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Después de dos meses que salimos del lago del Niño Jesús volvimos a topar con un río que venía de Poniente y torcía al Mediodía. Y a éste llamamos río de la Esperanza y muy alegremente lo seguimos porque ya el terreno iba siendo más amable y casi cada día podíamos ballestear carne, aunque fuera poca, y volvía a haber árboles de fruto, con lo que íbamos más contentos y el camino se nos hacía más llevadero. Y siguiendo este río otro mes vinimos a salir a un llano grande, más grande que todos los que teníamos vistos hasta entonces porque en él se perdía la vista a lo lejos y no se acababa y por parte alguna se veían montañas como no fuera las que dejábamos atrás. Y el aire era tan delgado y tan fino y tan sin nieblas que bien se podía hacer el ojo a ver a muchas jornadas de distancia sin estorbo alguno. Y a los dos o tres días de caminar por esta plana, entre los grandes yerbazales, hacia el Mediodía, topamos con el animal más maravilloso que imaginarse pueda y algo asombroso de ver. Y este animal tiene en todo la forma y hechura de un venado y cuatro patas y el color pardo y la cabeza chica y apuntada. Mas las patas las tiene luengas como tres veces las del venado y el pescuezo lo tiene luego como dos hombres puestos uno encima del otro. Y con este pescuezo alcanza a comer los brotes tiernos y frutos de arriba de los árboles.
Y es animal muy espantadizo y de poco corazón, que en sintiendo ruido luego da en correr con aquellas sus lenguas patas y el pescuezo lo va echando para adelante y para atrás como si repartiera su gran peso por no abocinarse y perder carrera. Y estos ciervos del pescuezo largo no se están nunca solos, sino que van en manadas de quince o veinte y en esto también se parecen a los nuestros. Y la cuerna la tiene más chica que sólo traen dos cuernos, cortos más que las orejas, y muy romos de punta así como los del caracol. Y con estos cuernos no atacan ni se defienden. Y la mejor carne y más fina y más sabrosamente especiada que comimos desde que entramos en el país de los negros fue la de estos ciervos cuando cazamos uno y lo ballesteamos y con sólo el pescuezo comimos los treinta hombres que aún quedábamos, entre blancos y negros.
Y después que salimos del yerbazal al llano, anduvimos sin obstáculos hacia el Mediodía y no hubimos de desviarnos más que dos o tres veces buscando vado para cruzar algunos ríos chicos que se nos atravesaban. Y los dichos vados eran buenos y estaban muy señalados de pasarlos las manadas de ciervos y cabras, mas no había rastro de negros fuera de algunas candelas viejas que topamos, hechas de piedra todo alrededor y ya sin ceniza ni señal de lumbre nueva. Y con esto llegó la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo y la pasamos acampados al lado de un río mediano y solazándonos mucho y cazando con facilidad y criando grandes panzas, y en quedando allí tiempo, los negros levantaron chozas y cocieron ollas con las que poder guisar y las negras, que dos iban con nosotros, salían por granos parecientes a la cebada y los molían entre dos piedras con lo que volvimos a tener una poca harina para hacer tortas, si bien menguada y pobre y amarga. Mas los hombres se contentaban con poco después de las grandes fatigas y desventuras pasadas atrás. Y las dos dichas negras eran voluntariosas y aunque habían maridos entre los negros que con nosotros venían, y luego se daban gentilmente a los otros que con ellas querían yacer. Y éstos fueron todos menos Andrés de Premió, el cual no dejaba de suspirar cada noche acordándose de su desventurada Inesilla, y fray Jordi que no miraba para mujer, y yo que, a las vueltas de todo lo pasado, ya no pensaba en Gela más que unas pocas veces y tornaba a soñar que un día volvería a mi señora doña Josefina y habríamos paz y felicidad en nuestra vejez ya que no la hubimos en nuestra juventud. Y solía, al caer la tarde, irme donde más espesa la yerba fuera y tumbarme en ella como en almohadón de lana y mirar cómo iban saliendo las estrellas y cómo se iba levantando la luna, que en el país de los negros es más grande que en otros sitios, y cómo las bandadas de aves cruzaban el cielo tan grande mientras yo rumiaba lo que habría de ser mi vida con doña Josefina y las mercedes que el Rey nuestro señor nos haría por nuestro gran servicio y cómo mandarían a mi señor el Condestable que me diera una casa buena de piedra, con patio y pozo y huerta. Y yo plantaría tres parras en la puerta y una fila de hospitalarios cipreses, y tendría melocotones y otros árboles viciosos y muchas higueras y vides donde hacer mi propio vino, y tierra calma de pan llevar y un palomar con tres piqueras donde zurearan los palomos despulgándose de mañana cuando yo saliera con mis perros a cazar. Y otras veces me imaginaba yendo con mi señor el Condestable y con los armados de los concejos de la ciudad y poniéndonos en acecho y celada contra los moros de Arenas les cobrábamos aquel castillo, del cual tan grandes ganas había mi señor el Condestable. Y luego él me nombraba su alcaide y venían moros de Granada a quitármelo, mas yo valerosamente lo defendía y recibía una herida de pasador que me calaba el brazo, mas, aun así, seguía defendiéndolo animosamente. Y cuando peor andaban las cosas me imaginaba un socorro del Rey en persona y los moros que huían.
Y el Rey se llegaba a mí y me abrazaba y me ponía al pescuezo cadena de oro de mucho precio. Y los envidiosos que con él venían, cuidando de que hallarían el castillo perdido, se morían de rabia al ver en qué privanza me tenían mis señores por mis buenos hechos. Y luego me imaginaba sobre honrado rico y metido en muchos excesivos comeres y beberes, en yantares y cenas y placeres, comiendo y bebiendo ultra mesura y mi mesa bien abastada de capones, perdices, gallinas, pollos, cabritos, ansarones, carnero y vaca, vino blanco y tinto, y frutas de diversas guisas, y como Job dice que los días del hombre breves son, así yo los pasaría placenteramente con mi señora doña Josefina, muy horro y rico y libre de cuidados. Y en estas ensoñaciones se me entraba la noche y arreciaba el frío y yo levantaba mis punidas carnes del suelo y quedaba sentado y miraba por mis manos llenas de pellejos y asperezas y cicatrices y mesaba mis barbas ásperas y ya grises y blancas y mi cabeza que se iba despoblando de cabellos y mi boca que se iba deshabitando de dientes. Y me palpaba los brazos y las piernas, menos fuertes que antes, y temía que el país de los negros fuera la tumba de mis sueños y el enterramiento de mi juventud, que ya lo estaba siendo. Y con esto, sin perder mis esperanzas, mas temeroso del incierto mañana, me ponía en pie y me iba volviendo despacio a donde las chozas estaban.
A los veinte días de enero vinimos a topar nuevamente con hombres negros a las orillas de un río caudaloso que venía de Poniente. Y estos negros se llamaban los tongaya y hablaban otra lengua, de la que algunas palabras eran entendidas por los que con nosotros iban. Y los dichos negros eran menos retintos que los otros que teníamos vistos y muy altos a maravilla, que a todos nos sacaban casi un palmo, y de miembros muy largos y gráciles, así las piernas como los brazos, y de grandes pies con el talón muy salido en demasía. A lo que fray Jordi hizo notar que desde que estuviéramos en la tierra de los negros sólo vimos pies de mucho talón y que esto era porque los negros estaban más aparejados que los blancos para saltar y correr sin cansarse, lo que comúnmente notamos ser verdad. Y estos tongaya solían bailar al son de tambores de madera de muy ronco sonar y daban grandes saltos hacia arriba con los pies juntos y los brazos pegados al cuerpo, y el que dellos más saltaba se tenía por más listo y hábil que los otros. Y los jóvenes siempre venían con venablos finos, tres o cuatro cada uno, en manojo, que diestramente lanzaban para cazar y jugar. Y en viendo tales destrezas luego torcimos el gesto por si alguna vez las habían de emplear con nosotros. Lo cual nunca hubo de ocurrir porque eran gente muy pacífica y entregada al armonioso vivir y, como no pensaran que la tierra fuera suya, luego nos dejaron aposentarnos cerca de ellos, en el río arriba. Y cada día nos hacíamos mutuas visitas y cuando nos sobraba cerne de la que ballesteábamos, luego se la dábamos a ellos y ellos nos daban harina y grano del que tenían y aun collares de dientes y otros abalorios con que gustan de adornarse menudamente. Y fray Jordi amistó con el curandero dellos, como otras veces hiciera con otros negros sabedores de hierbas y raíces, y a menudo salía a buscarlas con él, siempre en compaña del Negro Manuel.
Y lo que más espanta de estos negros es que comen poco y raramente carne porque piensan que los hombres que mueren, luego dan sus ánimas a las criaturas bajas y animales y que en matando un venado el alma que en venado vivía luego queda libre y sin sosiego y puede atormentar al que mató al venado. Por esto aceptaban la carne que nosotros matábamos mas sólo unos pocos de entre ellos se atrevían a matarla. Otros tenían vacas grandes de largos cuernos pero muy estrechas y secas. Y les hurgaban con una flecha fina en las venas del pescuezo y las sangraban como barberos y luego tomaban la sangre en una taza y hacían una pella con harina y la cocían y éste era su manjar más exquisito aunque para nosotros fuera de sabor muy terroso por los espesos humores que en la sangre van.
Y en las praderas que había delante del río tuvimos seña de que pronto veríamos al unicornio porque allí vivían los elefantes, que hasta entonces nunca viéramos en el país de los negros. Y los dichos elefantes son grandes a maravilla porque cada una de estas bestias será alta como dos hombres o más. Y el cuerpo lo tienen grueso más que pensarse pueda, que más parece panza de nao que de animal vivo. Y el dicho cuerpo lo sostienen por cuatro patas muy gordas y fuertes que son como troncos de árboles recios y huesudas y llenas de matalones. Y la cabeza es como una barrica de cien arrobas y los ojos chicos, no más grandes que los de vaca, pero las orejas son llanas y grandes como estandarte de concejo y con ellas se abanican muy gentilmente en las horas de calor, que por la mucha grosura de sus cuerpos los aqueja mucho y las suelen pasar metidos en el agua de los ríos o echados sesteando en la hierba fresca, a la sombra de los árboles. Y la nariz la tienen larga a maravilla, como brazada de hombre o más, y la mueven con gran presteza como si brazo fuera y con un como dedo que en la punta trae van arrancando la yerba y los frutos de que comen y luego, retrayándola, la llevan a la boca que es pequeña y escondida pero con grandes dientes. Y de la dicha boca le salen a cada lado dos como cuernos blancos y muy poderosos que están hechos de marfil y de ellos sacan sus cuentas y baratijas los negros y aun mangos de puñales y otras figuras de aprecio. Y el elefante es manso, debido a su mucha grosura, mas si se asusta u ofende luego se torna terrible y con sus patas y los dichos dientes largos puede un elefante solo matar a muchos hombres.
Estando con estos negros tongaya tuvimos habla cierta de cómo eran y dónde paraban los unicornios. Y nos dijeron que a cuatro jornadas de marcha de su pueblo había un río manso en cuyas riberas solían pastar. Y también nos dijeron que eran bestias muy fieras e imposibles de domeñar, lo cual ya sabíamos nosotros, y que su cuero era tan duro que ni flecha ni venablo lo pasaba por lo cual no se dejaba cazar y que, luego que se enfurecían, muy reciamente atacaban con el fuerte cuerno del hocico y con él podían derribar un árbol mediano, tal era su fuerza. Y cuando supieron que habíamos llegado de tan lejano país porque nuestro Rey quería un cuerno de unicornio, nos tuvieron por locos y gente de poco seso y dijeron que era imposible de hacer. Mas nosotros dijimos cómo llevando una doncella el unicornio se amansaba y se dejaba quitar el cuerno y los negros, en su ignorancia, se reían mucho de nosotros y se daban grandes palmadas en los muslos, como niños, y Andrés de Premió y yo nos mirábamos y no sabíamos si enfadarnos y tomarlo a afrenta o si habíamos de dejarlo pasar lo mismo que el mesamiento de cabellos y barbas, por ser gente tan sin malicia y desconocedora de las cosas del mundo. Mas no queríamos guerra con nadie ahora que tan cerca estábamos de rematar nuestro negocio, así que dejamos pasar las risas y luego dijimos cómo necesitábamos una mujer doncella para apresar a la fiera. Mas no había en el pueblo doncellas que tuvieran más de catorce años, pues, en llegando a los catorce, luego pierden su doncellez no por mengua de honestidad sino por costumbre, que así disponían allí las cosas. Y con esto hubimos de conformarnos con una niña de trece años que, siendo desarrolladas las negras más tempranamente que las blancas, había muchas niñas de trece que tenían grandes tetas y parecían de más cuerpo que suelen serlo las blancas a su edad. Y con esto pasamos adelante y quisimos comprar una. Y muchos negros nos ofrecieron a sus hijas mas eran tan crecidos los precios que no sabíamos cómo pagarlas. Y ellos las suelen pagar en pieles de vacas y costales de grano, mas nada de eso teníamos nosotros que acabábamos de llegar pobres y menguados del largo viaje. Mas luego vino uno que había visto tirar a los ballesteros y dijo que daba a su hija por seis ballestas. Y nosotros teníamos hecha habla, desde que pasamos el arenal del país de los moros, de nunca dar ballestas a nadie ni consentir que un negro tirara con ballesta, pues bien sabíamos que toda nuestra fuerza y nuestro respeto estaba en ellas que nunca habían sido vistas en el país de los negros. Y diciendo verdad, el único que acabó sabiendo de ballesta fue el Negro Manuel porque así lo distinguíamos de los otros. Y esto era porque estaba tan conformado a nuestras costumbres y era tan buen cristiano y sufridor de trabajos que luego pensamos que en saliendo del país de los negros vendría con nosotros como otro más, a comer de nuestra mesa.
Y en sabiendo que el negro pedía seis ballestas por la doncella, juntamos corro y junta por ver qué decidíamos. Y luego de discutirlo largo rato vimos que los ballesteros muertos eran tantos ya que muchas ballestas sobraban sin nadie que tirar con ellas y aún algunas venían flojas y no había allí apaños para gobernarlas. Así es que decidimos dar ballestas aunque no seis sino dos a trueque por la doncella. Y llamamos al que vendía la hija y le ofrecimos dos ballestas, las peores, y él dijo que quería seis y las señalaba con el dedo, y el ladino señalaba las mejores, fijándose en las que tenían el mocho con adornos de pasta y nielados de cobre. Y a esto porfiábamos nosotros en que habían de ser sólo dos y finalmente, después de bien por un día entero altercar con el negro, teniendo a la doncella que estaba en venta allí delante, y después de mucho palparla el padre y ponerla desnuda y de querer que nos asomáramos a ver que su doncellez estaba intacta, como mercader que, por alabar su mercancía, la desparrama sobre manta de tenderete, ya era noche entrada cuando finalmente cesó la porfía y acordamos que él se llevaría tres ballestas, las que nosotros quisiéramos darle. Y con esto se fue contento y sin virotes, que los virotes no entraron en el trato, y nosotros quedamos con la doncella. Y ella era una niña muy reidora y silenciosa que tenía por nombre Adina y que a mí me pareció bella a la manera de las mujeres africanas. Y en quedándose sola con nosotros me pareció que tendría miedo y busqué en mi zurrón unas cuentas de pasta amarilla que traía y se las di y ella sonrió y se las puso al pescuezo. Y luego le dimos una manta que se tapara y le hicimos sitio a la lumbre con los demás. Y luego hice dar pregón que todo el mundo sirviera a Adina y que si alguien era osado de ir contra su doncellez, luego sería quemado vivo pues de ella dependía el buen suceso de que se cobrara el unicornio en servicio del Rey nuestro señor. De lo que todos quedaron muy advertidos. Y esto acordado, al otro día de mañana salimos camino del Mediodía y con nosotros iban dos negros tongaya que eran guías y pisteros y sabrían muy bien llevarnos a donde los bebederos del unicornio estaban. Y antes que el sol estuviera alto ya habíamos caminado dos leguas por medio de los yerbazales y aquel día fuimos a comer a un río chico que cruzaba, donde los hombres ballestearon una cabra grande que asamos con ciertas yerbas olorosas que fray Jordi llevaba. Y en acabando de comer no quisimos cruzar el río antes que viniera la luz del alba a alumbrar el día y, cuando yo decía que haríamos esto, cruzaron tres pájaros negros muy grandes hacia Mediodía y se posaron en las ramas muy altas de un árbol que junto a nosotros estaba y allí se estuvieron mirándonos largo rato. Y los dichos pájaros tenían gordo el pico como cuervos mas no eran cuervos.
Y luego se partieron y siguieron su vuelo al Mediodía. Y esto lo tuvimos por de buen agüero y que en tres días habríamos de ver al unicornio. Y de allí a tres días, cerca de la hora de más calor, estábamos en el llano grande y había enfrente de nosotros ciertos árboles copudos que muy buena sombra daban. Y debajo de los árboles pasaba un arroyo como se veía por las espesas cañas que allí nacían. Y por aquel sitio vimos tres manchas grandes que parecían peñas y otras dos más pequeñas. Las cuales peñas en moviéndose vimos que no eran sino animales y los guías tongaya que con nosotros iban muy excitadamente los señalaron y dijeron la palabra de su lengua que quiere decir unicornio y luego ya no quisieron pasar de allí adelante. Y estaba el aire calmo por la mucha calor y había mucha luz en el cielo y olía a yerba y a resina. Y yo sentí mis miembros tan ligeramente como si la juventud volviera a ellos después de tan perdida en las fatigas y devastaciones vividas. Y hube de refrenar las lágrimas por no parecer menos a la niña Adina que conmigo iba. Mas luego miré por los otros hombres que cerca de mí estaban y vi que lloraban algunos de llegar al unicornio después de tantos años que salimos de Castilla. Y los negros se retrasaban como si temieran un gran suceso.
Y volví a mirar a los unicornios, mas no se movían y estaban quedos como elefantes y no se distinguía el cuerno de la frente en tan gran distancia.
Mas luego dispuse cómo habíamos de pasar adelante y que cada hombre fuese a veinte pasos del compañero y detrás de cada ballestero iría un negro con las ballestas de repuesto y los dardos para cebarlas. Y que en llegando a distancia de dos tiros de ballesta de los unicornios, los hombres pararían y dejarían que yo me acercase solo con la doncella. Y que en haciendo yo señal, luego vendrían a tiro y cuando ya la niña hubiese amansado al unicornio y se viera que el animal no había de moverse, se acercarían dos de ellos con el hacha a cortar el cuerno. Mas si el unicornio quería moverse, luego todos le tirarían con las ballestas y le apuntarían detrás de las orejas y en la barriga que son los sitios en donde, por lo que en los elefantes teníamos visto, menos recio tienen su cuero las bestias.
Y esto dispuesto, pasamos adelante y los otros negros quedaron atrás mirándonos muy espantados. Y ya iba advertida la niña Adina de que a ella no le haría mal el unicornio, mas con todo ello iba temerosa y se agarraba muy fuertemente a mi mano y temblaba presa de gran pavor. Y yo luego la consolaba diciéndole al oído muy quedas palabras que si no entendía, por el tono la podrían sosegar. Y así pasamos adelante, por entre las hierbas más altas, hasta un árbol grande que en medio estaba y por allí se dispersaron los ballesteros como yo tenía dicho. Y la niña y yo pasamos solos adelante. Y ya en esta distancia se podía distinguir bien el único cuerno del unicornio que no era como yo me lo había esperado ni como fray Jordi, que atrás quedaba, me lo había descrito, esto es, muy largo y blanco y retorcido y afilado, sino más bien corto y recio, de la forma del miembro del hombre, un poco curvo hacia arriba. Y no lo llevaba el unicornio en la frente sino en medio del hocico, como dijeran los tongaya.
Y en sintiéndonos llegar, quizá porque nos oliera en el aire, el unicornio más grande, que más cerca de nosotros estaba, dejó de pacer la hierba y levantó un poco la enorme cabeza y movió las orejas, que las tenía cortas como de caballo, para donde nosotros veníamos y no se movió más. Y nosotros pasamos adelante y la niña sudaba y temblaba de mis manos fuertemente cogida y yo la llevaba delante de mí para que el unicornio la ventease primero y se amansara a su olor. Y mientras fui admirando el gran cuerpo que la bestia tenía, que era como de buey muy grande, y las patas cortas y muy recias y la cabeza enorme y pesada como de jabalí y por la parte del hocico tan grande como por la parte de los ojos. Y sobre el hocico aquel cuerno poderoso y otro cuernecillo más chico por encima de él.
Y con esto nos llegamos a menos de un tiro de ballesta del unicornio y la niña no quería seguir y se agarraba a mis piernas estorbándome el andar y se volvía por no ver al unicornio y me abrazaba llorando con muy tiernas razones que yo no entendía. Y yo, con la boca seca, intentaba decirle en su lengua que el monstruo no le haría daño porque era doncella. Y en esto estaba cuando oí tronar en el aire y tembló la tierra. Y alcé los ojos y vi que el unicornio venía a nosotros trotando como caballo, mas muy pesadamente. Y la cabeza traía por bajo, como los puercos del monte cuando quieren clavar sus cuchillas por se defender. Mas yo me estuve a pie firme y no me quise mover sabedor de que, en llegando a nosotros, el unicornio no podría ofendernos porque a la vista de la doncella luego se amansaría y detendría sin daño. Mas no fue así, que el animal nos embistió con su cuerno y su hocico espantables y nos tiró por el aire muy maltrechos y siguió adelante queriendo tomar carrera otra vez, como los toros hacen. Y yo caí a tierra privado de mi seso y esto fue cuanto supe, que después me dormí como si muriera y, antes de no saber quién era y de que las tinieblas me ganaran, confusamente percibí toques de trompeta y la grita de "¡Enrique, Enrique, por Castilla!" que daban los ballesteros viniendo.
Cuando desperté estaba tendido sobre la yerba y me dolía mucho un brazo y me sentía molido de todo el cuerpo. Y abriendo los ojos vi a fray Jordi que solícito se asomaba a mirarme y las caras de Andrés de Premió y de los otros hombres y la del Negro Manuel que compungidamente lloraba. Y luego me dijeron cómo la niña Adina era muerta, que el unicornio nunca miró a su virginidad y franqueza, a lo que fray Jordi dijo que siempre había tenido la sospecha de que la doncella había de ser blanca de carnes y rubia de cabello, como la madre de Cristo, y de otro modo no había virtud, mas luego que se viera que doña Josefina no era virgen se había conformado a pensar que cualquier doncella valdría, pues el maestro Plinio nada escribía del asunto en su tratado del unicornio y que con suerte en el país de los negros encontraríamos la que nos conviniera, lo que no había podido ocurrir por nuestra desgracia y castigo y punición de nuestros pecados. Mas, con todo, el unicornio quedaba muerto y cazado que, en pasando de nosotros y derribándonos, luego los ballesteros lo habían llenado de virotes como puerco espín y en unos pasos murió. Y era maravilla ver cómo los pasadores del lomo, donde más recio tenía el cuero, apenas le habían entrado medio palmo, como si hubiesen dado contra madera dura de olivo. Mas otros pasadores le entraron por abajo que le hallaron el corazón y la vida.
Y luego vinieron a mostrarme el cuerno de la fiera y era más gordo que el de un toro y más corto y de menos punta y todo él macizo por de dentro como si fuera diente. Y estaba hecho de un hueso como el marfil sino que más nervudo y basto. Y así como me lo presentaban yo quise llegarme a tomarlo según estaba caído en el suelo y vi que solamente una mano subía y que la siniestra se me quedaba pegada al cuerpo como antes la tuviera. A lo que fray Jordi me dijo que el unicornio me hiriera malamente aquel brazo y lo tenía partido en el hueso y me lo había atado en una madera por sanarlo.
Y después desto me entraron mareos y desfallecí nuevamente y durante muchos días fray Jordi me mantuvo con gachuelas de harina y sangre y me dio mucha nuez de coca que me hacía soñar muy extraños sueños, por aliviarme de los dolores, y otros cocimientos y yerbas que me bajaran las calenturas.
Y todos pensaron que me iba a morir mas no moría y el brazo tampoco sanaba sino que iba tornándose negro y la carne hedía de muerta y se iba pudriendo. Y esto visto fray Jordi pensó que era mejor cortarlo y para esto me dieron más nuez de coca que otras veces y me dejaron dormido sin seso y luego me cortaron el brazo por donde estaba roto y quemaron la herida con un cuchillo calentado en el fuego.
Mas de todo esto no sé sino lo que me contaron, pues en perdiendo el brazo me subieron recias calenturas y fiebres y por muchos días no volví en mi seso y ya empezaban a aparejar lo que harían yo muerto. Mas, en pasando adelante, quiso Dios Nuestro Señor que fuera recordando y se me fuera cerrando la herida y me fueran bajando las calenturas y la vida volviera a mí y aunque quedé manco y sin carne y sin fuerzas no morí y seguí viviendo para poder contarlo y no sé si hubiera sido más dichoso muriendo luego.