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Así movimos de las Tierras Altas al llano, lo que no fue sino trocar un desastre y desventura por otro mayor.
Y con venir apesadumbrados de no haber hallado al unicornio, éste no fue el mayor quebranto que vino a afligirnos entonces. En llegando cerca de donde dejáramos el pueblo notamos que algunos negros que por el campo había no venían a nosotros con muy alegres caras y muchas honras y fiestas como esperábamos, sino que, tomando apriesa sus hatos, luego se retraían entre los árboles como si de nosotros huyeran.
Esto visto, empezamos a cavilar y a recelar temiendo que las cosas no habían de estar aparejadas como cuando las dejamos. Y Andrés de Premió tuvo un barrunto de que no encontraría a Inesilla tan parida y salva como pensaba. Y con esto apretaba el paso delante e iba silencioso y como ajeno a los otros. Y en llegando a donde el pueblo se divisaba, que era un cerrillo que lejos está sobre el río, vimos que, donde dejáramos nuestras casas, había una mancha negra en la tierra, como de rastrojo quemado, en lo que conocimos haber ardido nuestras chozas. A lo que yo pensé que ésa era la causa del temor que los negros mostraban y casi me alegré pues, con estar ardida la posada, me daba más motivo y ocasión para no demorar luego allí sino que, en recogiendo a Inesilla, hacía pensamiento de proseguir el camino hacia el Mediodía en busca del unicornio y de más aventuras, sin gastar allí más días. Mas así que llegamos al pueblo de los negros, luego de pasar por las cenizas del nuestro y cruzar el río, hallamos que tampoco había gente en el otro, aunque las chozas estaban sanas y enteras como las dejamos. Y de una salió un viejo que vino a nosotros temblando mucho y con la cabeza gacha como el que lleva graves noticias. Y por él supimos cómo la otra gente era huida porque temían que habíamos de castigarlos por la quema de nuestras chozas y por la pérdida de Inesilla. Y contó que, dos meses después de partidos nosotros al unicornio, vinieron los mambetu con mucha gente armada de la suya, porque habían tenido parla de que ya no estábamos allí, y ellos fueron los que quemaron nuestras posadas y se llevaron a Inesilla cautiva y mataron a algunos negros que se lo quisieron estorbar. Y que Inesilla había tenido un hijo, mas le había nacido muerto, y nos mostró el sitio donde le dieran sepultura que estaba señalado con una cruz de palo. Y con esto despedimos al viejo a donde los árboles con recado de que llamara a los otros y les dijera que volvieran al pueblo a salvo, que no teníamos nada contra ellos. Y con esto quedamos allí y toda la tarde estuvieron volviendo temerosamente los negros y se encerraban en sus posadas recelosos, y no querían hablar con nosotros. Y entre ellos no vinieron las negras que se unieran a los ballesteros ni Gela, a la que yo mucho esperaba ver, pues quería saber por ella lo allí acaecido y pensaba que no me habría de engañar.
Y ya anochecido volvieron Caramansa y sus hermanos y yo fui a donde el padre de Gela y le pregunté por su hija y él me tendió la melena de león y la manta que recibiera por ella y me dijo que Gela era vendida a otro negro de un pueblo muy lejano y que ahora me devolvía su dote porque quedáramos en paz. A esto ya no lo pude sufrir y perdí la paciencia. Me quedé mirando el pellejo sarnoso de león que me daba y la manta vieja y puerca de manchas y de agujeros que me devolvía y me fui acercando a él y le dije, rechinando mucho los dientes y mostrando el enojo que sentía: "Manda a uno de tus negros a los árboles y que Gela esté de vuelta antes de que salga el sol mañana porque si no viene te mataré". Y luego di orden de que desalojaran las tres chozas que estaban más pegadas al río y que allí durmiera la ballestería. Y al padre de Gela y a Caramansa los llevé conmigo y les puse guardas que los vigilaran.
Y así nos replegamos y pasamos la noche larga en la que yo no pude pegar ojo pensando lo que nos depararía el nuevo día. Y en amaneciendo llegaron los que habían ido en busca de Gela y ella venía con ellos y traía un niño chico en brazos y en viéndome corrió a mí muy alegre, llorando mucho de sus ojos y se me abrazó tiernamente y me estuvo largo rato catando el rostro y acariciando la cara y las barbas y la cabeza toda sin decir palabra ni cesar el llanto. Y luego me mostró al niño y me dijo que era mío y que quería que fray Jordi lo bautizara y lo llamara Juan. Yo vi que el niño era más blanco que negro y bien proporcionado y hermoso, mas no sentí alegría ninguna por él sino antes bien pesadumbre de haberlo conocido y aunque era mi primer hijo no lo tomé ni quise llegarme a él. Muchas veces he cavilado por qué hice las cosas que hice aquel día y nunca he determinado si sabía bien por qué las hacía o si las hacía por esa misteriosa costumbre por la que los animales obran sus negocios.
El caso es que yo no quería tomar al niño, ni quería que fuese bautizado ni que tuviese nombre cristiano pensando que no lo podría llevar con nosotros, en la desesperación de nuestra mala vida, y que no quería nada que me atase allí, pues había de seguir prestamente mi camino en servicio del Rey nuestro señor. Y luego pensé que si Gela no hubiera venido nuevamente a mis brazos habría sido más fácil marchar y habría tenido yo luego más consuelo en recordarla que ahora viéndola con un hijo mío en los brazos. Y con esto me entró la tristeza por las puertas del alma y el enojo y la enemistad y dije que más quería estar solo para pensar y salieron todos y Gela se fue muy espantada y arreciando el llanto, como no entendiéndome.
Y con esto luego mandé venir a su padre y le dije que no quería más ver a su hija ni al niño y que podía quedarse con la manta y con la melena de león y él se echó al suelo y abrazó mis rodillas y luego no podía alzarse otra vez por su mucha grosura, mas yo le ayudé ya sin enojo. Y luego de esto entró Andrés de Premió, que mientras lo ya dicho acaecía había estado dando tormento a algunos negros de allí, y me dijo cómo traía averiguado que lo de la venida de los mambetu era todo falsedad y mentira. Y lo acaecido fue que tan pronto como nos fuimos a las montañas, Caramansa hizo una tregua con los mambetu porque temía que los herreros blancos, como así nos llamaban, habíamos de hacernos dueños de la tierra. Y que la prenda del dicho acuerdo fue Inesilla, que se la dieron al mandamás de los mambetu y que el dicho mandamás se llamaba Nogoro. Lo cual sabido luego mandé a Villalfañe que tocase trompeta a junta y pregón y salieron a la plaza todos los negros menos los que no osaron salir temiendo por sus vidas. Mas otros salieron con sus mujeres y entre ellos los hermanos de Caramansa. Y yo hice que trajeran a Caramansa allí delante. Y pregoné que habían hecho gran traición contra nosotros sin catar la gran felonía que era entregar Inesilla a los enemigos cuando tanto por ellos teníamos hecho y padecido.
Y como este pecado había que castigarlo con la muerte, según justicia demandaba, luego mandé degollar a los hermanos de Caramansa y a él lo mandé quemar encima de un montón de leña que los otros juntaron. Y Caramansa se dejó quemar con más valor del que hubiera esperado de él pues ni un gemido dio cuando el fuego le abrió las carnes y le empezó a derretir las mantecas. Y con aquel gran olor a carne asada que dio al aire, muy tristemente nos retiramos a nuestra posada, llorando algunos y muy sombríamente silencioso Andrés de Premió.
Y pasó aquel día y vino la oscuridad de la noche, la cual pasamos sin dormir y muy vigilantes, recelando traición de los negros. Y yo deseaba en mi corazón mandar por Gela y hacerla venir y llevarla conmigo, mas siempre hube de contenerme pensando que no me correspondía velar por mis cosas y por mis pesares sino por los de mis hombres según fuera cumplidero al servicio del Rey nuestro señor. Y pensé que lo que cabía hacer a un buen capitán era salir de allí en amaneciendo e ir a donde estaban los mambetu y cobrar a Inesilla de sus prisiones y seguir camino del Mediodía hasta que Dios Nuestro Señor fuera servido de darnos un unicornio. Y que si tan difícil se nos había hecho hasta el momento el hecho había sido en punición de nuestros muchos pecados.
Y con esto determiné que en adelante no nos haríamos más vecindad con negros sino que pasaríamos siempre adelante como mejor cumpliera al servicio del Rey nuestro señor.
Y a otro día de mañana, según amaneció el alba, llamé a los hombres y salimos y la gente del pueblo se había huido por la noche y no quedaban más negros que los que con nosotros de antiguo estaban. Y aun de éstos faltaban algunos que allí habían encontrado mujer y antes quisieron quedar con ella que seguirnos, y esto dijeron los que habían preferido quedarse con nosotros. Entonces junté a los hombres en medio de la plaza, donde los perros habían comido el cuerpo quemado de Caramansa y esparcido sus huesos, y allí les hablé con gran enojo y les dije cómo nuestros muchos males y el decaimiento que nos aquejaba procedían de que no estábamos cuidando como debíamos el servicio del Rey sino que, habiendo encontrado un lugar descansado, allí nos habíamos demorado por más de dos años, por yacer con negras y tener vida viciosa y descansada. Y los hombres me oían y miraban al suelo y ninguno osaba contestar. Y detrás desto les dije lo que cumplía hacer y sería que, en siguiendo nuestro camino, iríamos a la tierra de los mambetu y les pediríamos a Inesilla y cuando la cobráramos en salvo proseguiríamos en busca del unicornio sin osar demorarnos más. Y ellos fueron de un acuerdo con esto.
Luego nos esparcimos por el pueblo y registramos las chozas y no encontramos nada que llevarnos, que los negros se habían ido con todo el grano y la harina y los animales, y mandé prender fuego a todas las casas y hacer candela dellas porque los negros tuvieran ocasión de recordarnos con aflicción a los que, habiendo peleado por ellos lealmente, luego traicionaron. Y con esto salimos de allí y tomamos el camino del Mediodía y dejamos el lugar entrado y, ya que no robado, puesto a fuego con todo lo que en los campos estaba, que no parescía el cielo ni el aire de las grandes quemas y humos.
Y en bajando por el río llegamos al sitio donde yo tantas veces me había solazado bañándome con Gela, y dejando a los hombres pasar adelante me quedé trasero por mirar a mi sabor y en soledad la última vez aquel lugar tranquilo y recordarme de las dichas pasadas. Y sentí una congoja de haber despedido tan ligeramente a Gela y a su hijo mas ya estaba todo ello cumplido y acabado y no quise pensar más. Y con esto me alejé luego en pos de los míos, sin querer volver la vista atrás como mi corazón me mandaba.
Y al cabo de dos semanas de marcha, víspera de San Miguel, dimos en un valle ameno y muy verde donde vivían algunos de los mambetu. Y viendo que había guardas vigilándonos de lejos, luego mandé corredores, de los negros que con nosotros venían, con recado de que no traíamos guerra sino paz y que íbamos de paso para otra tierra mas antes queríamos tener hablas con los jefes de los mambetu. Y a los dos días que allí posamos con los ojos bien abiertos y mucha prevención, por excusar daño de enemigos, vino respuesta del jefe mambetu que se llamaba Boro-Boro.
Y éste era hijo de uno de los que matáramos en la batalla del otro año.
Y el que traía su parla era un viejo enteco y mínimo, liado en un paño donde estaba dibujada la seña del león, por mostrar que había sido guerrero ilustre. Y luego que se llegó a mí, en su parla, que yo ya medio entendía, porque era la misma que la de los negros bandi, me dijo: "Salud al grande y poderoso herrero blanco. Yo soy la voz del jefe Boro-Boro que es hijo del dios Anaka y me manda decir que si tú no quieres guerra, él tampoco la quiere y que os dará harina y sebo para que salgáis más prontamente de la tierra". A lo que yo iba a contestar que no quería harina ni sebo sino solamente a Inesilla, pero luego lo pensé mejor y contesté: "El gran herrero blanco pasará de largo como dices pero antes me tendréis que dar, además de harina y sebo, a la mujer blanca Inesilla. Y sin ella no nos iremos y haremos la guerra muy crudamente". Y con esta respuesta luego se volvieron los negros y dijeron que traerían contestación de allí a nueve días, porque Boro-Boro estaba lejos.
Y como el sitio era bueno dispuse que acampásemos allí en espera de la respuesta y por estar más prevenidos, mandé hacer una cava en redondo y en el parapeto de la dicha cava mandé clavar estacas, y luego mandé hacer ciertos chamizos de madera y ramas donde guarecernos del mucho sol, y fuera de la cava, hasta cierta distancia convenientemente, los pozos de lobo y zanjas con cañas clavadas que habían mostrado ser buenas la otra vez. Y en esto se entretuvieron los hombres tanto blancos como negros hasta que vino la respuesta de Boro-Boro. Y a los siete días tornó el mismo viejo de la manta del león y dijo que Boro-Boro le había pedido al hombre que ahora estaba casado con Inesilla que la dejara partir y él había estado de acuerdo pero que era ella la que prefería quedarse con los mambetu antes que volver a ver a los blancos. Y en diciendo esto, Andrés de Premió, que antes había estado oyéndolo pacíficamente, no lo pudo sufrir más y se levantó de pronto y le dio un bofetón al viejo y lo tiró por tierra. Y uno de los negros jóvenes que con el viejo venían, echó mano de un venablo que traía a la cintura para ir contra Andrés, mas Andrés le tiró una cuchillada por la barriga y se la abrió sesgada y le echó las tripas todas de fuera y el negro se vino al suelo gimiendo. Y todo esto acaeció tan en un momento que no nos dio lugar a estorbarlo a los que allí presentes estábamos. Con lo cual los otros mambetu empezaron a huir, mas yo, temiendo que irían a Boro-Boro con parla de lo ocurrido, di grita a los ballesteros que les tiraran y, aunque los que huían se habían alejado un buen trecho para cuando ellos armaron sus ballestas, luego les tiraron como buenos y uno a uno les fueron pasando las espaldas con los virones de acero.
Con lo que todos los mambetu quedaron muertos entre la yerba menos el viejo que gimoteaba en el suelo abrazado al que había recibido la cuchillada que, por las señas, era su hijo. Y yo hube gran enojo de Andrés de Premió mas no quise decirle las palabras gruesas que se me venían a las mientes porque ya la cosa no tenía remedio. Con esto dejamos pasar las horas deliberando y a la noche hubimos junta y consejo sobre lo que más convenía hacer. Y algunos ballesteros temían que cuando los mambetu fueran sabedores de lo allí acaecido vinieran sobre nosotros con gran poder de gente y nos pusieran en estrechez o nos mataran, mas, con todo, yo disimulaba los mismos temores por la vergüenza de salir del país de los negros dejando una mujer nuestra presa y cautiva de paganos. Así que me puse de pie y con razones muy firmes y resueltas dije que no pasaríamos adelante hasta ver libre a Inesilla aunque tuviera que enforcarlos a todos, y ya con esto los otros se callaron cuando me vieron hablar con palabras de enojo y a voces. Y al día siguiente, antes que el alba fuera venida, soltamos de sus cuerdas al viejo y le dimos de comer y comimos todos y salimos por él guiados hacia el pueblo de Boro-Boro.
Y de allí a cinco días, en jornadas cortas, porque no quería yo que la gente llegase cansada si había que pelear, avistamos un llano que se hacía al lado de un río de mucho caudal.
Y éste era el asiento del pueblo de los mambetu. Y luego supe que de los tres pueblos mambetu, aquel de Boro-Boro era el más chico pero que, por haber sido en los tiempos antiguos el origen de los otros dos, su Rey tenía más potestad sobre los suyos, como entre los reyes de la Cristiandad la tiene el Papa. Y por las señas que vimos parecía que los del pueblo estuvieran de todo asalto descuidados aunque algunos guardas que en el campo estaban corrieron luego a dar aviso de que llegábamos. Y con esto dispuse yo a los hombres en buena ordenanza y celada para que no fuéramos notados cuántos éramos, y luego mandé a dos negros con el Negro Manuel a dar parla de que yo esperaba a Boro-Boro. Y al rato vinieron con aviso de que Boro-Boro vendría con los notables de su pueblo y traería a Inesilla. Y el Negro Manuel nos dio parla detallada de cómo quedaba dispuesto el pueblo y que en él se veían por lo menos quinientos hombres que pudieran tomar armas y que a la otra parte el río hacía una revuelta y casi lo abrazaba. Y a la hora de más calor vimos venir a un grupo de treinta o cuarenta negros, con muchos quitasoles de palma y lanzas, fuertemente armados, y adargas blancas pintadas, por las que pasan los pasadores de las ballestas como si de papel fuesen. Y Boro-Boro era joven y no tan gordo como su padre y venía puesto sobre silla de cañas y dos negros desnudos le daban sombra con un palio de hierbas. Y a menos de un tiro de ballesta mandó parar la silla cuidando que estaba en salvo, y pararon todos. Y yo miré a Villalfañe y vi que estaba atento, detrás de mí con la trompeta preparada para dar aviso a la ballestería que por toda la linde quedaba derramada y oculta. Y yo alcé las manos en señal de paz y Andrés se adelantó unos pasos y viendo que Inesilla estaba delante de los negros con un niño chico en brazos, luego la llamó a grandes voces que no tuviera miedo y que viniera para con nosotros.
mas ella se abrazó al niño y dio la espalda y parecía que se quería meter entre los negros, pero ellos cerraban adargas delante y se lo estorbaban. Y todos vimos que no estaba atada sino que en su enajenación había perdido el seso y verdaderamente no quería volver con nosotros por su voluntad. Y viendo esto, fray Jordi, que hasta entonces nunca me pareciera hombre valiente para los peligros de las armas, se adelantó solo y fue caminando con los brazos abiertos a donde los mambetu e Inesilla estaban y allí se estuvo largo rato platicando con ella, con una mano puesta en su hombro y a veces la bajaba para acariciar la cabeza del niño, que Inesilla tenía fuertemente contra su pecho. Y al cabo de una gran pieza, tornó fray Jordi para nosotros mirando muy conmiseradamente a Andrés de Premió y yéndose a él le explicó que Inesilla se había casado con un negro mambetu y que había tenido un hijo de él y que no estaba en su juicio y porfiaba en quedarse a vivir entre los negros antes que seguir errando con nosotros en pos del unicornio y que decía que ya tenía pasado mucho sufrimiento y vista mucha miseria y mucha sangre y antes quería quedarse a vivir la vida con su hijo en tierra de infieles que volver a vestir sayas y comer en manteles en tierra de cristianos y que mandaba decir a Andrés que la perdonara y que siguiera adelante y que la olvidara pronto y que ella más bien se quedaba queriéndolo como a hermano que como a marido. Y al oír esto se demudó Andrés y dio un alarido grande como si le arrancaran el alma y quiso correr para donde Inesilla estaba, mas yo mandé al Negro Manuel y a otros dos que lo agarraran y lo tiraran al suelo y le estorbaran moverse hasta que fuera calmado de aquella porfía. Y mientras veía debatirse tan tristemente a Andrés reflexioné que para sacar a Inesilla de entre aquellos negros tendría que ser por la fuerza. Mas otra ocasión de desbaratarlos y matarles su Rey y a muchos buenos guerreros no se me iba a presentar más adelante si los dejaba volver luego a su pueblo y hacer sus previsiones para la guerra y defensa. Y con esto me volví a Villalfañe y le hice seña y Villalfañe se llevó la trompeta a la boca y dio el toque de combate que se dice a degüello y los ballesteros que ocultos estaban luego se alzaron de entre las matas y tiraron. Y Boro-Boro recibió más de seis virotes en el pecho y dio en tierra muerto y los suyos quisieron huir y algunos lo consiguieron, mas los más de ellos cayeron heridos de pasador o de flecha o de cuchillo en el alcance que los nuestros les daban con grandes gritas de: "¡Enrique, Enrique, Castilla, Castilla!" Y los negros que pudieron escapar de la muerte luego se encerraron en el pueblo y atrancaron las puertas, donde al momento los que quedaban dieron gran grita y sonar de tambores. Y luego yo hice que dejaran libre a Andrés y él corrió a donde quedaba Inesilla, que seguía abrazada al niño, entre los negros muertos, sin determinarse a huir. Y cuando ya Andrés se le acercaba, ella salió de su pasmo y tomó el cuchillo de uno de los que habían caído y degolló al niño y luego se degolló ella tan acertadamente que cuando Andrés se llegó a socorrerla ya tenía los ojos turbios y estaba fuera de seso. Y detrás de Andrés llegó fray Jordi, llorando mucho de sus ojos como nunca se viera, y le dio los óleos ya muerta y bautizó al niño con una cruz de saliva en la cabecita tiñosa. Y éste fue el fin de Inesilla, que tantas lágrimas, tantos días, nos trajo a Andrés y a muchos de nosotros que bien la queríamos.
Mas en aquel momento no curé yo por lo que a Inesilla acaecía sino que, viendo que luego podría venir sobre nosotros aquella copia de negros que en el pueblo quedaba, dispuse que, puesto que el viento estaba encontrado, le diéramos fuego a los pastizales alrededor de las casas y algunos negros de los nuestros lo hicieron y otros fueron a tirar fuego por encima de la cerca del pueblo, a los techos de las chozas, en lo que murieron cuatro de ellos, de las flechas que espesamente nos tiraban los de adentro.
Mas luego ardió el pueblo con grandes y espesos humos que querían tapar el cielo y nosotros quedamos cerca de las puertas y cuando algún negro salía por ellas, por escapar de las llamas, le tirábamos con pasadores y flechas.
Mas salieron pocos porque los más quisieron escapar por el lado del río, cruzándolo, donde murieron muchos, que luego encontraríamos podridos, hinchados y medio comidos de aves, flotando aguas abajo en los otros días que siguieron a aquel tan triste.
Y nos entró la noche con el pueblo ardiendo como tizón y echando grandes pavesas al cielo. Y yo, por excusar daños, mandé que la gente se retirara a media legua de allí, donde había un cerrete con árboles muy a propósito para acampar defendidamente. Y así nos retrajimos llevando el cuerpo de Inesilla y el de su hijo, y a la mañana siguiente le dimos devotamente sepultura después que muchos se quedaran velándolo con Andrés y rezando las preces y oficios que fray Jordi le hizo. Y le cantamos responso y los enterramos juntos en un hoyo y amontonamos piedras encima para que no vinieran fieras a escarbarlos y luego plantamos una cruz de madera. Y esto así acabado y concluido pensamos partir de allí con grandes marchas, por temor a que luego los que escaparon del pueblo dieran aviso a los otros pueblos mambetu, que en viniendo con muchas gentes ayuntadas contra nosotros no los podríamos resistir ni vencer y pereceríamos todos. Y al otro día, que pasamos ligeramente cazando y juntando de qué comer, que fue bien poco por la mengua de la temporada, partimos por el lado de Mediodía, aguas abajo del río, y antes de una semana pasada nos apartamos de él y fuimos dejando el yerbazal llano y nos fuimos metiendo por donde más espesos se veían los árboles. Y así gastamos un mes, yendo siempre a Mediodía, viendo poco el sol, de tan espesa y alta que era la arboleda, y caminando muy dificultosamente, no más de dos o tres leguas cada día, porque a cada paso habíamos de cortar tallos muy gordos y rodear zarzales y salvar espesuras y barrancos. Y los hombres rodaban por el suelo de no ver dónde ponían el pie. Y sufríamos muchos quebrantos y estrecheces pues, aunque llevábamos las cabezas liadas en trapos y vendas, por librarnos de las picaduras de los muchos mosquitos y tábanos y moscas que aquellas sombras crían, luego el calor y los vapores nos ahogaban y en queriendo tomar aire, picaban los mosquitos y se metían por la boca y las narices y aquejaban los ojos y las manos y al cabo de unos días todos llevábamos las caras muy bermejas e hinchadas y los ojos legañosos y purulentos y habíamos tan gran mengua y lacería que luego pensábamos morir allí sin salir otra vez donde yerba y sol hubiese. Y habíamos de beber en charcos malolientes aguas podridas donde se criaban los canutillos de los mosquitos que luego en el vientre ofendían. Y a cada paso topábamos fieras serpientes de las que durante muchos días hubimos de comer carne cruda pues tampoco había apaños para encender fuego ni cosa que ardiera en aquellas umbrías que todo era verde y mojado y rezumaba agua y malos humores. Y así la voluble Fortuna nos iba haciendo beber de sus amargos brebajes y gustar de sus viandas amargas. Y en aquel trance murieron de calenturas dos ballesteros y cuatro negros. Y de no haber sido por la ciencia de fray Jordi, luego hubiéramos perecido todos. Pues él, con su mucho mirar e ir tomando yerbas y hojas y majoletas, vino a averiguar que había unos escaramujos azules a los que los mosquitos y tábanos nunca osaban acercarse. Y luego cogió un puñado de los dichos escaramujos y los machacó en su morterillo y con un poco de barro que del suelo tomó hizo una pasta que luego se untó por la cara y las manos, con lo que quedó más negro que los propios retintos. Y hubiera sido de grande risa verlo así, si allí no estuviéramos tan flacos y quebrantados y tan sin ganas de reír. Y luego que llevó por espacio de un rato aquella untura notó que ya no lo ofendían los mosquitos, de lo cual todos hubimos gran regocijo y sin hablar palabra, como de un acuerdo, pasamos gran rato buscando aquellos escaramujos y cosechándoles las bolitas azules y se las traíamos a fray Jordi y él las iba majando en su mortezuelo y nos íbamos untando los cueros con el ungüento salutífero, puestos todos en el traje en que nos parieron, y con esta industria pudimos pasar adelante sin que nos estrecharan más los tábanos y mosquitos, sólo que cada tres o cuatro días la untura perdía su virtud y había que untarse otra nueva. Y así seguimos días sobre días y la arboleda no se acababa nunca sino que antes bien nos parecía que se iba espesando.
Y fuera de los muchos pájaros que en los altos anidaban y de las serpientes que por abajo iban y de dos o tres géneros de sabandijas parecientes a conejos que por allí se criaban, no se veía otro animal ni provechoso ni dañino.
Y a poco de esto, a muchos hombres les empezaron a salir grandes sarnas que daban gran comezón y al rascarse arrancaban las tiras del cuero y debajo salían como huevecillos blancos de los gusanos que se criaban. Y a los pocos días de las sarnas venían las calenturas de las que allí a poco todos estuvimos aquejados. Mas Dios Nuestro Señor, al que devotamente hacíamos misa y rezábamos cada día, vino en nuestra ayuda por sacarnos del quebranto. Y fue que, cuando ya pensábamos perecer de las calenturas y de no ver el sol, salimos a un lago tan grande que casi no podíamos ver donde acababa aunque, sobre ser de agua dulce y buena, a lo lejos se veía ser lago y no mar y que a la otra orilla había más árboles y más montañas. Y llamamos a aquel lago el del Cristo de la Misericordia porque aquel Ramón Peñica, que era de los criados del Condestable, el día antes de llegar al dicho lago había pregonado promesa de llevarle ciertas doblas de plata y hachones de cera al Cristo de la Misericordia de la iglesia Mayor si encontrábamos socorro antes de que pasara un día, que más plazo él ya no cuidaba de vivir, tan triste y quebrantado iba. Mas, en saliendo al lago, luego nos dio el sol, que en las orillas no crecían árboles sino muy espesa y muy buena yerba, y vimos cagadas de animales grandes que bien se dejarían cazar, y con ello cobramos ánimos y hasta pareció que se nos aliviaban las grandes calenturas y quejas que traíamos. Y fray Jordi luego hizo misa de acción de gracias que devotamente oímos y luego entonamos un "Te Deum Leudamus" cuidando que habíamos salido de una muerte cierta.
Y por aquellas amables riberas del lago nos demoramos casi dos meses criando panzas y papadas pues era muy deleitoso lugar y, por otra parte, cuando vimos que en saliendo dél empezaban otra vez las grandes y espesas arboledas y las espesuras y las montañas, no nos determinábamos a meternos otra vez por aquellos tormentos.
Y en el tiempo que allí estuvimos cazamos muchos venados chicos como cabras, con larguísimos cuernos, que allí regaladamente se crían. Y al principio eran fáciles de cazar con ballesta, mas luego se fueron tornando más recelones, como con todos los animales del país de los negros acontece.
Y con esto nos fuimos reponiendo y cobramos las fuerzas y las colores que habíamos perdido. Y en estos dos meses murieron tres negros de los que con nosotros venían mas los blancos que llegamos con grandes calenturas y pensábamos morir, luego que nos dio el sol y catamos carne asada caliente y sopas, nos fuimos reponiendo y salimos de peligro. Y aunque en el lago había mosquitos, no nos aquejaban ya desde que nos untábamos el bálsamo de fray Jordi.
Y había, por el lado del lago que miraba al Mediodía, un río mediano que en él venía a rendir aguas. Y viendo que seguir ríos es cosa provechosa cuando se va entre árboles, no miramos que los ríos bajan de las montañas sino que, en determinando salir de allí, subimos río arriba y ya no sufrimos tantas fatigas como antes porque por las riberas del río había más caza y topábamos muchos árboles podridos y secos que daban buena leña y sitios despejados donde hacer fuego y guisar de comer. Y seguimos aquel río veinticuatro días al cabo de los cuales fuimos a dar en otro lago más chico que el que atrás dejábamos. Y a éste lo llamamos del Niño Jesús, porque era más chico, y el río no entraba en el lago sino que seguía más en alto pero de él bajaban tres canalillos que le daban agua al lago. Y luego el río doblaba su curso y torcía para la parte del Septentrión, con lo que determinamos de no seguirlo ya y meternos otra vez por la espesura poniendo nuestra suerte en manos de Dios y de Santa María y de todos los Santos. Y luego que seguimos otras dos semanas hacia el Mediodía y tan quebrantados y menguados como la primera vez, vinimos a topar con muy altas y peladas montañas y hubimos junta y consejo sobre si convenía saltarlas tanteando puertos o vadearlas yendo hacia Poniente por donde la tierra parecía más despejada. Y luego pensamos que si en cabalgando las montañas encontrábamos otras, allí pereceríamos sin remisión. Y miramos agüeros sobre ello más las aves salían inciertas. Y con esto determinamos torcer a Poniente hasta que Dios fuera servido mandarnos un paso por donde pudiéramos seguir el Mediodía.
Y dejando siempre las altas montañas a la mano siniestra seguimos por las espesuras, que ya iban clareando algo y dándonos respiro y consuelo, y pasamos por un sitio donde los pájaros anidaban y había muchos huevos en los árboles y entre las piedras, de los que hacíamos grandes provisiones y asábamos y comíamos hasta hartarnos.
Y los negros fabricaron unas sartencillas de barro donde derretíamos la manteca que nos quedaba y allí freíamos muchos huevos adobándolos con ciertos brotes salados que junto a los charcos crecían. Y era manjar muy deleitoso de comer para los que llevábamos luengos años sin catar pan y traíamos las barrigas hechas a las muchas extrañas viandas y suciedades que habíamos tenido por pitanza para no perecer de hambre desde que entramos en la tierra de los negros.
Y con esto fuímonos reponiendo algo y pasamos adelante rodeando las montañas y no hubo que llorar, en aquellos meses que anduvimos por allí, más que la desgracia de que un gusano venenoso enponzoñara a un ballestero de nombre Antón Carranza, burgalés, hombre de muy ruines inclinaciones y deslenguado y de muy mala crianza y poco amistoso, en cuya muerte, si he de decir verdad, no tuvimos gran sentimiento, porque allí donde todos éramos tan amigos por las muchas estrecheces y fatigas que pasábamos juntos, él no era amigo de nadie. Y en su hato llevaba un saquito de sal que nadie pensara que lo tenía. Y al dicho Antón Carranza le dimos tierra debajo de un montón de hojas y tallos podridos y le rezamos su responso y oficio y en el árbol que había al lado mandé a un negro tallar una cruz chica con mi cuchillo y con esto pasamos adelante.