Gela volvió a proferir alaridos y a mover mucho los brazos y a dar patadas en el suelo, que no parecía sino que le hacían fuerza o que estaba en manos del barbero y le estaban sacando una muela, la sana para mayor escarnio, y cuando acabó de hacer aquellos duelos y pesadumbres se paró a mirarme y yo puse cara de no estar conmovido y ya aflojó y se acomodó a lo que tenía pensado al principio, que era conformarse con sólo una melena de león y una manta y a esto, con ser sobrada dote, ya sí estuve de acuerdo por el mucho placer que yo tenía en que Gela y no otra fuera mi mujer. Y así se lo prometí. Y luego, a los dos días, cuando ya era luna llena y brillaba la noche como si fuera el día, salí del pueblo con cuatro negros que eran muy buenos rastreadores y con el Negro Manuel y con dos ballestas buenas y hasta treinta virotes con punta de acero. Y caminamos durante dos días hacia Poniente, por donde los negros conocían que había leones, y al tercer día tuvimos señas de ellos en un prado muy grande que más que la vista se extendía. Y a la parte de enmedio de aquel prado había unos árboles muy copudos y desparramados, y debajo de la sombra de aquellos árboles, porque era la hora del calor, había algunos leones y leonas, tumbados como perros en agosto. Y se veían muy bien las melenas doradas como el oro que sacudían de vez en cuando por espantar las moscas. Y brillaban las melenas encima de la negrura de la sombra y del verdor de la yerba. Los leones estaban tumbados y como el aire venía de frente, no ventearon nuestra presencia. En todo mi tiempo en el país de los negros no había yo visto leones más que de lejos o muertos y ahora, en el momento de enfrentarme a uno, lo que irremediablemente había de hacer si no quería perder mi autoridad delante de los negros, pensé que me estaba portando como felón y que por satisfacer mi comodidad y mi impudicia me ponía en peligro de muerte y que si moría de aquella a lo mejor los otros no podrían continuar la empresa y el Rey nuestro señor dejaba de alcanzar el cuerno del unicornio. Mas con todos estos reproches y pensamientos, miré para los negros que conmigo iban y hallé que tenían miedo y que estaban agachados sobre la yerba y medio vueltos de espaldas, como si de un momento a otro fueran a emprender veloz huida por ponerse a salvo. Y la advertencia de su cobardía me infundió valor y pedí al Negro Manuel que me alargara las dos ballestas y él me las dio y una ya tenía armada. Tomé el morral con los virotes y les dije que se alejaran y ellos se fueron corriendo como liebres espantadas a subirse en los árboles que teníamos detrás. En esto un león alzó la cabeza y miró para nosotros, mas luego sacudió la melena y volvió a descansar la cabeza en la hierba. Los leones tienen mala vista.

Me tercié la ballesta desarmada a la espalda y comencé a caminar muy despacio, poniéndome en celada en las altas matas, con la ballesta armada en la mano. Así fui pasando adelante y cuando estuve a tiro de donde los leones estaban vi que un poco más adelante había un arbolillo muy pobre medio podrido y me acerqué hasta él y apoyé la ballesta en la horquilla del tronco y luego encastré la nuez en la otra ballesta que a la espalda traía y comencé a darle vuelta para tensar el hierro y armarla. Y la dicha ballesta estaba mal engrasada y hacía ruido, con lo que yo no me determinaba si acabar de tensarla o si dejarla sin armar, no fuera de que de los leones fuera sentido y se vinieran sobre mí.

Mas luego seguí dando vueltas despacio y acabé de armarla y tomé del morral un virote de hierro que estuviese bien sopesado de palo y acero y tuviese aletas de cuero buenas y lo puse en el surco. Y luego, con esta misma ballesta, apunté a donde los leones estaban y miré al león de enmedio, que parecía más grande, y que de vez en cuando movía la cola barbada espantando moscas, y esperé a que levantara otra vez la cabeza. Y en esta postura estuve sin osar respirar no sé cuánto rato. Y luego levantó el león la cabeza y parecía que me miraba a mí, mas miraba a la llanura por ver si descubría caza y cuando torció la cabeza y miraba a otro lado le apunté en medio bulto, donde se veía carne y no melena, y bajé la palanca y la cuerda soltó el virote, haciendo un ruido como si el cielo hubiera tronado en una gran tormenta, y una bandada de aves levantó el vuelo en una charca que más atrás había y los leones alzaron todos las cabezas prestamente y luego se pusieron en pie los machos con sus melenas grandes, que serían dos, y las hembras sin melena, que eran más. Y parecían grandes como caballos. Mas a aquel al que yo le tirara no se levantó sino que había recibido el virote en la cara y muy furiosamente se revolcaba y se daba zarpazos allá donde el dolor lo afligía, cuidando arrancarse el dardo, mas el hierro había entrado mucho y se había trabado con los huesos y no se podía sacar. Y yo tomé la segunda ballesta y no sabía si determinarme a tirar o no, por miedo a que esta vez me descubrieran los leones, que ya quedaban avisados, y vinieran por mí, mas en aquel punto en que yo estaba dudándolo empezaron los negros que atrás quedaban a entrechocar palos y proferir grandes alaridos, según en sus monterías usan, y los leones, en oyendo tal estruendo y notando que uno de los suyos quedaba malherido, alzaron roncas voces y se fueron retrayendo y metiendo en la espesura. Con lo que yo me determiné a mandar el segundo virote al león herido y le apunté por somo de la yerba a lo poco que del veía y se lo mandé y vi cómo le entraba por el lomo y él daba un gran salto al recibirlo. Y torné a cargar aprisa la ballesta, mas, cuando le hube puesto virote nuevo y miré a donde el león estaba, ya se movía poco y sólo veía temblar una pata en el aire. Y por atrás daban grandes voces los negros y se acercaban alegres y confiadamente, con lo que no quise esperar a que llegaran a donde yo estaba, por tener más gloria en el vencimiento del león, sino que pasando adelante fui yo solo a donde el león estaba y vi que el asta del primer virote le había entrado por la boca y le salía por un ojo.

Y el otro lo tenía clavado en el lomo hasta el cuero. Y luego saqué mi talabarte y tomé el cuchillo y agarré al león por la melena, que era de crin, áspera como de mulo zahíno, y le di un gran corte en la garganta que todavía fatigosamente resollaba, con lo cual arreció el temblor y luego murió.

Y era el león fiera grande a maravilla, como caballo de tres años, y muy membrudo y fuerte y de muy fieros dientes y uñas y de espantable figura.

Y luego me alegré en mi corazón de mi hazaña y llegaron los negros con sus palos y cuchillos dando grita y apaleando al muerto y lo abrieron y lo despellejaron por tomar la piel y ciertas vísceras que, en comiéndolas, son de mucha virtud. Y luego tornamos muy alegremente hasta que vino la oscuridad de la noche. Y con esta muerte cobré mucha fama de bravo entre los negros y Caramansa, que había matado un león más chico que el mío siendo joven, me cobró más miedo que antes y como desde el día de la batalla no me veía con él buena cara, dio en recelar que algún día yo habría de quitarle el mando del pueblo. Y en esto los negros son poco encubridores y pronto muestran sus miedos y sus esperanzas. De lo que yo hube de reservarme más que solía, por excusar traiciones.

Le di la piel del león al padre de Gela y ella se vino esa noche conmigo a dormir como mujer y yo ya la pude ver en toda su desnudez, que antes sólo la viera en sus tetas y rostro, como ellas suelen venir. Y era Gela fea como negra más no tan fea como otras de su nación. Y tenía los huesos de los carrillos un poco salidos y los ojos grandes y almendrados y graciosos y muy blancos y los labios grandes y gordos y la lengua vivaracha y muy juguetona cuando entrada en la harina del amor y la nariz fina. Y no tenía la piel basta y llena de cicatrices y remiendos que otras tienen, sino muy brillante y grasosa y el pelo crespo y ensortijado y el pescuezo largo y los hombros torneados y las tetas muy duras y prietas y altas como caídas para arriba, y los pezones enhiestos y muy salidos, como bellotas o castañas, que eran de mucho consuelo los chupar, y la espalda derecha y bien torneada y sin huesos que mucho salieran. Y la cintura estrecha y el vientre liso y el ombligo grande, como suelen traerlo los negros. Y las caderas muy anchas y hospitalarias y el trasero redondo y alto y bien partido y prieto. Y en esto de los traseros es de mucha curiosidad que, mientras gran parte de las mujeres blancas son culibajas, la mayoría de las negras son culialtas, tanto que a veces no lo tienen ya en primor y parecen en sus caderas más ijares de caballo que parte de gente alguna. Mas éste no es el caso de Gela, que tenía su trasero en todo bien conformado y dispuesto y muy redondo. Y las partes de la mujer propias las tenía abultadas y muy negras, más agradables de ver y de palpar, y nada feas y coloradas y saludables por dentro. Y más abajo los muslos los tenía torneados y redondos y muy brillosos y las piernas largas, con la pantorrilla un poco alta y el calcañar bajo, como los negros los suelen traer. Mas con todo ello Gela era hermosa y yo mucho me aficioné a ella, que por veces casi olvidaba de pensar en mi señora doña Josefina y, cuando comparaba, me gustaba más hacer lo que hombre hace con mujer con Gela antes que con mi señora doña Josefina, si bien esto ni a mí mismo me lo quería confesar porque me parecía herejía y falta de consideración y gran deservicio y villanía para mi señora.

Y Gela fue una buena esposa el tiempo que conmigo estuvo que fue casi un año después de la caza del león. Y me molía grano cada día y adobaba lo que me tocaba de la carne de monte y hacía en todo lo que las demás mujeres del pueblo con sus maridos. Y me despiojaba por las mañanas, al sol, y se arrimaba a mí por las noches. Y muchas veces, en viéndome desvelado por graves pensamientos, me tomaba la cabeza en su regazo, como niño, y me dormía acariciándomela. Y muchos días salíamos a caminar por el yerbazal y nos alejábamos río abajo a un lugar deleitoso y apartado que bien conocíamos, donde había altos árboles y ciertas matas de espino que daban unas bolas dulces como madroños de las que comíamos gran copia. Y allí nos solazábamos en retozar y bañarnos desnudos y jugar a echarnos agua y perseguirnos y hacernos luchas y luego que estábamos en el abrazo rodado por la yerba muy mullida y fresca, cesábamos las risas y nos dábamos besos y yo me llegaba a ella como hombre a mujer y así nos ayuntábamos debajo del cielo lleno de pájaros sin dejar de reír y de hacernos caricias, tan sin pecado ni malicia como niños que juegan. Y en esto las negras son mejores que las blancas que son grandes fingidoras y se duelen de ser tan pecado las cosas del fornicio y no se mueven como debieran.

Aquellos días de placer y holganza que junto a Gela tuve fueron los únicos de mi felicidad en todo el tiempo que anduve por la tierra de los negros, donde conocí más aflicción y enojos que contento y alcancé más lágrimas que risas y más que buenos hechos mortandades y malos tiempos, sequedades de pocas aguas, guerras, enfermedades, pasiones, dolores de cada día y afanes. Por eso ahora, que ya los tiempos no vienen como solían, muy seguidamente doy en pensar en ella y me parece que oigo otra vez su risa fresca como fuente clara y, en entornando los ojos, me parece estar sintiendo cuando, tendidos los dos, desnudos en tierra y medio tapados entre las altas y frescas yerbas, ella me cantaba quedamente al oído muy extraños sones de su gente, que son tristes y confortadores a la vez, y con sus dedos me iba haciendo tirabuzones en el pelo y en la barba y jugaba como niña a peinarme, y me daba besos por la nuca y por el espinazo abajo o se ponía a contarme las canas de la barba y de la cabeza con las ásperas palabras que en su lengua son números. Y cada día perdía las cuentas porque muy ligeramente se me iban tornando los pelos blancos y, si yo me movía y se le escapaba el corte de las manos, luego fingía enojo y me castigaba como a niño, y yo como niño me llegaba a sus pechos y se los mamaba y ella me recibía como madre y se tendía en la yerba para que yo mamara a mi sabor, entornados los ojos y quieta, y con esto íbamos pasando de niños que juegan a hombre y mujer que se ayuntan plácida, gustosa y amorosamente.

Y yo le contaba a Gela muchas cosas de Castilla y le refería las hazañas de mi señor el Condestable y de sus grandes hechos y de las fiestas y romerías y guerras. Y ella tenía mucho placer de oírme contar muchas veces aquel sucedido de cuando mi señor el Condestable, por festejar al embajador de Francia, su amigo, mandó correr ciertos toros en el alcázar de Bailén. Y al tiempo que se corrieron mandó soltar una leona muy grande que allí tenía, la cual espantó a toda la gente que andaba corriendo a los toros y anduvo a vueltas dellos. Y después de los toros corridos y muertos, el leonero tomó la dicha leona y llevóla a encerrar donde solía estar. Y contaba también las fiestas y agasajos que solían hacer el día de San Lucas y cómo la posada del Condestable se aderezaba de paños franceses y mesas y buenos aparadores con vajilla de plata y variedad de yantares y confites y vinos especiados y muchos sábalos y otros pescados frescos y muchas conservas de diacitrón y confites y dátiles y palmitos y muchas frutas verdes y secas, cuantas según el tiempo se podían haber. Y Gela se mostraba muy curiosa de los vestidos y afeites de las mujeres y me hacía referírselos muy por menudo y que le dispusiera el pelo como mi señora la condesa solía llevarlo jugando a que ella lo era y yo el Condestable mi señor, y así gastábamos el tiempo muy placentera y amorosamente.

Y pasando el tiempo comenzó a menguar la caza, que ya los venados y las cabras no se hacían tan confiados como al principio de llegar nosotros y, en venteando a gran distancia que había cerca ballesteros, se recelaban y huían e iban a beber sus aguas a sitios más distantes. Y con esto había semanas que no se cazaba nada más que animales chicos, con trampas del suelo, y ya Caramansa nos hacía menos merced en sus cosas viendo que no le dábamos como antes y temiendo que si nos hacíamos mucho a la vida de su gente acabaríamos tomándole el mando.

Y este recelo se le veía más claramente las pocas veces que se avenía a cruzar el río para llegarse a nuestro pueblo, que venía con gran prevención, como la primera vez que nos viera, y no quitaba ojo de las ballestas por notar si estaban armadas o no. Y esto es porque los negros, cuando ven disparar una vez la ballesta, luego le toman gran miedo y piensan que tiene virtud y que es cosa del Demonio, lo que nosotros cuidábamos de no desmentir por mantenerlos en más respeto.

En este tiempo dos o tres veces se cruzaron nuestras gentes lejos del pueblo con negros de los mambetu, a los que matáramos los hombres, mas ellos andaban huidizos y prestamente se escondían de nosotros y recelaban como de mortal enemigo.

Las primeras veces, Caramansa y algunos viejos del pueblo de los bandi habían dicho que el unicornio habitaba en las montañas que había a Poniente, donde había grandes aguas y muchos pájaros y animales extraños y mucha caza. Mas allí no vivían negros porque en aquella tierra vivían las ánimas y los demonios y el que allá subía luego tenía que morir. Con esto vimos la simpleza de los negros, que no conocían que los demonios están sometidos a Dios Nuestro Señor y nada pueden contra un hombre si éste lleva una cruz al pescuezo y está convenientemente confesado y comulgado. Así es que, por excusar aquella pereza y molicie de los hombres, en cumplimiento del recado del Rey nuestro señor, dispuse que, en pasando el tiempo de las grandes calores y aguas, luego subiríamos a aquellas tierras donde se podía cazar el unicornio. Y pensando que no era conveniente llevar a Inesilla, que otra vez estaba embarazada, Andrés de Premió determinó dejarla en el pueblo al cuidado de las otras mujeres de los ballesteros. Y con esto pasamos adelante y guiados por quince negros de los bandi, tomamos el camino de las montañas, que eran altas a maravilla y en los días claros se veían azulear a lo lejos. Y hubimos de caminar por muy intrincadas y espesas arboledas y altos yerbazales por espacio de casi dos meses, hasta que llegamos al pie de la montaña más alta, que se llama Mangono, y luego fuimos subiendo por unos senderos de piedras muy empinados y de vez en cuando había navas más llanas y pradillos con arroyos deleitosos donde descansábamos muy a gusto y si daba la noche dormíamos. Y notamos ser verdad lo que nos habían contado pues en estas sierras se criaban muchos y muy pintados pájaros que todo el día volaban de un lado para otro sobre nuestras cabezas, ora en apretadas batallas, ora en filas dobladas, ora cada uno por su lado, según la costumbre y diversa naturaleza de cada uno. Y muchos de estos pájaros estaban vestidos de vistosas plumas de distintos colores pero otros eran negros y otros blancos. Y de éstos distinguimos cigüeñas, lo que nos recordó Castilla cuando por la estación van las cigüeñas a anidar en los campanarios y montan grandes nidos como chozas donde hacer la cría, lo que tuvimos por muy buen agüero. Y con esto pasábamos adelante y fray Jordi se nos perdió un par de veces pues se iba entreteniendo más de lo necesario con las muchas flores y yerbas raras que, según ascendíamos, iban criándose. Y era esto curioso a maravilla que algunas veces las flores estaban tan espesas que el pradillo parecía antes que yerbazal paño bordado en bastidor de alta dama. Mas también encontramos muy fieras serpientes, espantables de ver y tan gordas como el muslo de un hombre y los negros mataron a una con sus flechas y luego la despellejaron y la comimos y sabía igual que si fuera pescado y tenía la carne blanda y blanca.

Y al mes de andar por la montaña haciendo vida deleitosa dentro de nuestra fatiga, pues la caza era allí mucha y los aires sanos y frescos y las aguas de los muchos regatos y manantiales frías y delgadas y saludables, finalmente fuimos a dar a una cañada grande muy espesa de árboles que se extendía más que la vista y paraba al final en muy espesas nieblas y humos. Y seguimos allí adelante hasta que, a los pocos días, estuvimos en la niebla y vimos que no era tal sino el agua espurreada muy finamente de un río grande que desde el somo de la montaña se despeñaba pesada y fragosamente al valle. Y al chocar sus muchas aguas contra las peladas peñas de abajo, luego se rompían y saltaban como nubes de niebla que iban subiendo y lo mojaban todo en muchos estados de distancia en torno y tapaban la vista y llenaban de agua las narices estorbando el respirar. Y aquella cosa era la más notable que nunca ojos vieran y muy merecedora de cuento en los libros de los sabios. Mas allí no había unicornio ni animal de otra clase, que sería difícil que en tal estruendo y ruido y humedades vivieran otros que no fueran peces, con lo que, después de mucho buscar, quedamos confusos y sin saber qué hacer y determinamos que nos apartaríamos de allí y que seguiríamos registrando aquellas cañadas por ver si el unicornio se encontraba y parescía en otros lugares. Y esto hicimos hasta que llegó el tiempo de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, que celebramos muy piadosamente en una nava donde los negros habían levantado una choza grande para ellos y otra para los ballesteros y luego, los que éramos cristianos, oímos misa y comulgamos muy devotamente y entre nosotros el Negro Manuel y después comimos carne y cantamos coplas a la Virgen Nuestra Señora y, aunque el negocio del unicornio no había salido bien, nos confortamos mucho al vernos juntos y sanos, si bien Andrés de Premió anduvo triste aquellos días con la congoja de que había dejado a Inesilla preñada y entre gente extraña. Y nosotros lo animábamos diciéndole que a la vuelta la encontraríamos muy repuesta y alegre y con otro Andresillo en los brazos.

Y pasada la Navidad, a once días de enero, acordamos bajar al pueblo y ver por otro sitio dónde buscar el unicornio. Y nos pusimos en camino a una nava por donde habíamos de bajar más a salvo. Mas, al tercer día de bajada, llegamos a un llano grande y como la tarde quería ponerse, determiné que allí haríamos noche. Y salieron los hombres a ballestear carne, que antes viéramos señas de haber ciervos por aquellos pastos, y salió Paliques con algunos negros a juntar leña. Quedéme yo con el hato y fardaje disponiendo la acampada cuando vino un negro corriendo a dar aviso que una fiera había atacado a Paliques y señalaba un sitio apartado de allí.

Fuimos fray Jordi y yo tras el negro, con la bolsa de los ungüentos y las vendas y entramos por los espesos árboles y luego vimos a todos los negros hechos un corro y a Paliques que yacía en el suelo muy ensangrentado y quebrantado. Y en acercándonos vimos que no se podía hacer nada por él, que tenía todo el pecho fieramente abierto y se le veían palpitar las vísceras y un brazo lo tenía casi arrancado y la mano no se conocía de lo mordida que estaba. Y el rostro de Paliques, de ordinario muy moreno, se había tornado blanco como papel. Con lo que, en llegándose a él, fray Jordi le empezó a hacer las cruces de los óleos y no quiso confesarlo porque ya no conocía a nadie ni hablar podía pues, aunque tenía abiertos los ojos y resollaba algo, no estaba ya en su seso. Con lo que, a poco de llegar nosotros, aflojó la cabeza y se le acabó de vidriar la vista y se murió.

Y al resbalarle la cabeza se le vino a tierra el gorrillo azul grasiento que nunca se quitaba de la calva ni para bañarse y el Negro Manuel lo tomó y muy piadosamente volvió a ponérselo en somo de la cabeza. Y luego acudieron los otros negros y los ballesteros y algunos negros de los nuestros, con palos y losetas, muy diligentemente, cavaron un hoyo hondo que miraba a Oriente, sabiendo nuestras costumbres, que ya se las enseñara el Negro Manuel, y allí dimos sepultura al desventurado Paliques, llorando muy desconsoladamente de nuestros ojos como si se partiera un hermano o un hijo, sin curar, en nuestra aflicción, que es cierto que el Rey y el Papa y el zapatero, todos hemos de pasar por aquel vado de la muerte, como dice Catón.

Y esta desgracia fue lo único que sacamos que contar de nuestra subida a los montes. Y después, afligidos y muy escarmentados, quebrantados y menguados, tornamos al pueblo, en lo que sólo tardamos menos de un mes porque ya sabíamos el camino y la bajada era menos trabajosa que la subida.